La señorita Lawson se detuvo para tomar aliento y luego siguió:
—Así es que no podía dormir, preguntándome si me diría algo al día siguiente y, con unas cosas y otras, estuve largo rato dando vueltas a la cama. Y luego, cuando estaba a punto de dormirme, algo me desveló del todo... una especie de golpe seco... me senté en la cama y olfateé. Siempre he tenido mucho miedo al fuego... algunas veces me figuro que huelo a quemado en dos o tres ocasiones durante la noche... sería terrible quedar bloqueada por el fuego... Percibía un olor especial y aspiré fuertemente el aire, pero no era olor a humo ni cosa parecida. Y me dije que era pintura; aunque es raro oler una cosa así en mitad de la noche. El olor era muy fuerte y permanecí sentada en la cama olfateando y... entonces la vi en el espejo...
—¿La vio? ¿A quién vio?
—El espejo, como usted habrá visto, es muy grande. Yo dejaba la puerta un poco entreabierta para oír a la señorita Arundell si me llamaba y para poderla ver si bajaba la escalera. En el pasillo se dejaba siempre encendida una pequeña bombilla. De esta forma vi cómo ella estaba arrodillada en la escalera... me refiero a Theresa. Estaba arrodillada en el tercer peldaño, con la cabeza inclinada sobre algo y yo pensé: «¡Qué raro! ¿Estará enferma?» Pero se levantó y se fue; así es que supuse que había resbalado o algo así. Después ya no me acordé más de ello.
—El golpe que la despertó pudo ser el que produjo el martillo sobre el clavo cuando lo pusieron —murmuró, abstraído.
—Sí, supongo que sería eso. Pero, ioh, señor Poirot! ¡Qué horroroso... qué terriblemente horroroso! Siempre creí que Theresa era, quizá, un poco insensata... pero hacer una cosa así...
—¿Está usted segura de que era Theresa?
—¡Ay, pobre de mí! ¡Pobre de mí!
—¿No pudo ser la señora Tanios o alguna de las sirvientas, por ejemplo?
—¡Oh, no! Era Theresa.
La mujer movió apesadumbrada la cabeza, mientras murmuraba:
—¡Ah, pobre de mí! ¡Pobre de mí!
Poirot la estaba mirando de una forma que juzgué difícil de interpretar.
—Permítame hacer un experimento —dijo de pronto—. Subamos a su habitación y procuremos reconstruir la escena.
—¿Reconstruir? ¡Oh!, en realidad... no sé... quiero decir que no comprendo...
—Se lo demostraré —dijo Poirot, cortando estas dudas con ademán autoritario.
Algo sonrojada, la señorita Lawson nos precedió...
—Espero que la habitación esté en orden... hay tanto quehacer... con unas cosas y otras... —se detuvo en sus incoherencias.
El dormitorio estaba, por cierto, abarrotado de diversas cosas, producto sin duda del revuelo que había organizado la señorita Lawson en los armarios. Con su habitual incongruencia, la mujer indicó la posición que ocupó aquella noche y Poirot pudo darse cuenta de que una porción de la escalera se reflejaba en el alargado espejo del armario.
—Y ahora, mademoiselle —sugirió—, si fuera usted tan amable de salir y reproducir las acciones que vio.
La señorita Lawson, murmurando todavía «pobre de mí», salió a hacer su papel. Poirot hizo el de observador.
La función terminó; mi amigo salió al descansillo de la escalera y preguntó qué bombilla era la que se dejaba encendida por las noches.
—Ésa... ésa de allí. La que está enfrente a la habitación de la señorita Arundell.
Poirot se puso sobre la punta de los pies, desenroscó la bombilla y la examinó.
—Una lámpara de cuarenta watios. No es de mucha potencia.
Volvió hacia la escalera.
—Usted me perdonará, mademoiselle, pero con la luz tan tenue y la forma en que se proyecta la sombra, difícilmente pudo identificar a la persona que estaba en la escalera. ¿Está usted segura de que era la señorita Theresa Arundell y no una figura indeterminada de mujer, envuelta en una bata?
La señorita Lawson se indignó.
—¡No, señor Poirot! ¡Estoy perfectamente segura! Según creo, conozco muy bien a Theresa. Era ella. Su bata oscura y el broche con sus iniciales... lo vi con claridad.
—Así no hay duda. ¿Vio usted las iniciales?
—Sí, «T. A.». Conozco el broche. Theresa lo lleva a menudo. Sí. Juraría que era Theresa... ¡y lo juraré si es necesario! Tal es mi seguridad.
Había tal firmeza y decisión en estas palabras, que se apreciaba la diferencia entre su tono y el de las que profería habitualmente.
Poirot la miró. Otra vez había algo en su mirada. Era lejana y pensativa... Tenía también una sospechosa apariencia de determinación.
—¿Juraría usted eso? —preguntó.
—Sí... si es necesario. Pero supongo que... ¿será necesario?
De nuevo mi amigo la miró con detenimiento.
—Eso dependerá del resultado de la exhumación.
—¿Ex... exhumación?
Poirot adelantó una mano protectora, pues la señorita Lawson en su excitación, estuvo a punto de caer por la escalera.
—Es muy posible que se haga.
—¡Oh!, pero con seguridad... ¡qué desagradable! Quiero decir que estoy segura de que la familia se opondrá totalmente... por completo.
—Es probable que se oponga.
—¡Estoy convencida de que no querrán oír hablar de una cosa así!
—¡Ah! Pero si hay una orden del Ministerio de Gobernación... precisamente...
—Pero, señor Poirot... ¿por qué? Me refiero a qué no es como si... como si...
—Como si... ¿qué?
—Como si hubiera sucedido algo... irregular.
—¿Cree usted que no?
—No, desde luego que no. ¡No pudo haberlo! Me refiero al médico, la enfermera y todo lo demás...
—No se excite —dijo Poirot calmosamente y con acento conciliador.
—¡Oh!, pero yo no puedo hacer nada. ¡Pobre señorita Arundell! No es igual que si Theresa hubiera estado aquí cuando murió.
—No, se marchó el lunes, antes de que su señora se pusiese enferma, ¿verdad?
—Muy temprano. Por lo tanto, usted comprenderá que ella no tiene nada que ver con esto.
—Esperemos que no —contestó Poirot.
—¡Dios mío! —la señorita Lawson juntó las manos—. ¡Nunca oí cosa tan horrible como ésta! En verdad, que no sé dónde tengo la cabeza.
Poirot miró su reloj.
—Debemos irnos. Volveremos a Londres. Y usted, mademoiselle, ¿va a quedar aquí mucho tiempo?
—No... no... Lo cierto es que no tengo hecho ningún plan. Me marcharé hoy mismo... sólo vine para pasar la noche y... arreglar un poco las cosas.
—Comprendo. Adiós, mademoiselle, y perdone el trastorno que le he causado.
—¡Oh, señor Poirot! ¡Trastorno! ¡Me siento enferma! ¡Dios mío... Dios mío! ¡Qué mundo tan corrompido! Qué espantosamente corrompido.
Poirot cortó sus lamentaciones.
—Completamente de acuerdo. ¿Sigue usted dispuesta a jurar que vio a Theresa arrodillada en la escalera, la noche del lunes de Pascua?
—¡Oh. sí! Puedo jurarlo.
—¿Y puede jurar también que vio un halo luminoso alrededor de la cabeza de la señorita Arundell durante la séance?
La mujer abrió la boca.
—¡Oh, señor Poirot! No... no bromee con esas cosas.
—No estoy bromeando. Hablo en serio.
La señorita Lawson replicó con dignidad:
—No era exactamente un halo. Más bien parecía el principio de una manifestación. Una cinta de materia luminosa. Creo que empezaba a formarse una cara.
—Muy interesante. Au revoir, mademoiselle; y, por favor, no diga nada a nadie.
—¡Oh!, desde luego... ya. Nunca pensé en ello...
Lo último que vi de la señorita Lawson fue su cara ovejuna mirándonos desde el umbral de la puerta.
Capítulo XXIII
Nos visita el doctor Tanios