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—Su jovial optimismo me divierte siempre, Hastings.

—¡Dios mío, Poirot! No estará usted pensando que aparecerá descuartizada y dentro de un baúl.

—Encuentro la actitud del doctor Tanios algo excesiva... pero nada más —contestó Poirot lentamente—. La primera cosa que debemos hacer es entrevistarnos con la señorita Lawson.

—¿Va usted a demostrarle el pequeño error en que incurrió respecto al broche?

—Desde luego que no. Guardaré el hecho en mi manga hasta que llegue el momento adecuado.

—Entonces, ¿qué le va a decir?

—Eso, mon ami, ya lo oirá usted a su debido tiempo.

—¿Más mentiras, supongo?

—A veces resulta un poco agresivo, Hastings. Todos van a creer que me divierto contando mentiras.

—Creo que hay algo de eso. Mejor dicho, estoy seguro de ello.

—Realmente, en ocasiones me felicito por mi ingeniosidad —confesó Poirot candorosamente.

No pude evitar una explosión de risa y mi amigo me miró con aire de reproche. Luego salimos y nos dirigimos a las Clanroyden Mansions.

Entramos en el mismo salón atestado de chismes y la señorita Lawson se presentó con gran bullicio y ademanes mucho más incoherentes que de costumbre.

—¡Ah, mi querido señor Poirot! Buenos días. Hay tanto que hacer... está esto algo desarreglado. Todo se halla manga por hombro esta mañana. Desde que llegó Bella...

—¿Qué dice? ¿Bella?

—Sí; Bella Tanios. Vino hace media hora... y los niños... completamente exhaustos, ¡pobres criaturas! En realidad, no sé qué hacer. Sepa usted que abandonó a su marido.

—¿Lo ha abandonado?

—Eso ha dicho. Desde luego, no tengo ninguna duda de que le sobra razón, ¡pobre chica!

—¿Le ha hecho alguna confidencia?

—Pues tanto como eso, no. No ha querido decir nada. Sólo repite que lo ha abandonado y que nada le inducirá a volver con él.

—Ese es un paso muy serio.

—¡En efecto! Si ese hombre hubiera sido inglés, la hubiera aconsejado... pero no lo es. Y la pobre parece tan... buena, tan espantada... ¿Qué es lo que le habrá hecho ese individuo? Creo que los turcos son terriblemente crueles.

—El doctor Tanios es griego.

—Sí; desde luego, ése es el otro aspecto de la cuestión... quiero decir que los griegos fueron las víctimas de los turcos, ¿o serían los armenios? Pero es lo mismo; no me gusta pensar en eso. No creo que ella deba volver con su marido, ¿no le parece, señor Poirot? De todas formas, Bella dice que no quiere... no desea que él sepa dónde está.

—¿Tan grave es el asunto?

—Sí... ya comprenderá... los niños. La pobre tiene miedo de que se los lleve a Esmirna. ¡Pobrecita! Se encuentra realmente en un terrible apuro. Comprenda... no tiene dinero... ni un penique. No sabe dónde ir ni qué hacer. Quiere ganarse la vida, pero ya sabe usted, señor Poirot, que eso no es tan fácil como parece. Ya lo sé. Sería diferente si tuviera práctica de algún oficio.

—¿Cuándo dejó a su marido?

—Ayer. Pasó la noche en un hotel modesto, cerca de Paddington. Vino a buscarme porque no sabía a quién dirigirse, ¡pobre mujer!

—¿Y va usted a ayudarla? Eso dice mucho en su favor.

—Bueno... comprenda, señor Poirot; yo creo que ése es mi deber. Aunque todo ello va a resultar difícil. Éste es un piso muy pequeño y no hay sitio, y luego, con unas cosas y otras...

—¿Podía enviarla a Littlegreen House?

—Supongo que sí... pero su marido puede pensar en eso. Por el momento he tomado unas habitaciones para ella en el Wellington Hotel, de Queen's Road. Se inscribió con el nombre de señora Peters.

—Comprendo —asintió Poirot.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Me gustaría ver a la señora Tanios. Ayer estuvo en mi casa, pero yo no me encontraba allí.

—¡Oh! ¿Eso hizo? No me lo dijo. La avisaré, ¿no le parece?

—Si fuera usted tan amable...

La señorita Lawson salió precipitadamente de la habitación. Al momento oímos su voz.

—Bella... Bella... querida, ¿quiere salir a hablar con el señor Poirot?

No pudimos oír la contestación de la señora Tanios, pero al cabo de un rato apareció en el salón.

Quedé verdaderamente sorprendido al ver su aspecto. Tenía unos círculos oscuros alrededor de los ojos y las mejillas carecían por completo de color. Pero lo que más me llamó la atención fue su indudable aspecto aterrorizado. Se sobresaltaba por el menor ruido y parecía estar escuchando constantemente.

Poirot la saludó empleando sus modales más corteses. Se adelantó, le estrechó la mano, le acercó una silla y le proporciono un almohadón. Trató a la descolorida mujer como si fuera una reina.

—Y ahora, madame, charlaremos un poco. Ayer fue usted a verme, ¿verdad?

Ella asintió.

—Siento mucho no haber estado entonces en casa.

—Sí, sí; me hubiera gustado encontrarle a usted.

—¿Quería decirme algo?

—Sí, yo... quiero decir, a...

Eh bien; aquí estoy, a su servicio.

La señora Tanios no respondió. Estaba sentada, completamente inmóvil, dándole vueltas al anillo que llevaba en un dedo.

—¿Bien, madame?

Lentamente, casi con desgana, la mujer movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—. No me atrevo.

—¿No se atreve usted, madame?

—No. Si... si él lo supiera... él... oh, ¡podría ocurrirme algo!

—Vamos, vamos, madame... eso es absurdo.

__¡Oh, no es absurdo...! No lo es. Usted no le conoce.

—¿Se refiere usted a su marido, madame?

—Sí, desde luego.

Hubo un instante de silencio que rompió mi amigo.

—Su marido vino a verme ayer, madame.

Una rápida expresión de alarma se extendió por la cara de la mujer...

—¡Oh, no! No le diría usted... desde luego, no lo hizo. No podía usted hacerlo. No sabía dónde estaba yo. ¿Le dijo... le dijo que yo estaba loca?

Poirot contestó con cautela.

—Dijo que estaba usted bajo una... profunda depresión nerviosa.

Ella negó con la cabeza, indecisa.

—No, le dijo que estaba loca... ¡o que me estaba volviendo loca! Quiere encerrarme para que no pueda hablar con nadie.

—¿Hablar con nadie... para qué?

Volvió a mover la cabeza con aire de duda. Estrujándose los dedos, murmuró:

—Tengo miedo...

—Pero, madame; una vez que me lo diga... ¡estará usted segura! ¡El secreto ya no será tal! Este hecho la protegerá automáticamente.

La mujer no replicó. Prosiguió dándole vueltas al anillo.

—Debe usted convencerse de ello —dijo Poirot con toda amabilidad.

La señora Tanios dio un respingo.

—¿Cómo quiere que lo sepa...? ¡Oh, Dios mío, es terrible! ¡Tiene unos modales tan convincentes...! ¡Y además, es médico! Todos le creerán a él y no a mí. Sé que lo harán. Nadie me creerá.

—¿No quiere usted facilitarme esa oportunidad?

Ella le dirigió una mirada preocupada.

—¡Y yo qué sé! Puede estar usted al lado de él.

—Yo no estoy al lado de nadie, madame. Estoy... siempre... al lado de la verdad.

—No lo sé —dijo la mujer desesperadamente—. ¡Oh, no lo sé!

Prosiguió, con palabras que crecían de volumen, que tropezaban con otras:

—Ha sido tan horrible... desde hace años. He visto cosas que han sucedido una y otra vez. Y no puedo decir ni hacer nada. Están los niños. Ha sido como una larga pesadilla. Y ahora esto... Pero no quiero volver con él. ¡No quiero que se lleve a los niños! Iré a cualquier sitio donde no pueda encontrarme. Minnie Lawson me ayudará. Ha sido tan buena... tan extremadamente buena. Nadie hubiera hecho lo que ella.

Se detuvo, lanzó una rápida mirada a Poirot y preguntó:

—¿Qué le dijo de mí? ¿Dijo que tenía alucinaciones?

—Dijo, madame, que usted había... cambiado respecto a él.

Ella asintió.

—Y dijo que yo tenía alucinaciones. Dijo eso, ¿verdad?