Theresa encogió sus bien formados hombros.
—¿Importa eso algo?
—Importa mucho.
Ella lo miró fijamente, sin perder su aspecto amable y Poirot hizo lo mismo.
—¡Majareta! —dijo Theresa.
—Pardon!
—¡Majareta perdido! —añadió la chica—. ¿No crees, Rex?
—Perdóneme, señor Poirot, ¿cuál es el motivo de esa pregunta?
Mi amigo extendió las manos.
—¡Es de lo más sencillo! Alguien colocó un clavo en una posición determinada, en lo alto de la escalera. Dicho clavo fue recubierto con barniz oscuro para que no resaltara sobre el rodapié.
—¿Es un nuevo método de brujería? —preguntó Theresa.
—No, mademoiselle, es mucho más casero y simple que eso. A la noche siguiente, el martes, alguien ató un cordel desde el clavo a la barandilla, con el resultado de que cuando la señorita Arundell salió de su habitación, se enganchó un pie y cayó de cabeza por la escalera.
Theresa aspiró profundamente el aire.
—¡Fue la pelota de Bob!
—Pardon, no lo fue.
Hubo una pausa, la rompió Donaldson, quien con su voz sosegada y precisa, dijo:
—Perdóneme, ¿qué pruebas tiene usted en que basar esa afirmación?
Poirot contestó con calma:
—La prueba del clavo; la prueba de las palabras escritas por la propia señorita Arundell y, finalmente, la prueba de los ojos de la señorita Lawson.
—Ella asegura que lo hice yo, ¿no es cierto? —preguntó la muchacha.
Mi amigo no contestó a la pregunta, pero inclinó un poco la cabeza.
—Pues bien, ¡eso es mentira! ¡No tengo nada que ver con ello!
—¿Estaba usted arrodillada en la escalera por otra razón diferente?
—Yo no estuve jamás arrodillada en la escalera.
—Tenga cuidado, mademoiselle.
—¡No estuve allí! Nunca salí de la habitación después de haberme ido a dormir; ninguna de las noches que pasé en Littlegreen House.
—La señorita Lawson la reconoció.
—Probablemente se trataría de Bella Tanios o de cualquiera de las criadas.
—Asegura que fue usted.
—¡Es una condenada mentirosa!
—Reconoció su bata y un broche que llevaba.
—Un broche... ¿qué broche?
—Un broche con sus iniciales.
—¡Ah, ya sé cuál! ¡Qué minuciosa es mintiendo!
—¿Niega, pues, que fue usted a quien ella vio?
—Si mi palabra está contra la de ella...
—Es usted más mentirosa todavía que la señorita Lawson... ¿no es cierto?
Theresa contestó despacio:
—Lo que acaba usted de decir es cierto. Pero en este caso digo la verdad. No estaba preparando una ratonera, ni rezando mis oraciones, ni recogiendo dinero, ni haciendo nada en la escalera.
—¿Tiene usted ese broche que he mencionado?
—Claro. ¿Lo quiere ver?
—Por favor, mademoiselle.
Theresa se levantó y salió de la habitación.
Hubo un embarazoso silencio.
El doctor Donaldson miró a Poirot, según imaginé, como pudiera haber contemplado detenidamente, una pieza anatómica.
La muchacha volvió.
—Aquí lo tiene.
Casi arrojó el adorno a Poirot. Era un broche grande y ostentoso de cromo o acero inoxidable con una T y una A enmarcadas en un círculo. Tuve que admitir que era bastante grande y visible para que pudiera verse fácilmente en el espejo de la señorita Lawson.
—Ya no lo uso. Estoy cansada de él —dijo Theresa—. Londres está lleno. Cualquier criada algo presumida tiene uno.
—Pero cuando lo compró usted era un objeto caro, ¿no es verdad?
—Sí. Cuando empezó a usarse era una moda cara, exclusiva para algunos.
—¿Y cuándo fue eso?
—Por las últimas Navidades. Creo que fue entonces. Sí; poco más o menos por esa fecha.
—¿Lo prestó alguna vez a alguien?
—No.
—¿Lo llevaba consigo cuando estuvo en Littlegreen House?
—Supongo que sí. Sí, lo llevaba. Lo recuerdo perfectamente.
—¿Lo dejó usted en algún sitio? ¿Lo abandonó en alguna ocasión mientras estuvo allí?
—No. Lo llevaba en un salto de cama verde; lo recuerdo. Y usé el mismo salto de cama cada día.
—¿Y por la noche?
—Quedaba prendido también en dicha prenda...
—¿Y ésta?
—¡Diablos! El salto de cama lo dejé sobre una silla.
—¿Está usted segura de que nadie le quitó el broche y lo devolvió a la mañana siguiente?
—Diré eso ante el tribunal... si cree que es la mejor mentira que se puede decir. ¡En realidad, estoy completamente segura de que no sucedió nada de eso! Es una bonita idea para creer que alguien me jugó esa mala pasada; pero no puede ser verdad.
Poirot frunció el ceño. Luego se levantó, se prendió cuidadosamente el broche sobre la solapa de la americana y se acercó a un espejo que había en el otro extremo de la habitación. Se detuvo delante de él, y después retrocedió con lentitud para conseguir un efecto de distancia.
Entonces lanzó un gruñido.
—¡Qué imbécil soy! ¡Desde luego!
Volvió hacia nosotros y tendió el broche a Theresa haciendo una reverencia.
—Tiene usted razón, mademoiselle. ¡El broche no se apartó de usted! He sido lamentablemente obtuso.
—Me gusta la modestia —opinó la muchacha, jugando distraídamente con el broche—. ¿Algo más? Debo irme ahora mismo.
—Nada que no pueda discutirse más tarde.
Theresa se dirigió hacia la puerta. Poirot prosiguió con voz sosegada:
—Está la cuestión de la exhumación; es verdad que...
La chica se detuvo en seco y el broche cayó de su mano al suelo.
—¿Qué dice?
Poirot añadió con claridad:
—Es posible que el cadáver de la señorita Emily Arundell deba ser exhumado.
Theresa quedó quieta, con los puños apretados. Con voz baja e irritada dijo:
—¿Eso es lo que desea? No podrá hacerlo sin consentimiento de la familia.
—Está usted equivocada, mademoiselle. Podré hacerlo con una orden del Ministerio de Gobernación.
—¡Dios mío! —dijo Theresa.
Luego se volvió y empezó a pasear rápidamente.
—En realidad, no veo que haya ninguna necesidad de que te preocupes, Theresa. Se puede decir que la idea no es agradable ni para un extraño, pero...
Ella le interrumpió:
—¡No seas tonto, Rex!
Poirot preguntó:
—¿Le preocupa la idea, mademoiselle?
—Desde luego. No está bien. ¡Pobre Emily! ¿Por qué diablos debe ser exhumada?
—Supongo —dijo Donaldson— que hay algunas dudas acerca de las causas de su muerte.
Miró inquisitivamente a Poirot y prosiguió:
—Confieso que estoy sorprendido. Creo que está claro que la señorita Arundell murió por causas naturales, a resultas de una antigua enfermedad.
—Me dijiste algo acerca de un conejo y de las dolencias del hígado en cierta ocasión —comentó Theresa—. No lo recuerdo bien; pero creo que inyectando a un conejo sangre de una persona que padezca de atrofia del hígado y luego inyectando la sangre de ese conejo en otro y, por fin, la sangre de éste en otra persona, esta última contrae también la misma enfermedad. Fue algo parecido a eso.
—Era solamente una demostración de lo que son los sueros terapéuticos —dijo pacientemente Donaldson.
—Lástima que haya tantos conejos en el cuento —comentó Theresa riendo—. Ninguno de nosotros se dedica en absoluto a criarlos.
Se volvió hacia Poirot y con voz alterada, preguntó:
—¿Es verdad eso, señor Poirot
—Desde luego, pero... hay medios de evitar una contingencia así mademoiselle.
—¡Entonces evítela!
Su voz descendió hasta convertirse casi en un murmullo. Con tono apremiante continuó:
—¡Evítela, al precio que sea!
—¿Ésas son sus instrucciones? —-preguntó con voz llena de formalidad.