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—Y la anciana hizo otro testamento —continué.

—Precisamente. Hizo un nuevo y completamente inesperado testamento. Ahora, teniendo en cuenta el hecho, debemos considerar con mucho cuidado una declaración que nos hizo Ellen. Nos dijo, como usted recordará, que la señorita Lawson estuvo muy preocupada procurando que la noticia relativa a la ausencia de Bob durante la noche no llegara a oídos de su señora.

—Pero... Oh, ya me doy cuenta..., no; no lo veo. ¿Debo empezar a percatarme primero de lo que usted insinúa...?

—¡Lo dudo! —dijo Poirot—. Pero si lo hace, espero que se dará cuenta de la suprema importancia de esta declaración.

—Desde luego, desde luego.

—Y después —continuó— sucedieron otras varias cosas, Charles y Theresa estuvieron allí el siguiente fin de semana y la señorita Arundell enseñó el testamento al muchacho... ejem... al menos, así lo dice él.

—¿No lo cree usted, acaso?

—Yo sólo creo en declaraciones que hayan sido comprobadas. La señorita Arundell no lo enseñó a Theresa.

—Porque creyó que Charles se lo diría.

—Si hacemos caso de las manifestaciones de Charles, fue así.

—Pero no se lo dijo. ¿Por qué?

—Theresa declaró positivamente que él no lo hizo... Una interesantísima y sugestiva discrepancia. Y luego, cuando nos marchábamos, le llamó imbécil.

—Me estoy quedando a oscuras, Poirot —dije con tono de queja.

—Volvamos al curso de los hechos. El doctor Tanios volvió por allí el domingo siguiente... posiblemente sin que se enterara del viaje su esposa.

—Yo diría que con seguridad.

—Pongamos probablemente. ¡Prosigamos...! Charles y Theresa se fueron el lunes. La señorita Arundell gozaba entonces de buena salud, tanto espiritual como física. Cenó espléndidamente y luego tuvo una sesión de espiritismo con las Tripp y la señorita Lawson. Hacia el final de la séance se sintió enferma. Se acostó y murió cuatro días después. La señorita Lawson heredó todo el dinero. ¡Y el capitán Hastings dice que murió de muerte natural!

—¡Considerando que Hércules Poirot dice que se le suministró un veneno en la cena, sin que de ello exista ninguna prueba!

—Tenemos alguna prueba, Hastings. Recapacite sobre la conversación que sostuvimos con las hermanas Tripp. Y también una declaración que pudo entresacarse de la deshilvanada charla de la señorita Lawson.

—¿Se refiere usted a que su señora comió curry en la cena? Esa salsa puede ocultar con facilidad el gusto de una droga. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

Poirot contestó con lentitud.

—Sí; quizás el curry tiene cierta significación.

—Pero si lo que usted supone, desafiando toda prueba médica, es verdad, sólo la señorita Lawson o una de las criadas pudo envenenarla.

—Me extrañaría.

—¿O las Tripp? Tonterías. No puedo creer eso. Toda esa gente es inocente, sin duda alguna.

Poirot se encogió de hombros.

—Recuerde esto, Hastings. En tales casos, la estupidez y basta la tontería pueden ir de la mano con la más grande de las marrullerías. Y no olvide el modo tan original con que intentaron el asesinato. No es la obra de un cerebro sumamente hábil o complejo. Fue un asesinato muy sencillo, sugerido por Bob y su costumbre de dejar la pelota en lo alto de la escalera. El pensamiento de tender un hilo de lado a lado en el primer peldaño fue simple y fácil... ¡un niño pudo haber pensado en ello!

Fruncí el entrecejo...

—Quiere usted decir...

—Quiero decir que lo que pretendemos encontrar es, justamente, una cosa... el deseo de matar. Nada más que eso.

—Pero el veneno pudo ser de tal clase que no dejara ningún rastro. Algo de lo que cualquiera pudiera difícilmente sospechar. ¡Oh, maldito sea este caso, Poirot! No puedo creer absolutamente nada de eso. Todo ello es pura fantasía.

—Está usted equivocado, amigo mío. A resultas de las diversas entrevistas que hemos sostenido esta mañana, tengo ahora algo definido entre manos para resolver este asunto. Ciertas indicaciones, ligeras pero inequívocas. Sólo ocurre que... estoy asustado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—De estorbar al perro que duerme —dijo con gravedad—. Éste es uno de sus proverbios, ¿no es cierto? ¡Dejar que repose el perro dormido! Eso es lo que nuestro asesino hace ahora... duerme felizmente al sol. Tanto usted como yo sabemos cuan a menudo un asesino que pierde la confianza vuelve a matar por segunda... ¡y hasta por tercera vez!

—¿Teme usted que ocurra eso?

—Sí, en el caso de que haya un asesino en la sopa... y yo creo que lo hay, Hastings. Sí; lo creo.

Capítulo XIX

Visitamos al señor Purvis

Poirot pidió la cuenta y abonó su importe.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—Lo que usted sugirió esta mañana. Iremos a Harchester y nos entrevistaremos con el señor Purvis. Por eso telefoneé desde el Durham Hotel.

—¿Habló con el señor Purvis?

—¡No!, con Theresa Arundell. Le rogué que me facilitara una carta de presentación para el abogado. Si queremos tener éxito debemos estar avalados por la familia. La chica me prometió que la enviaría a mi piso por un recadero. Debe estar allí, esperándonos.

Cuando llegamos encontramos no sólo la carta, sino a Charles Arundell que la había traído en persona.

—Tiene usted un piso muy bonito, señor Poirot —observó, mientras su vista recorría el saloncito.

En este momento me di cuenta de que uno de los cajones del escritorio no estaba bien cerrado. Una pequeña tira de papel impedía que se cerrara por completo.

Si había alguna cosa absolutamente increíble, era que Poirot cerrase un cajón de tal forma. Miré a Charles con detenimiento. Había permanecido solo en la habitación mientras nos esperaba. Estaba claro que había pasado el rato husmeando entre los papeles de Poirot. ¡Vaya sinvergüenza que estaba hecho el pollo! Me sentí enrojecer de indignación.

Charles, entretanto, mostraba el más jovial de los ánimos y resuelta decisión.

—Aquí la tiene —dijo, sacando una carta del bolsillo—. Todo conforme y correcto... Espero que tendrá más suerte que nosotros con el viejo Purvis.

—Según supongo, les dio muy pocas esperanzas.

—Fue algo descorazonador por completo... En su opinión, esa pájara de la Lawson tenía todos los triunfos.

—Usted y su hermana, ¿no han considerado la conveniencia de recurrir a los buenos sentimientos de esa señorita?

Charles hizo una mueca.

—Sí... ya la consideré. Pero parece que no hay nada que hacer. Mi elocuencia no sirvió de nada. El patético cuadro de la oveja negra descarriada, que desde luego, me esforcé en sugerir que no es tan negra como la pintan, no tuvo ningún éxito con esa mujer. Ya sabe usted que yo no le gusto en absoluto. No sé por qué —el joven rió—. Mujeres mucho más viejas se prendan de mí fácilmente. Creen que nunca se me ha comprendido y que jamás se me ha dado una ocasión para demostrar lo que valgo.

—Un punto, de vista muy provechoso.

—Fue provechoso en otras ocasiones. Pero, como le he dicho, con la Lawson es perder el tiempo. Me figuro que odia al género masculino. Probablemente, acostumbraba a subir a las farolas ondeando una bandera feminista en los buenos tiempos de la anteguerra.

—Bueno —dijo Poirot moviendo negativamente la cabeza—. Cuando fallan los métodos más simples...

—Debemos pensar en el crimen —terminó Charles con jovialidad.

—Eso es —comentó Poirot—. Y ahora que hablamos de crimen dígame, joven, ¿es cierto que amenazó a su tía diciéndole que la eliminaría o algo por el estilo?

Charles tomó asiento en una silla, estiró las piernas y miró fijamente a mi amigo.