—Comprendo —dijo Poirot.
Profirió esta palabra de tal manera que Tanios le dirigió otra rápida mirada.
—Por esto, si ella viene a verlo, le estaría muy agradecido que me avisara en seguida.
—Claro que sí. Le telefonearé. ¿Está todavía en Durham Hotel?
—Sí. Ahora vuelvo allí.
—¿No estará su esposa?
—Salió después del desayuno.
—¿Sin decirle adonde iba?
—Sin decir una palabra. Es algo raro en ella.
—¿Y los niños?
—Se los llevó con ella.
—Comprendo.
Tanios se levantó.
—Muchísimas gracias, señor Poirot. Creo inútil decirle que si ella le cuenta cualquier historia de intimidaciones y persecuciones, no le preste atención. Desgraciadamente, es consecuencia de su enfermedad.
—Algo penoso, en efecto —dijo Poirot con simpatía.
—Desde luego. Aunque uno sepa, hablando en términos científicos, que todo ello es debido a una dolencia mental, no puede evitarse el sentirse lastimado cuando una persona muy allegada se vuelve contra quienes amaba y todo su cariño se convierte en un odio implacable.
—Cuente usted con mi más profunda simpatía —ofreció Poirot, estrechando la mano del médico—. A propósito... —la voz de mi amigo hizo que Tanios se detuviera cuando llegaba a la puerta.
—Diga.
—¿Recetó alguna vez cloral a su esposa?
Tanios se estremeció.
—Yo... no... Alguna vez puede que lo haya recetado. Pero últimamente, no. Parece haber tomado aversión a las drogas soporíferas, cualesquiera que sean.
—¡Ahí Supongo que ello será debido a que no se fía de usted.
—¡Señor Poirot!
Tanios dio varios pasos adelante con ademán colérico.
—Eso puede ser parte de su enfermedad —dijo mi amigo suavemente.
—Sí, sí, desde luego.
El médico se detuvo.
—Posiblemente sospechará de cualquier cosa que le dé usted para comer o beber. Temerá constantemente que la envenene.
—¡Dios mío! Señor Poirot, está usted en lo cierto. Entonces, ¿conoce usted algo de estos casos?
—En mi profesión tropieza uno de vez en cuando con ellos, naturalmente. Pero permítame que no le entretenga. Puede ser que encuentre a su esposa esperándole en el hotel.
—Espero que así sea. Estoy terriblemente intranquilo.
Salió con precipitación.
Poirot se dirigió rápidamente al teléfono. Repasó las páginas de la guía y pidió un número.
—Oiga... ¿Es el Durham Hotel? ¿Puede decirme si está la señora Tanios? ¿Qué? TANIOS. Sí, eso es. ¿Sí? ¡Ah!, ya comprendo.
Dejó el auricular en la horquilla.
—La señora Tanios abandonó el hotel esta mañana temprano —me dijo—. Volvió a las once y esperó en un taxi a que le bajaran el equipaje. Luego se marchó.
—¿Sabe el doctor Tanios que se llevó el equipaje?
—Creo que todavía no.
—¿Dónde ha ido?
—No se sabe.
—¿Cree usted que volverá aquí?
—Posiblemente. No se lo puedo asegurar.
—Quizás escriba.
—Quizá.
—¿Qué hacemos?
Poirot movió la cabeza. Parecía preocupado y angustiado.
—Nada, de momento. Tomaremos una comida ligera y luego visitaremos a Theresa Arundell.
—¿Cree usted que era ella la que estaba en la escalera?
—No se lo puedo decir. De una cosa estoy seguro... de que la señorita Lawson no pudo verle la cara. Vio una figura alta vestida con una bata oscura; pero nada más.
—¿Y el broche?
—Mi querido amigo; un broche no forma parte de la anatomía de una persona. Esa persona puede desprenderse de él. Puede perderlo... prestarlo... y hasta se lo pueden quitar.
—En otras palabras; no quiere usted creer que Theresa Arundell es culpable.
—Quiero oír lo que ella tiene que decir sobre el asunto
—¿Y si vuelve la señora Tamos?
—Ya arreglaré eso.
George nos sirvió una tortilla.
—Oye, George —dijo Poirot—. Si vuelve esa señora, le rogarás que espere. Si el doctor Tanios viene mientras ella esté aquí, no le dejes entrar. Si pregunta por su mujer, le dirás que no la has visto. ¿Comprendes?
—Perfectamente, señor.
Poirot atacó la tortilla.
—El asunto se complica —dijo—. Debemos ir con cuidado. Pues de otra forma... el asesino volverá a actuar.
—Si lo hace lo cogerá usted.
—Es muy posible; pero prefiero la vida del inocente a la convicción del culpable. Debemos ser muy cuidadosos.
Capítulo XXIV
La negativa de Theresa
Encontramos a Theresa Arundell dispuesta para salir a la calle. Tenía un aspecto extraordinariamente atractivo. Un sombrerito de modelo novísimo descendía de forma picaresca sobre uno de sus ojos. Recordé, con momentánea diversión, que Bella llevaba una imitación barata de aquel sombrero, cuando la vimos el día anterior; y según dijo George, lo tenía puesto en el cogote, en vez de inclinarlo sobre el ojo derecho. Me acordé también de cómo lo había ido empujando cada vez más hacia atrás sobre el desaliñado cabello. Poirot dijo cortésmente:
—¿Puede concederme un minuto o dos, mademoiselle; o le retrasará demasiado?
Theresa rió.
—No hay cuidado. Siempre llego tarde a todas partes, con tres cuartos de hora de retraso. Puedo muy bien alargarlo hasta una hora.
Nos condujo hasta el salón. Con gran sorpresa por mi parte, el doctor Donaldson se levantó de un sillón situado al lado de la ventana.
—Ya conoces al señor Poirot, ¿verdad, Rex?
—Nos conocimos en Market Basing —dijo Donaldson con tirantez.
—Tengo entendido que pretendía escribir la vida del borracho de mi abuelo —dijo Theresa. Después, en tono cariñoso, añadió: —Rex, ángel mío, ¿quieres dejarnos un momento?
—Gracias; Theresa. Pero creo que, bajo todos los aspectos, es preferible que esté yo presente en esta entrevista.
Hubo un breve desafío de miradas. Las de Theresa dominantes. Las de Donaldson impenetrables. Pareció pasar por ella un destello de rabia.
—¡Está bien! ¡Siéntate! ¡Maldito seas!
El doctor Donaldson seguía imperturbable.
Se sentó otra vez en el sillón que antes dejara y puso sobre el brazo del mismo el libro que había estado leyendo. Según pude darme cuenta, se trataba de una obra sobre la glándula pituitaria.
Theresa tomó asiento en su banqueta favorita y miró a Poirot con impaciencia.
—Bueno, ¿vio a Purvis? ¿Qué pasó?
Mi amigo contestó reservado:
—Existen posibilidades..., mademoiselle.
La muchacha lo miró con aire pensativo. Luego dirigió una lánguida mirada al médico. Fue, según creo, un aviso dirigido a Poirot.
—Pero estimo que será mejor —continuó éste— que presente mi informe más tarde, cuando mis planes estén más adelantados.
La cara de Theresa se distendió en una ligera sonrisa.
Poirot prosiguió:
—He llegado hoy de Market Basing y, mientras estuve allí hablé con la señorita Lawson. Dígame, mademoiselle, ¿en la noche del trece de abril, es decir, el lunes de Pascua, estuvo usted arrodillada en a escalera después que todos se fueron a dormir?
—¡Pero apreciado señor Poirot! ¡Qué pregunta tan extraordinaria! ¿Por qué motivo tenía que estar arrodillada allí?
—Lo que me interesa saber, mademoiselle, no es si tenía que estar allí, sino si estuvo.
—Pues no sé decírselo. Me parecería muy inverosímil.
—La razón de esta pregunta, mademoiselle, se basa en que la señorita Lawson dice que estuvo usted arrodillada en tal lugar.