Выбрать главу

—La masa de sus propiedades debía ser repartida por partes iguales entre los hijos de su hermano Thomas y la hija de Arabella Biggs, su hermana.

—¿Qué hizo de ese testamento?

—A ruegos de la señorita Arundell lo llevé conmigo cuando fui a visitar Littlegreen House el día veintiuno de abril.

—Le quedaría muy reconocido, señor Purvis, si me facilitara una completa descripción de todo lo que ocurrió ese día.

El abogado reflexionó durante unos instantes. Después dijo, en tono preciso:

—Llegué a Littlegreen House a las tres de la tarde. Me acompañaba uno de mis pasantes. La señorita Arundell me recibió en el salón.

—¿Qué aspecto tenía la señorita Arundell?

—Parecía disfrutar de buena salud, a pesar de que para andar se apoyaba en un bastón. Ello era debido, según tengo entendido, a una caída que había sufrido hacía poco. Su salud, como ya le he dicho, parecía buena. Me chocó algo que estuviera como excitada y que sus ademanes fueran un tanto bruscos.

—¿Estaba la señorita Lawson con ella?

—Cuando llegamos, sí. Pero nos dejó solos en seguida.

—Y luego, ¿qué pasó?

—La señorita Arundell me preguntó si había hecho lo que me había pedido y si había traído conmigo el testamento listo ya para que ella lo firmara. Le dije que sí. Yo... ejem... —titubeó un momento y, después continuó con rigidez—. Debo aclarar que, en la medida que podía hacerlo, expuse mis objeciones a la señorita Arundell. Le indiqué que dicho testamento sería considerado como una gran ingratitud e injusticia para su familia, la cual, al fin y al cabo, llevaba su propia sangre.

—¿Y qué contestó ella?

—Me preguntó si el dinero era o no suyo para poder hacer con él lo que quisiera. Le repliqué que, en realidad, así era. «Entonces, está bien», dijo. Le recordé que hacía muy poco tiempo que conocía a la señorita Lawson y le pregunté si estaba segura, por completo, de que la injusticia que estaba haciendo a su familia tenía justificación. Su respuesta fue: «Estimado amigo, sé perfectamente lo que estoy haciendo.»

—¿Dijo usted que parecía algo excitada?

—Concretamente, puedo decirle que sí lo estaba; pero compréndame, señor Poirot, gozaba de todas sus facultades. Disfrutaba, en toda la extensión de la palabra, de la suficiente competencia para ocuparse de sus asuntos. Aunque mis simpatías están por completo de parte de la familia de la señorita Arundell, estoy obligado a mantener lo que he dicho ante cualquier tribunal.

—En eso estamos completamente de acuerdo. Prosiga, se lo ruego.

—La señorita Arundell leyó de arriba abajo el testamento primitivo. Luego extendió la mano y cogió el que me había ordenado redactar. Confieso que hubiera preferido presentar primero un borrador; pero ella insistió en que llevara el documento dispuesto ya para la firma. Eso no ofrecía ninguna dificultad, pues las disposiciones eran muy sencillas. Lo leyó enteramente; asintió con la cabeza y dijo que deseaba firmarlo en seguida. Creí que mi deber era formular una última protesta. Me escuchó con mucha paciencia, pero me dijo que ya tenía hecho el ánimo. Llamé a mi pasante y entre él y el jardinero testimoniaron la firma del documento. Las sirvientas, como es natural, no podían servir para ello a causa de que eran beneficiarias del testamento.

—¿Y después le confió a usted el documento para que lo guardara?

—No; lo puso en un cajón de su escritorio y lo cerró con llave.

—¿Qué hizo con el testamento anterior? ¿Lo destruyó?

—No; lo encerró junto con el otro.

—¿Dónde encontraron dicho testamento después de fallecer la señorita Arundell?

—En el mismo cajón. Como albacea, yo tenía las llaves e hice una investigación entre los papeles y documentos.

—¿Estaban ambos testamentos en el cajón?

—Sí, exactamente como ella los dejó.

—¿Le formuló usted a la señorita Arundell alguna pregunta sobre determinación tan sorprendente?

—Sí, pero no obtuve respuesta satisfactoria. Se limitó a asegurarme que «sabía lo que estaba haciendo».

—No obstante, ¿se sorprendió usted de tal proceder?.

—Mucho. La señorita Arundell había demostrado siempre tener un gran respeto a los vínculos familiares.

Poirot calló durante un minuto y luego preguntó:

—Supongo que no sostendría usted ninguna conversación acerca de este asunto con la señorita Lawson.

—Claro que no. Tal manera de obrar hubiera sido improcedente en alto grado.

El señor Purvis parecía escandalizado ante tal suposición.

—¿Dio a entender la señorita Arundell que su señora de compañía sabía algo acerca del testamento que otorgó a su favor?

—Al contrario. Le pregunté si la señorita Lawson sospechaba algo de ello y se apresuró a contestar que no podía sospechar nada. Era aconsejable, según opiné, que la señorita Lawson no supiera nada de lo que había ocurrido. Me esforcé en indicárselo y la señorita Arundell parecía ser de mi opinión.

—¿Por qué insistió usted sobre este punto, señor Purvis?

El abogado lo miró con dignidad.

—Tales cosas, según mi modo de ver, no deben divulgarse. Pueden, muy bien, conducir a futuros disgustos.

—¡Ah! —Poirot lanzó un profundo suspiro—. Por lo que ha dicho antes deduzco que, probablemente, la señorita Arundell hubiera cambiado de pensamiento más adelante.

El abogado afirmó.

—Eso es. Supuse que había tenido un violento altercado con su familia. Con seguridad, cuando recapacitase se arrepentiría de una acción tan irreflexiva.

—En cuyo caso... ¿qué habría hecho?

—Me hubiera dado orden de preparar otro testamento.

—¿Podría adoptar el simple procedimiento de destruir el último que había hecho y, en tal caso, el anterior hubiera sido válido?

—Ese es un punto discutible. Todos los testamentos anteriores, como comprenderá, habían sido expresamente revocados por el testador.

—Pero la señorita Arundell no tenía los suficientes conocimientos legales para apreciar ese punto. Pudo figurarse que rompiendo el último testamento seguía teniendo validez el primero.

—Es muy posible.

—De hecho, si hubiera muerto «ab intestato», el dinero habría sido heredado por los componentes de la familia, ¿no es cierto?

—Sí. La mitad para la señora Tanios y la otra dividida entre Charles y Theresa Arundell. Sin embargo, subsiste el hecho de que no cambió el pensamiento. Murió sin modificar su decisión.

—Pues ahí es donde voy a parar —dijo Hércules Poirot.

El abogado lo miró inquisitivamente.

Mi amigo se inclinó hacia delante.

—Supongamos —dijo— que la señorita Arundell, en su lecho de muerte, deseara destruir el último testamento. Supongamos que creyó haberlo roto... pero que, en realidad, había destruido el primitivo.

El señor Purvis hizo un ademán negativo.

—No; ambos testamentos estaban intactos.

—Entonces, supongamos que rompió un documento falso, con la certeza de que destruía el verdadero. Estaba muy enferma, recuérdelo. Pudo ser muy fácil engañarla.

—Tendrá usted que demostrar eso con pruebas.

—Oh, sin duda... sin duda.

—¿Puedo preguntar... si hay alguna razón para creer que sucedió una cosa así?

Poirot se recostó un poco en la silla.

—-No me gustaría decir por ahora...

—Claro, claro —asintió el señor Purvis, poniéndose de acuerdo con mi amigo mediante el uso de esta palabra que parecía serle familiar.

—Pero debo confesar, en estricta confianza, que hay algunas circunstancias muy curiosas en este caso.

—¿De veras? ¿Puede usted decírmelas?

El señor Purvis juntó las manos con una especie de anticipada satisfacción.

—Lo que necesitaba de usted y lo que he conseguido —continuó Poirot— es su opinión sobre si la señorita Arundell, tarde o temprano, hubiera cambiado de parecer, compadeciéndose de su familia.

—Eso es sólo mi punto de vista personal, desde luego —indicó el abogado.