—¿Quiere usted decir que la señorita Arundell compró dos docenas de alfileteros?
—Sí, los guardó y se olvidó de ellos... Ahora, desde luego, los alfileres están todos herrumbrosos... una lástima. Acostumbraba a darlos a las criadas como regalos de Pascuas.
—Tenía muy mala memoria, ¿verdad?
—Sí. Especialmente cuando guardaba las cosas. Como un perro cuando esconde un hueso, ¿sabe? Así es como solíamos calificarlo entre nosotras. «Ahora no vaya a hacer como el perro con el hueso», le decía yo muchas veces.
La mujer rió, y luego, sacando un pañuelo del bolsillo, empezó a lloriquear.
—¡Ay, pobre de mí! —dijo con voz lacrimosa—. ¡Me parece tan terrible el reír aquí!
—Es usted muy sensible —dijo Poirot—. Se impresiona demasiado por las cosas.
—Eso es lo que mi madre me decía siempre, señor Poirot. «Tomas demasiado en serio las cosas, Mina», me advertía. Es un gran inconveniente el ser sensitiva, señor Poirot. Especialmente cuando una tiene que ganarse la vida.
—¡Ah, sí!, desde luego. Pero eso pertenece al pasado. Ahora es usted su propia señora. Puede divertirse, viajar, no tiene preocupaciones ni ansiedades.
—Supongo que así será —dijo la mujer, algo dudosa.
—Así es, de seguro. Y ahora, hablando de la mala memoria de la señorita Arundell, me doy cuenta de por qué tardó tanto en llegar a mi poder la carta que me escribió.
A continuación explicó las circunstancias que concurrieron en el hallazgo de la carta. Una mancha encarnada se extendió por las mejillas de la mujer.
—¡Ellen debía habérmelo dicho! —exclamó—. ¡Fue una gran impertinencia enviarle la carta sin decir una palabra a nadie! Debió haber consultado conmigo primero. ¡Una gran impertinencia! Eso es. No sabía nada sobre ello. ¡Vergonzoso!
—Estoy seguro de que lo hizo de buena fe.
—Bien, pero creo que era una cosa privativa mía. ¡Muy privativa! Los sirvientes hacen a veces cosas muy raras. Ellen debió acordarse de que ahora soy la dueña de la casa.
Enderezó rígidamente el cuerpo como para darse importancia.
—Ellen quería mucho a su ama, ¿no es eso? —preguntó Poirot.
—Sí, así es. Pero eso no implica nada. ¡Me lo tenía que haber dicho!
—Lo importante es... que yo recibí la carta —observó mi amigo.
—Convengo en que no conduce a nada discutir las cosas que ya han sucedido, pero así y todo, creo que debo advertir a Ellen de que antes de hacer nada ha de decírmelo.
Se detuvo con las mejillas coloreadas todavía.
Poirot calló un instante y luego preguntó:
—¿Quería usted verme? ¿En qué puedo servirla?
El enfado de la señorita Lawson se esfumó con la misma rapidez con que le sobrevino. Estaba otra vez tan turbada e incoherente como antes.
—Bien, en realidad... ¿sabe?, me preguntaba... Bueno, si he de decirle la verdad, señor Poirot, llegué ayer y, como es natural, Ellen me dijo que había estado usted aquí... y me extrañé que... en fin, de que no me hubiera advertido de que iba a venir... Me pareció algo extraño... y no logré comprender...
—No pudo imaginar qué es lo que yo estaba haciendo aquí —Poirot terminó la frase por ella.
—Yo... bueno... no; eso es exactamente. No lo llegué a suponer.
Miró a mi amigo, sonrojada, pero con ojos inquisitivos.
—Debo hacerle una pequeña confesión —dijo Poirot—. He permitido que permaneciera usted en un error. Supuso que la carta que me escribió la señorita Arundell se refería a la cuestión de la insignificante cantidad sustraída por el señor Charles Arundell según todas las apariencias.
La señorita Lawson asintió.
—Pues, como verá, no era éste el caso... En realidad, me enteré de dicha sustracción cuando me lo dijo usted... La señorita Arundell me escribió acerca del accidente.
—¿Del accidente?
—Sí; sufrió una caída por la escalera, según tengo entendido.
—¡Oh!, desde luego... es verdad... —replicó la mujer, más aturdida cada vez.
Miró vagamente a Poirot y prosiguió:
—Pero... lo siento... sé que es estúpido por mi parte... pero, ¿por qué le escribió a usted? Creo que... en realidad usted lo ha dicho... que es un detective. ¿No es médico también? ¿O quizá un curandero?
—No; no soy médico... ni curandero. Pero al igual que los médicos, muchas veces me ocupo de las llamadas muertes por accidente.
—¿Muerte por accidente?
—Eso he dicho. Es verdad que la señorita Arundell no murió entonces... pero pudo haber muerto.
—¡Ay. pobre de mi! Sí, el médico lo dijo. Pero no entiendo...
La señorita Lawson seguía con su aturdimiento.
—La causa del accidente se supuso que fue la pelota del pequeño Bob, ¿no es cierto?
—Sí, sí; eso fue. Fue la pelota de Bob.
—Pues, no. No fue la pelota de Bob.
—Pero, perdone, señor Poirot. La vi yo misma, cuando acudimos todos.
—La vería usted. Pero no fue la causa del accidente. Porque dicha causa, señorita Lawson, fue un cordel pintado de negro, tendido a un pie de altura sobre el primer peldaño de la escalera.
—Pero... un perro no puede...
—Exactamente —replicó Poirot con rapidez—. Un perro no puede hacerlo... no tiene suficiente inteligencia... o, si quiere usted, no es lo suficientemente malvado... Fue un ser humano quien puso allí el cordel.
La cara de la señorita Lawson estaba mortalmente pálida. Levantó una trémula mano hacia su rostro.
—¡Oh, señor Poirot...! No lo puedo creer... no querrá usted decir... Pero eso es horrible... realmente horrible. ¿Quiere usted decir que todo lo referido estuvo hecho a propósito?
—Pero eso es espantoso. Es casi como... como matar a una persona. —¡Una persona hubiera muerto de haber salido bien la cosa! En otras palabras, hubiera sido un crimen.
La señorita Lawson lanzó un pequeño grito. Poirot prosiguió con el mismo tono de gravedad.
—Pusieron un clavo en el rodapié para poder atar el cordel. El clavo estaba barnizado para que no se distinguiera. Dígame, ¿recuerda usted haber percibido alguna vez el olor de barniz sin saber de dónde provenía?
La mujer volvió a lanzar un grito.
—¡Oh, qué extraordinario! ¿Quién iba a pensar eso? Porque nunca creí... nunca supuse... pero entonces, ¿cómo podía yo...? Y sin embargo, ya me pareció extraño.
Poirot se inclinó hacia delante.
—Entonces, ¿puede usted ayudarnos, mademoiselle? Una vez más puede usted ayudarnos. C'est épatant!
—¡Pensar que fue eso! Bueno, todo encaja bien.
—Dígame, se lo ruego. ¿Percibió usted olor a barniz?
—Sí, desde luego. No sabía qué era. Creía... pobre de mí... ¿es pintura? No, se parece más a lo que usamos para el piano. Entonces creía que debían ser fantasías mías.
—¿Cuando fue eso?
—Déjeme recordar... ¿Cuándo fue?
—¿Fue durante el fin de semana de Pascua, cuando estaba la casa llena de huéspedes?
—Sí, fue por entonces... pero estoy tratando de recordar qué día ocurrió... Vamos a ver; no fue el domingo. Ni tampoco el martes... esa noche vino a cenar el doctor Donaldson. Y el miércoles se habían ido todos. No, desde luego, fue el lunes. Estaba en la cama sin poder dormir... algo preocupada. Siempre he creído que el lunes de Pascua es un día lleno de preocupaciones. Los filetes de ternera habían alcanzado justamente para la cena y temía que la señorita Arundell se molestara al saberlo. Fui yo quien compró la carne el sábado anterior y, en realidad, debí haberme quedado con siete libras; pero pensé que con cinco bastaría. La señorita Arundell se enfadaba siempre si llegaba a faltar algo... era tan hospitalaria...