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—Oiga, tía Emily. Siento mucho tener que molestarla; pero estoy en un endiablado callejón sin salida. ¿Podría usted ayudarme? Cien libras bastarían.

La cara de Emily no era precisamente alentadora. Su expresión denotaba el disgusto que le causaba aquello.

No tenía empacho de decir lo que sentía. Y lo dijo.

Minnie Lawson, que andaba trajinando por el vestíbulo, casi tropezó con Charles, cuando éste salió del comedor. Lo miró con curiosidad y luego entró en la habitación, donde encontró a su ama, sentada y con la cara arrebolada.

Capítulo II

La familia

Charles subió con ligereza la escalera y llamó a la puerta de la habitación de su hermana. La invitación para que pasara adelante no se hizo esperar y el joven entró en el dormitorio.

Theresa estaba sentada en la cama, bostezando.

El muchacho tomó asiento a los pies de ella.

—Eres una chica muy decorativa, Theresa —observó con tono apreciativo.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella bruscamente.

Charles hizo un gesto vago.

—De mal humor, ¿eh? Bueno, te he ganado por la mano, chica. Quiero decir que di el golpe antes de que lo intentaras tú.

—Está bien, ¿y qué?

Su hermano extendió las manos con elocuente ademán.

—¡No hay nada que hacer! Tía Emily me despachó pronto y bien. Insinuó que no se había hecho ninguna ilusión sobre las causas por las cuales su amantísima familia se había reunido a su alrededor. Y también dejó entrever que sus queridísimos parientes se verían chasqueados. No sacaremos nada, a no ser buenas palabras... y no muchas.

—Debías haber esperado un poco —comentó Theresa con acidez.

Charles volvió a gesticular.

—Temía que tú o Tanios os adelantaseis. Estoy convencido, querida Theresa, de que esta vez no vamos a conseguir nada. La vieja Emily no es tonta.

—Nunca creí que lo fuera.

—Mas traté de intimidarla un poco.

—¿Qué quieres decir? —preguntó su hermana con interés.

—Le dije que estaba siguiendo el camino más seguro para que alguien la eliminara. Después de todo, no puede llevarse los billetes al cielo. ¿Por qué no reparte unos pocos?

—¡Eres un loco, Charles!

—No lo creas. Tengo algo de psicólogo. No es conveniente irle con lloros a la vieja. Prefiere que vayas derecho al grano. Al fin y al cabo le hablé con sentido común. Conseguiremos el dinero cuando se muera, ¿no es eso...?, pues entonces, podría repartir un poco por adelantado. De otra forma, la tentación de quitarla de en medio puede hacerse irresistible.

—¿Comprendió ella lo que querías decir? —pregunto Theresa mientras sus bien dibujados labios se plegaban desdeñosamente.

—No estoy seguro. No quiso admitir mi punto de vista. Se limitó, un tanto despreciativamente, a darme las gracias por mi aviso, indicándome que sabría cuidar de sí misma. «Bueno —le dije yo—. Ya la avisé.» «Lo tendré en cuenta», contestó.

—En realidad, Charles, eres un loco rematado —dijo Theresa con voz colérica.

—¡Maldita sea, Theresa! Estoy un poco apurado. La vieja se limitó simplemente a darle vueltas al asunto. Apuesto cualquier cosa a que no gasta ni la décima parte de sus rentas... y, de todas formas, ¿en qué iba a gastarlas? Y aquí nos tienes; jóvenes y capaces de gozar de la vida, lo cual no impide que tía Emily sea capaz de vivir cien años. Yo necesito divertirme ahora... y tú también.

Theresa asintió, mientras comentaba en voz baja:

—No pueden comprender... Los viejos no... no pueden... no saben lo que es vivir.

Ambos hermanos guardaron silencio durante unos minutos.

Charles se levantó.

—Bueno, querida. Te deseo más suerte que la que he tenido yo. Aunque dudo que la tengas.

—Cuento con Rex para que me ayude. Si consigo que tía Emily se dé cuenta de lo mucho que vale y de lo importantísimo que es el proporcionarle una ocasión para que evite convertirse en un rutinario médico rural... ¡Oh, Charles! Unos pocos miles, justamente ahora, significarían tanto para nuestras vidas...

—Espero que lo consigas; pero no creo que tengas éxito. Has dilapidado un considerable capital en poco tiempo, gracias a la vida tan divertida que has llevado. Oye, Theresa, ¿crees que Bella o su marido lograrán algo?

—No creo que el dinero le proporcionase nada bueno a Bella. Parece siempre un saco de andrajos y sus gustos son puramente domésticos.

—Está bien —dijo Charles—. Pero supongo que necesitará algunas cosas para sus antipáticos hijos. Colegios, lecciones de música, etc. Y parte de ello, no es Bella... es Tanios. Apuesto a que mete la nariz en el dinero. ¡Fíate de un griego! ¿Sabías que gastó casi todo el dinero de Bella? Especuló con él y lo perdió.

—¿Supones que conseguirá algo de la vieja?

—No, si puedo evitarlo —replicó el joven.

Salió de la habitación y descendió la escalera. Bob estaba en el vestíbulo y se dirigió alegremente hacia Charles. El muchacho se hacía simpático a los perros.

El terrier corrió hacia la puerta del salón, se volvió y miró al recién llegado.

—¿Qué quieres? —dijo Charles.

Bob movió la cola y miró fijamente los cajones del escritorio mientras profería un gruñido de súplica.

—¿Quieres algo de ahí dentro?

Charles abrió el cajón superior y levantó expresivamente las cejas.

—¡Vaya, vaya! —exclamó.

En un rincón se veía un pequeño montón de billetes. Los cogió y contó por encima su total. Haciendo un leve gesto sacó tres billetes de una libra y dos de diez chelines, guardándoselos en el bolsillo. Luego dejó cuidadosamente el resto donde lo había encontrado.

—Ésta ha sido una buena idea, Bob —dijo—. Tu tío Charles ya tiene con qué cubrir los gastos. Un poco de dinero nunca viene mal.

Bob lanzó un ladrido cuando Charles cerró el cajón.

—Lo siento, chico —se excusó, abriendo el siguiente.

La pelota del perro estaba allí y la sacó.

—Aquí la tienes. Juega tú solo con ella.

Bob cogió su juguete, corrió fuera del salón y poco después se oyó el ruido de la pelota al rebotar en los peldaños de la escalera.

Charles salió del jardín. Hacía una agradable y soleada mañana, percibiéndose el ligero perfume de las lilas.

La señorita Arundell y el doctor Tanios estaban sentados, hablando. El médico disertaba sobre las ventajas de una buena educación para los niños, como la inglesa, y de lo que él lamentaba no poder disponer de este lujo para sus propios hijos.

Charles sonrió maliciosamente. Tomó animada parte en la conversación, procurando intentar desviarla hacia otros temas.

Emily le dirigió una cariñosa sonrisa, lo cual hizo pensar al joven que a ella le divertía su táctica y que sutilmente le estaba incitando a que la prosiguiera.

El ánimo de Charles tomó de nuevo aliento. Tal vez, después de todo, antes de irse...

Charles era un incurable optimista.

El doctor Donaldson llegó aquella tarde en su coche y se llevó a Theresa con objeto de dar un paseo hasta Worthen Abbey, uno de los lugares más pintorescos de la localidad. Una vez allí se adentraron en el bosque.

Rex Donaldson relató a su novia, con todo detalle, las teorías sobre las que estaba trabajando y algunos de sus recientes experimentos. Ella entendía muy poco de todo aquello; pero sabía escuchar con naturalidad.

«¡Qué inteligente es Rex... y qué adorable resulta!», pensaba.

Su novio se detuvo y dijo con aire de duda:

—Me temo que todo esto sea música celestial para ti, Theresa.

—Es muy interesante lo que dices, querido —replicó ella—. Sigue. Tomas sangre de unos cobayas infectados y...