Выбрать главу

—¿Y qué se ha hecho del resumen del caso que le dio usted? ¿No le entregó un sobre con algo escrito? ¿Dónde está?

La cara de Poirot parecía desusadamente grave.

—También ha sido quemado. Pero no importa.

—¿No?

—No. Porque, como usted sabe..., todo está en la cabeza de Hércules Poirot.

Me cogió del brazo.

—Vamos, Hastings. Vámonos de aquí. Nuestras ocupaciones no tienen nada que ver con los muertos, sino con los vivos. Con éstos es con los que debo tratar.

Capítulo XXIX

Encuesta en Littlegreen House

Eran las once de la mañana siguiente. Siete personas estaban reunidas en Littlegreen House. Hércules Poirot, de pie junto a la chimenea. Charles y Theresa en el sofá; Charles, sentado en uno de los brazos del mueble, con la mano sobre la espalda de su hermana. El doctor Tanios ocupaba un gran sillón de orejas. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una banda negra en el brazo.

En una silla, cerca de una mesita redonda, estaba la dueña de la casa: la señorita Lawson. También tenía los ojos rojos y el cabello lo llevaba más revuelto que de costumbre. El doctor Donaldson estaba sentado frente a Poirot con la cara completamente inexpresiva.

Mi interés creció cuando hube mirado uno a uno los semblantes de los reunidos.

En el transcurso de mi asociación con Poirot había asistido a más de una escena como aquella. Una pequeña reunión de gente, aparentemente tranquila, llevando todos una careta de buena educación sobre sus rostros.

Y yo había visto a Poirot quitar la careta a una de aquellas personas y mostrar la faz que se ocultaba debajo... ¡La cara de un asesino!

Sí; no había duda. ¡Uno de ellos era un asesino! ¿Pero quién?

Poirot carraspeó un poco pomposamente, según tenía por costumbre y empezó a hablar.

—Nos hemos reunido aquí, señoras y caballeros, para investigar la muerte de Emily Arundell, ocurrida el día primero de mayo pasado. Existen cuatro posibilidades. Que muriera de causas naturales; que fuera a consecuencia de un accidente; que dispusiera de su vida... o, por último, que encontrara la muerte a manos de alguien, conocido o desconocido. No se llevó a efecto ninguna encuesta cuando ocurrió el fallecimiento, ya que se dio por sentado que murió por causas naturales y, a tal efecto, el doctor Grainger extendió un certificado de defunción. En los casos en que se suscita alguna sospecha después del entierro es costumbre exhumar el cadáver. Existen razones por las cuales no he creído oportuno utilizar ese medio. La principal de ellas es que a mi cliente no le hubiera gustado que lo hiciera.

—¿Su cliente? —preguntó.

Poirot se volvió hacia él.

—Mi cliente es la señorita Emily Arundell. Trabajo por su cuenta. Su más grande deseo era que no hubiera escándalo.

Pasaré por alto lo que Poirot dijo en los diez minutos siguientes, dado que repitió cosas que ya nos son conocidas. Habló de la carta que había recibido; la sacó del bolsillo y la leyó en voz alta. Siguió hablando de las gestiones que había hecho en Market Basing y del descubrimiento de los medios por los cuales se había preparado un accidente.

Luego hizo una pausa, se aclaró la garganta una vez más y dijo:

—Ahora voy a procurar situarles en la posición en que yo me coloqué para conseguir la verdad. Voy a mostrarles lo que yo creo que es una verdadera reconstrucción de los hechos en este caso.

«Para empezar, es necesario darse cuenta exactamente de lo que pasaba en la mente de la señorita Arundell. Esto, según creo, es muy fácil. Sufrió una caída que se supuso ocasionada por la pelota del perro; pero ella sabía mejor que nadie a qué era atribuible. Mientras estuvo en la cama, su activa y aguda inteligencia repasó la circunstancias que concurrieron en la caída y llegó a una conclusión definitiva respecto a ella. Alguien había intentado, deliberadamente, ocasionarle un daño..., tal vez matarla. De esta conclusión pasó a considerar quién pudiera ser esa persona. En la casa había entonces siete personas; cuatro huéspedes; su señora de compañía y las dos criadas. De estos siete personajes, sólo uno podía ser descartado por completo, ya que ninguna ventaja podía reportarle el atentar contra ella. No sospechaba seriamente de las criadas, pues ambas estaban a su servicio desde hacía muchos años y sabía que le eran fieles. Quedaban, pues, cuatro personas; tres de ellas miembros de su familia y la restante relacionada por matrimonio. Cada una de esas cuatro personas se beneficiaban por su muerte; tres de ellas directamente.

«Estaba, pues, en una situación difícil, dado que la señorita Arundell tenía un fuerte concepto de los vínculos familiares. Esencialmente, era de las que no les gustaba tender la ropa sucia a la vista de la gente, según dice el adagio. Por otra parte, no era de las que se someten fácilmente a una tentativa de asesinato. Tomó, pues, una decisión y me escribió. Pero, al mismo tiempo, dio otro paso. Y éste fue, según imagino, consecuencia de dos motivos. Uno, supongo, era un claro sentimiento de rencor hacia toda su familia. Sospechaba de todos ellos, sin preferencias, y determinó que, costara lo que costase, no iban a conseguir nada de ella. El segundo y más razonable motivo era el deseo de protegerse y, por lo tanto, tenía que arbitrar un medio para ello. Como ya saben ustedes escribió a su abogado, el señor Purvis, y le dio instrucciones para que redactara un testamento a favor de la única persona de la casa que no tenía nada que ver con el accidente.

«Ahora puedo decir que, vistos los términos de la carta que me escribió y lo que hizo después, estoy completamente seguro de que la señorita Arundell pasó de sospechar indefinidamente de cuatro personas, a sospechar concretamente de una de las cuatro. Todo el tono de la carta que me escribió da a entender su insistencia de que este asunto debía ser estrictamente privado, ya que el honor de la familia se hallaba comprometido en ello. Creo que, desde un punto de vista como el de la señorita Arundell, esto significaba que una persona de su propio nombre era sospechosa... preferentemente un hombre. Si hubiera sospechado de la señora Tanios se hubiera preocupado mucho de conseguir su propia seguridad personal, pero no le hubiera importado tanto el honor de la familia. Debió opinar lo mismo respecto a Theresa Arundell, pero no ocurrió lo propio con lo que pudiera afectar a Charles.

«Charles era un Arundell. ¡Llevaba el nombre de la familia! Sus razones para sospechar de él parecen claras. Por una parte, no se hacía ilusiones respecto a su sobrino. En una ocasión estuvo a punto de llenar de oprobio el nombre de la familia. Es decir; ella sabía que el muchacho no era un criminal en potencia, sino en realidad. Ya había falsificado su firma en un cheque... Después de la falsificación... un paso más y... el asesinato. Además, había sostenido con él una significativa conversación, dos días antes del accidente. Él le pidió dinero y ella se lo negó. Charles le hizo observar entonces muy claramente por cierto, que de aquella forma lo único que conseguiría era que la eliminaran. A esto le respondió que podía muy bien cuidarse de sí misma. Según nos han contado, su sobrino le replicó: "No esté tan segura." Y dos días después ocurría el accidente.

»No es extraño, pues, que mientras estuvo en la cama, recapacitara sobre lo ocurrido y llegara a la conclusión definitiva de que fue Charles quien alentó contra su vida. La secuencia de los hechos está perfectamente clara. La conversación con Charles. El accidente. La carta que me escribió bajo una gran angustia mental. La carta que escribió al abogado. El martes siguiente, el día veintiuno, el señor Purvis le trajo el testamento y ella lo firmó.

«Charles y Theresa llegaron al siguiente fin de semana y la señorita Arundell tornó en seguida las necesarias medidas para protegerse. Le dijo a Charles que había hecho un testamento nuevo. Y no sólo se lo dijo, sino que hasta le enseñó el documento. Esto, para mí, es absolutamente concluyente. Le estaba demostrando a un posible asesino que con el asesinato no saldría ganando nada. Posiblemente creyó que Charles le contaría esto a su hermana, pero éste no lo hizo. ¿Por qué? Me parece que tenía una razón muy buena... ¡se consideraba culpable! Creía que su tía había cambiado los términos del testamento a causa de lo que él le había hecho. ¿Pero por qué se sentía culpable? ¿Porque en realidad había intentado el asesinato? ¿O sólo porque se había apropiado de una pequeña cantidad de dinero? Tanto lo uno como lo otro debió influir en su repugnancia en decirle a su hermana lo del testamento. No dijo nada, esperando que su tía cediera y cambiara de idea.