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—¿Quizá quería saber cómo los exterminaba usted?

—Eso es.

—Supongo que usará este producto para ello.

Poirot dio la vuelta al bote y leyó la etiqueta.

—Eso mismo —dijo Angus—. Es muy útil.

—¿Es peligroso?

—No lo es si se emplea con cuidado. Es arsénico, desde luego. El señorito Charles y yo nos reímos un día con una broma acerca de esto. Dijo que cuando se casara, si no le gustaba su mujer, vendría aquí a que le diera un poco de este polvo para deshacerse de ella. «Puede ser —le dije— que sea ella la que quiera deshacerse de usted.» Esto le hizo reír grandemente. Poirot levantó la tapadera del bote.

Reímos todos la ocurrencia. Poirot levantó la tapadera del bote.

—Está casi vacío —murmuró.

El viejo miró a su vez.

—Pues queda menos del que yo creía. No tenía idea de que hubiera gastado tanto. Tendré que comprar algunos gramos más.

—Sí —dijo sonriendo Poirot—. Me temo que no habrá suficiente para que me preste un poco para mi mujer.

Reímos el nuevo chiste.

—Usted no está casado, ¿verdad, señor?

—No.

—¡Ah! Los solteros son los únicos que se permiten gastar bromas acerca de este asunto. ¡No saben lo que es bueno!

—Me figuro que su esposa... —Poirot se detuvo con delicadeza.

—Vive todavía... sí, señor. Está muy viva.

Angus parecía un poco deprimido por ello.

Le felicitamos por el bien cuidado jardín y nos despedimos.

Capítulo XXI

El farmacéutico, la enfermera y el médico

El bote de insecticida habla abierto un nuevo rumbo a mis pensamientos. Era la primera de las circunstancias definitivamente sospechosas con que me encontraba. El interés de Charles por ello; la evidente sorpresa del viejo jardinero cuando se dio cuenta de que el bote estaba medio vacío... todo parecía apuntar en la dirección debida.

Poirot estaba muy callado y reservón, como solía hacer cuando yo me excitaba.

—Aunque hayan sustraído un poco de insecticida, no tenemos todavía pruebas de que fue Charles quien lo cogió, Hastings.

—¡Pero habló de ello demasiado con el jardinero!

—No fue una conducta muy prudente si pensaba quitarle un poco de arsénico. ¡Imprudente!

Luego prosiguió:

—¿Cuál es el primero y más sencillo de los venenos que le vendría al pensamiento si le rogaran que nombrase uno, de repente?

—Arsénico, supongo.

—Sí. Ahora comprenderá el motivo de la marcada pausa que hizo Charles antes de la palabra estricnina, cuando habló con nosotros esta tarde.

—¿Quiere usted decir que...?

—Que iba a decir «arsénico en la sopa» y se detuvo.

—¡Ah! —exclamé—. ¿Y qué es lo que le hizo detenerse?

—Exactamente. ¿Por qué? Puedo decir, Hastings, que para encontrar respuesta a ese «por qué» salí al jardín buscando una probable pista acerca del insecticida.

—¿Y la encontró?

—Sí; la encontré.

Moví negativamente la cabeza.

—Empieza a ponerse feo el asunto para el joven Charles. Ha tenido usted una larga conversación con Ellen acerca de la enfermedad de su anciana señora. ¿Recordaban sus síntomas los del envenenamiento por arsénico?

Poirot se restregó la nariz.

—Eso es difícil de asegurar. Tuvo dolores intestinales... náuseas.

—Desde luego... eso es.

—¡Hum...! No estoy tan seguro.

—¿Qué veneno podría ser, pues?

Eh bien, amigo mío. Pues todo parece indicar que no se trató de un veneno, sino de una dolencia del hígado que le causó la muerte.

—¡Oh, Poirot! —exclamé—. ¡No puede haber sido una muerte natural! ¡Tiene que haber sido un asesinato!

—Vaya, vaya; parece que hemos cambiado de postura.

Entró de improviso en una farmacia. Después de una larga discusión acerca de los disturbios internos que sufría, compró una cajita de píldoras para la digestión. Luego, cuando tuvo envuelta la compra y estaba a punto de salir a la calle, llamó su atención un atractivo paquete de «Cápsulas Hepáticas del doctor Loughbarrow».

—Sí, señor. Un preparado muy bueno —dijo el farmacéutico, un hombre de mediana edad con gran predisposición al chismorreo—. Si lo prueba, se dará cuenta de su bondad.

—Según creo recordar, las tomaba la señorita Arundell. La señorita Emily Arundell.

—Sí, señor. La señorita Arundell, de Littlegreen House. Una señora muy fina, chapada a la antigua. Solía venderle algo.

—¿Tomaba muchas medicinas?

—En realidad, no, señor. No tantas como otras señoras ancianas que podría nombrarle. La señorita Lawson, por ejemplo; su señora de compañía, la que se ha quedado con todo el dinero.

Poirot asintió.

—Le gustaba todo. Pastillas, píldoras, tabletas para la dispepsia, jarabes digestivos, preparados para la sangre... Lo pasaba bien entre tantos frascos y cajitas —sonrió con aire comprensivo—. Ojalá hubiera muchos como ella. La gente no toma ahora tantas medicinas como antes. Pero en cambio vendo más cantidad de cosméticos.

—¿Tomaba la señorita Arundell esas píldoras con regularidad?

—Sí, las tomó durante tres meses antes de morir, según creo recordar.

—Un pariente de ella, un tal doctor Tanios, vino a que le prepararan una receta, ¿verdad?

—Sí, desde luego. El caballero griego que se casó con la sobrina de la señorita Arundell. Sí, era una receta muy interesante. Nunca había visto ninguna semejante.

El hombre habló de ella como de un raro trofeo.

—Causa impresión, señor, el encontrarse con algo nuevo. Recuerdo que era una combinación muy interesante de drogas. Desde luego, el caballero es médico. Muy agradable y de carácter muy simpático.

—¿Compró aquí algo su esposa?

—¿Ella? No recuerdo. ¡Ah, sí! Vino a comprar un soporífero; creo que fue cloral. La receta era de doble dosis. Siempre tenemos dificultades con las drogas hipnóticas. Como usted sabe, muchos médicos no recetan grandes cantidades de una sola vez.

—¿De quién era la receta?

—De su esposo, creo. Como es natural, todo estaba en regla; pero ya sabe usted que debemos tener mucho cuidado. Quizás usted no esté enterado; pero si su médico comete un error al extender una receta que nosotros confeccionamos con toda buena fe y luego algo sale mal, somos nosotros quienes cargamos con la culpa... no el doctor.

—¡Eso me parece muy injusto!

—Es para preocupar a cualquiera, lo admito. Pero yo no me puedo quejar. No he tropezado con ninguna dificultad... toco madera.

Golpeó secamente el mostrador con los nudillos.

Poirot decidió comprar un paquete de «Cápsulas Hepáticas del doctor Loughbarrow».

—Muchas gracias, señor. ¿De qué tamaño... de 25, 50 o 100?

—Supongo que las más grandes resultarán más económicas... pero... no obstante...

—Quédese con la de 50, señor. Es el tamaño que usaba la señorita Arundell. Son ocho chelines y seis peniques.

Poirot asintió pagó lo que le pedían y cogió el paquete.

Después salimos de la farmacia.

—Resulta, pues, que la señora Tanios compró un soporífero —exclamé cuando estuvimos en la calle—. Una dosis excesiva podría matar a cualquiera, ¿verdad?

—Con la más grande de las facilidades.

—¿Cree usted que la señorita Arundell...?

Estaba recordando las palabras de la señorita Lawson: «Me atrevería a decir que ella mataría a cualquiera si él se lo ordena.»

Poirot movió la cabeza con aire de duda.

—El cloral es narcótico e hipnótico. Se usa para aliviar el dolor y como soporífero. Puede convertirse también en un hábito para quien lo tome.

—¿Supone usted entonces que la señora Tanios adquirió esa costumbre?