—Mi apreciado señor, lo comprendo perfectamente. Supongo que no representará usted a la señorita Lawson.
—Le aconsejé que consultara a otro abogado —dijo el señor Purvis.
Al decir esto, la voz del señor Purvis era ruda.
Poirot le estrechó la mano y le dio las gracias por su amabilidad y por la información que nos había proporcionado.
Capítulo XX
Segunda visita a Littlegreen House
En el trayecto de Harchester a Market Basing, unas diez millas, discutimos la situación.
—¿Tiene usted algún fundamento, Poirot, para la cuestión que formuló?
—¿Se refiere usted a que la señorita Arundell pudo haber creído que había roto el último testamento? No, mon ami... francamente no. Pero tengo la obligación, como se habrá dado cuenta, de hacer cierta clase de sugestiones. El señor Purvis es un hombre muy astuto. Tan pronto como saqué a relucir un indicio de lo que me ocupa, se preguntó qué es lo que tengo que ver en este asunto.
—¿Sabe qué me recuerda usted, Poirot?
—No, mon ami.
—A un malabarista jugando con varias pelotas de diferentes colores. Están todas en el aire al mismo tiempo.
—Las pelotas de diferentes colores son las distintas mentiras que digo... ¿no es cierto?
—Algo por el estilo.
—Y se imagina usted que algún día sobrevendrá el gran estropicio.
—No puede usted continuar así eternamente —advertí.
—Es verdad. Llegará el gran momento en que recogeré las pelotas, una a una; haré mi reverencia y saldré del escenario.
—Seguido por los atronadores aplausos del público.
Poirot me miró con suspicacia.
—Sí, pudiera muy bien ocurrir eso.
—No nos ha enterado de mucho el señor Purvis —observé, eludiendo el punto peligroso de la conversación.
—No. Sólo nos ha confirmado la declaración de la señorita Lawson, sobre su ignorancia acerca del testamento antes de que su señora falleciera.
—No creo que ello confirme nada de eso.
—Purvis aconsejó a la señorita Arundell que no le dijera nada y ella le replicó que no tenía intención de hacer tal cosa.
—Sí; todo eso es muy bonito y claro. Pero hay ojos de cerraduras y llaves que abren cajones cerrados.
—¿Cree usted realmente que la señorita Lawson estuvo escuchando detrás de la puerta y que luego se dedicó a hurgar y registrar los cajones? —pregunté un poco sorprendido.
Poirot sonrió.
—La señorita Lawson... no es de las que han tenido muy buena escuela, mon cher. Sabemos que escuchó una conversación que se suponía no sería escuchada por ella... me refiero a la que sostuvo Charles con su tía, en la que trató de la posible eliminación de la anciana por los parientes pobres.
Admití la verdad de esto.
—Así, pues, como usted comprenderá, pudo oír fácilmente la conversación que tuvo lugar entre el señor Purvis y la señorita Arundell. Él tiene una voz muy sonora. Y respecto al fisgoneo y registro de cajones —prosiguió Poirot—, lo hace mucha más gente de la que usted supone. Los tímidos y fácilmente asustadizos, como la señorita Lawson, adquieren a menudo ciertos hábitos no muy honrosos, en los cuales encuentran una gran diversión y pasatiempo.
—¡En realidad, Poirot...! —protesté.
Asintió con la cabeza varias veces.
—Pues sí. Es así, es así.
Llegamos a «The George» y tomamos un par de habitaciones. Después nos dirigimos a Littlegreen House.
Cuando hicimos sonar el timbre, Bob contestó inmediatamente a la llamada. Atravesó el vestíbulo, ladrando con furia, y se abalanzó contra la puerta de entrada.
—¡Os voy a comer el hígado! —refunfuñó—. ¡Os voy a hacer pedazos! ¡Os desafío a que intentéis entrar en esta casa! ¡Esperad a que os pueda hincar el diente!
Un murmullo imperativo vino a unirse al alboroto.
—Aquí, Bob. Ven aquí y sé buen chico. ¡Ven aquí!
Bob, cogido por el collar, fue arrastrado hasta el saloncito, muy contra su voluntad.
—Siempre estropeándole el juego a uno —gruñó—. Era la primera ocasión que tenía de dar un buen susto desde hace tiempo. ¡Con las ganas que tengo de hincar el diente en una pernera de pantalón! Ten cuidado, pues no voy a estar yo presente para defenderte.
La puerta del saloncito se cerró tras él, a pesar de sus protestas, y Ellen, después de descorrer los cerrojos y quitar barras, abrió la puerta de la calle.
—¡Oh, es usted, señor! —exclamó.
Abrió del todo la puerta. Una expresión de agradable sorpresa, se extendió por su cara.
—Pase, señor, por favor.
Entramos en el vestíbulo. Por debajo de la puerta situada a nuestra izquierda salían fuertes resoplidos mezclados con sordos gruñidos. Bob se estaba esforzando en identificarnos».
—Puede dejarle salir —sugerí.
—Desde luego, señor. En realidad no hace nada; pero mete tanto ruido y se abalanza de tal forma sobre la gente, que asusta a todos. Es un magnífico perro guardián.
Abrió la puerta del saloncito y Bob salió disparado, de repente, como una bala de cañón.
—¿Quiénes son? ¿Dónde están ésos? Ah, aquí estáis. Vaya, dejadme que recuerde...
Un olfateo... otro y otro. Finalmente un resoplido.
—¡Desde luego! ¡Ya nos conocemos!
—¡Hola, chico! —dije—. ¿Cómo va eso?
Bob meneó la cabeza con negligencia.
—Muy bien. Gracias. Déjame ver... —reanudó sus investigaciones—. ¿De modo que has estado hablando últimamente con un perro de aguas? Creo que son unos perros muy tontos. ¿Qué es esto? ¿Un gato? Muy interesante. Desearía que estuviera aquí, íbamos a divertirnos. ¡Hum...! No está mal este bull-terrier.
Después de haber diagnosticado, sin equivocarse, varias visitas que recientemente había hecho yo a varios amigos que tenían perros, Bob dedicó su atención a Poirot. Pero inhaló una vaharada de olor a bencina y se alejó con aspecto de reproche.
—Bob —llamé.
Me lanzó una mirada por encima del hombro.
—Está bien. Ya sé lo que hago. Vuelvo dentro de un minuto.
—Tenemos toda la casa cerrada. Espero que perdonará..
Ellen entró en el saloncito y empezó a quitar las fundas de los muebles.
—Excelente; aquí estaremos bien —dijo Poirot siguiéndola y sentándose.
Como me lo figuré, Bob volvió de alguna misteriosa región llevando la pelota en la boca. Trepó por la escalera y se tendió en el último peldaño, con la pelota entre las patas, entretanto movía la cola lentamente.
—Vamos —dijo—. Vamos. Juguemos un poco.
Mi interés por el asunto que nos llevaba allí se eclipsó de momento, y me entretuve con el perro durante algunos minutos. Pero al poco rato, con una impresión de culpabilidad, me precipité en el saloncito.
Poirot y Ellen parecían enfrascados en una conversación acerca de enfermedades y medicinas.
—Algunas píldoras blancas; eso era todo lo que solía tomar. Dos o tres después de cada comida. Así se lo ordenó el doctor Grainger. Sí, le probaban mucho. Eran unas pildoritas muy chiquitinas. También tomaba un producto en el que la señorita Lawson confiaba mucho. Eran cápsulas; «Cápsulas Hepáticas del doctor Loughbarrow» Puede usted ver los anuncios de ellas en cualquier farmacia.
—¿Así es que también tomaba cápsulas?
—Sí, la señorita Lawson se las proporcionó para que las probara, y creyó que la aliviaban.
—¿Lo sabía el doctor Grainger?
—Sí; pero no le dio ninguna importancia. «Tómelas si cree que le sientan bien», dijo a la señora. Y ella contestó: «Bueno, usted puede reírse, pero me alivian mucho. Mucho más que cualquiera de los potingues que receta usted». El doctor Grainger rió y dijo que la fe es la mejor de las drogas que se han inventado.