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Donaldson prosiguió.

Poco después Theresa mirándolo dijo:

—Tu trabajo representa mucho para ti, ¿verdad?

—Naturalmente —contestó él.

Esto no le parecía muy natural a Theresa. Pocos de sus amigos trabajaban y cuando lo hacían se quejaban amargamente de ello.

Como hizo ya en varias ocasiones, pensó en lo impropio que resultaba el haberse enamorado de Rex Donaldson. ¿Por qué tenían que ocurrirle a una estas cosas, estas divertidas y extrañas locuras? Era una pregunta sin respuesta. Le había ocurrido y eso era todo.

Frunció el ceño, extrañándose de sí misma. Los componentes de su pandilla eran alegres y cínicos. Las aventuras amorosas eran necesarias en la vida, desde luego. Pero, ¿por qué tomarlas en serio? Se podía amar y dejarlo correr luego.

Sin embargo, sus sentimientos por Rex Donaldson eran diferentes; eran demasiado profundos. Comprendió instintivamente que esto no podía dejarlo correr. Tenía necesidad de él; simple y hondamente. Todo lo de Rex le fascinaba. Su calma y reserva, tan diferente de su propia vida, estéril y egoísta. La clara y lógica frialdad de su cerebro científico y, algo más, imperfectamente comprendido... Una fuerza secreta, enmascarada en el muchacho por sus maneras modestas y ligeramente pedantes; pero que ella no obstante percibía de un modo puramente instintivo, pero con absoluta claridad.

En Rex Donaldson había genio y el hecho de que su profesión fuera la más grande preocupación de su vida y de que la joven fuera sólo una parte, aunque necesaria, de su existencia, hacía que aumentara la atracción que ejercía sobre Theresa. La muchacha se dio cuenta, por primera vez en su vida egoísta y placentera, de que estaba contenta de ocupar el segundo puesto. Este descubrimiento le encantó. ¡Por Rex haría cualquier cosa... cualquier cosa!

—¡Qué complicación más molesta es el dinero! —exclamó impetuosamente—. Sólo con que tía Emily hubiera muerto ya, nos hubiéramos casado en seguida y tú podrías haberte trasladado a Londres para montar un laboratorio con muchos tubos de ensayo y conejillos de India. No te hubieras molestado más haciendo visitas a niños con paperas y a viejas enfermas del hígado.

—Pues no hay ninguna razón que impida a tu tía vivir todavía muchos años... si se cuida un poco —replicó Donaldson.

Theresa contestó desoladamente:

—Ya sé que...

Entretanto, en el gran dormitorio de dos camas y viejo mobiliario de roble, el doctor Tanios decía convencido a su esposa:

—Creo que he preparado bastante bien el terreno. Ahora te toca a ti, querida.

Estaba vertiendo agua con un antiguo jarro de porcelana en la palangana de porcelana china.

Bella, sentada frente al tocador, se maravillaba de que, a pesar de haberse peinado como Theresa, no tuviera su mismo aspecto.

Pasó un momento antes de que contestara.

—No creo que deba pedir dinero a tía Emily —dijo al fin.

—No es sólo por ti, Bella. Es por los niños. Ya sabes que las cosas no nos han ido bien.

Estaba vuelto de espaldas y no pudo ver la rápida mirada que ella le dirigió. Una mirada furtiva, encogida.

Con suave obstinación Bella continuó:

—Es igual. Creo que no... Tía Emily no es nada fácil de convencer. Puede ser generosa, pero no le gusta que le pidan nada.

Tanios se acercó a su esposa mientras se secaba las manos.

—Realmente, Bella, parece mentira que seas tan obstinada. Después de todo, ¿para qué hemos venido aquí?

—Yo no... —murmuró ella—. Nunca supuse que... fuera para pedir dinero.

—Sin embargo, estás de acuerdo conmigo en que la única esperanza, si queremos educar adecuadamente a los niños, es que tu tía nos ayude.

Bella no contestó. Se movió, intranquila.

Su cara mostraba la dulce y terca mirada que muchos y buenos maridos de mujeres estúpidas han conocido a su costa.

—Tal vez tía Emily sugiera... —dijo Bella.

—Es posible. Pero, por ahora no veo señales de tal cosa.

—Si hubiéramos traído con nosotros a los niños... —comentó la mujer—. Tía Emily no hubiera dejado de ayudar a Mary, con lo cariñosa que es. Y Edward es tan inteligente... y tan zalamero...

—No creo que a tu tía le gusten mucho los niños —replicó Tanios con sequedad—. Probablemente, lo más acertado ha sido no traerlos.

—Oh, Jacob; pero...

—Sí, sí, querida. Ya conozco tus sentimientos. Pero estas viejas solteronas inglesas... ¡Bah! No tienen nada de humano. Necesitamos actuar de la mejor forma posible, por Mary y por Edward, ¿no es eso? No creo que le resultase muy duro a la señorita Arundell ayudarnos un poco.

—Oh, por favor. Por favor, Jacob; ahora no. Estoy segura de que no sería oportuno. No quiero; ya te lo dije.

Tanios se detuvo a su lado y le pasó el brazo sobre los hombros. La mujer se estremeció y luego quedó quieta, casi rígida junto a su marido.

La voz del médico era amable cuando habló.

—De todas formas, Bella, creo... que harás lo que he dicho... Siempre lo has hecho, ya sabes... Al fin y al cabo... Sí; creo que harás lo que te he dicho...

Capítulo III

El accidente

Era el martes por la tarde. La puerta lateral que daba al jardín estaba abierta y la señorita Arundell, desde el umbral, lanzaba la pelota a Bob a lo largo del sendero. El terrier corría detrás de ella.

—Una carrera más, Bob —dijo Emily—. Pero buena...

La pelota rodó otra vez por el jardín, con Bob trotando a toda velocidad en su persecución.

La señorita Arundell se inclinó, recogió la pelota, que el perro había dejado a sus pies, y entró en la casa llevando a Bob pegado a los talones. Cerró la puerta y penetró en el salón, seguida todavía del perro. Abrió el cajón del escritorio y dejó en él la pelota.

En el reloj de la repisa de la chimenea eran las seis y media.

—No vendrá mal un poco de descanso antes de la cena, Bob.

Subió la escalera y se dirigió a su habitación. El perro la acompañó. Reposando en el gran canapé forrado de cretona floreada y con Bob a sus pies, la señorita Arundell suspiró.

Se alegraba de que fuera martes y de que al día siguiente se marcharan los invitados. No era que este fin de semana le hubiera descubierto ninguna cosa que ella no supiera antes. Pero lo había aprovechado para no olvidar lo que ya sabía.

—Supongo que me voy volviendo vieja... —pensó.

Y luego, con un pequeño estremecimiento de sorpresa:

—Soy una vieja...

Reposó con los ojos cerrados por espacio de media hora hasta que Ellen, la doncella más antigua de la casa, trajo agua caliente. Se levantó e hizo sus preparativos para la cena.

El doctor Donaldson tenía que cenar con ellos esa noche. Emily Arundell deseaba tener una oportunidad para estudiar al joven de cerca. Todavía le parecía un poco increíble que la exótica Theresa quisiera casarse con aquel tieso y pedante muchacho. Asimismo, se le antojaba extraño que él, siendo como era, deseara casarse con Theresa.

Notó, a medida que avanzaba la velada, que no conseguiría conocer mejor a Donaldson. Era muy cortés, muy formal y, según pensó Emily, intensamente obstinado. En su interior reconoció que el juicio de la señorita Peabody era acertado. El pensamiento cruzó rápido por su cerebro. «Había cosas mejores en nuestra juventud.»

Donaldson no tardó mucho en marcharse. A las diez se levantó para despedirse. Emily Arundell anunció poco después que se iba a la cama. Subió a su habitación y los demás no tardaron en imitar su ejemplo. Aquella noche parecían todos cansados. La señorita Lawson se quedó abajo para llevar a cabo las últimas tareas del día. Abrió la puerta para que Bob diera su acostumbrado paseo nocturno; esparció el fuego de la chimenea; puso delante de ella el biombo protector y apartó la alfombra por si saltaba alguna chispa.