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»Había otro hecho significativo. Charles demostró cierta repugnancia a emplear la palabra "arsénico". Después me enteré de que había estado preguntando al viejo jardinero sobre la potencia de cierto insecticida. Estaba claro, pues, lo que tenía en el pensamiento.

Charles Arundell cambió un poco de posición.

—Pensé en ello —dijo—. Pero... bueno; supongo que no tengo carácter para tales cosas.

Poirot asintió.

—Precisamente. No encaja en su psicología. Los crímenes que pueda cometer usted serán siempre los crímenes de la debilidad. Robar, falsificar... si, eso es lo más fácil... pero matar... ¡no! Para matar se necesita el tipo de mentalidad que pueda obsesionarse con una idea.

Dicho esto, Poirot volvió a reanudar su disertación.

—Decidí que Theresa Arundell tenía la suficiente potencia mental para llevar a cabo tal intento, pero había otros hechos que debía tener en cuenta. No había sido nunca contrariada, había vivido intensa y egoístamente. Pero esta clase de personas no es de las que matan... a no ser quizás, en un arrebato de cólera. Y, sin embargo..., estaba seguro... fue Theresa Arundell quien se apoderó del insecticida de la lata.

La muchacha habló inesperadamente.

—Le diré la verdad. Pensé en ello. Es cierto que cogí un poco de insecticida de un bote que encontré en el jardín. ¡Pero no pude hacerlo! Me gusta vivir... estar viva... No podía hacerle eso a nadie... privarle de la vida... Puedo ser mala y egoísta, ¡pero hay cosas que no puedo hacer! ¡No podría hacer daño a una criatura viva!

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—Sí, eso es verdad. Y usted no es tan mala como se pinta a si misma, mademoiselle. Es usted solamente joven... y atolondrada.

Luego prosiguió:

—Quedaba solamente la señora Tanios. Tan pronto como la conocí me di cuenta de que estaba asustada. Ella lo advirtió y prontamente sacó provecho de tal circunstancia. Procuro dar la impresión de ser una mujer asustada por su marido. Poco después cambió de táctica. Estuvo muy bien hecho... pero el cambio no me engañó. Una mujer puede estar asustada por su marido, o puede estar asustada de él... pero difícilmente lo puede estar de las dos formas. La señora Tanios decidió adoptar el segundo papel y desempeñó su parte con gran perfección. Hasta vino a buscarme al vestíbulo del hotel, pretendiendo que deseaba decirme algo. Cuando su marido fue a su encuentro, tal como ella suponía, hizo como si no pudiera hablar delante de él.

»Me percaté en seguida de que no temía a su marido, sino que le aborrecía. Y de pronto, resumiendo, me convencí de que allí tenía el carácter exacto que estaba buscando. No una mujer mimada, sino contrariada. Una muchacha sencilla, arrastrando una vida aburrida; incapaz de atraer a los hombres que le gustaban y aceptando finalmente a un marido que no le satisfacía, con tal de no convertirse en una solterona. Pude imaginarme su creciente disgusto por la existencia; su vida en Esmirna, separada de todo lo que le gustaba. Luego el nacimiento de sus hijos y el apasionado afecto por ellos. Su marido la quería, pero ella empezó a odiarle en secreto, más y más. Él especuló con el dinero de ella y lo perdió... otro resentimiento en su contra. Sólo había una cosa que iluminaba su tétrica vida: la esperanza de que su tía Emily muriera. Entonces tendría dinero, independencia; los medios con que educar a sus hijos tal como deseaba... recuerden que la educación significaba mucho para ella, pues era hija de un profesor.

«Pudo haber planeado ya el crimen, o tener la idea en su pensamiento, antes de venir a Inglaterra. Tenía ciertos conocimientos de química por haber ayudado a su padre en el laboratorio. Conocía la naturaleza de la dolencia de la señorita Arundell y estaba bien enterada de que el fósforo sería una sustancia ideal para sus propósitos. Luego cuando vino a Littlegreen House, se le ocurrió un método más simple. La pelota del perro... un cordel tendido en lo más alto de la escalera. Una sencilla e ingeniosa idea femenina.

»Puso en obra su intento... y fracasó. No creo que ella se diera cuenta de que la señorita Arundell estaba enterada de lo que en realidad sucedió. Las sospechas de su tía estaban dirigidas directamente contra Charles. Estimo que su forma de tratar a Bella no sufrió ninguna alteración. Y así, sin ruido y con determinación, aquella mujer reservada, infeliz y ambiciosa, puso en práctica su plan primitivo. Encontró un excelente vehículo para el veneno: unas cápsulas que acostumbraba a tomar la señorita Arundell después de las comidas. Abrir una de esas cápsulas, poner el fósforo dentro y volverla a cerrar, es juego de niños. La cápsula venenosa se intercaló entre las demás. Pronto o tarde, la señorita Arundell se la tragaría. No se sospecharía del veneno. Y aunque por cualquier circunstancia imprevista ocurriera esto, ella se encontraría lejos de Market Basing por entonces. Sin embargo, tomó una precaución. Adquirió una doble dosis de hidrato de cloral, falsificando la firma de su marido en la receta. No tuve ninguna duda sobre el destino que le daría... tomarlo en caso de que algo saliera mal.

«Como les he dicho, estaba convencido desde el primer momento de que si la señora Tanios se daba cuenta de que yo sospechaba de ella, temía que pudiera cometer un nuevo crimen. Además, supuse que la idea de este nuevo asesinato ya se le había ocurrido. El mayor deseo de su vida era verse libre de su marido. El dinero maravilloso y omnipotente había ido a parar a manos de la señorita Lawson. Fue un duro golpe, pero por ello empezó a obrar con más inteligencia. Comenzó a trabajar la conciencia de la señorita Lawson, quien, según sospecho, no la tiene todavía tranquila.

Hubo una repentina explosión de sollozos. La señorita Lawson sacó un pañuelo y lloró y gimió con desespero.

—Ha sido horroroso —gimoteó—. He sido mala. Muy mala. Me entró gran curiosidad por saber qué es lo que contenía el testamento... por qué causa, quiero decir, la señorita Arundell había hecho uno nuevo. Y un día, cuando ella descansaba, me las arreglé para abrir el cajón del escritorio. Entonces me enteré de que me lo dejaba todo. Desde luego, nunca soñé que fuera tanto. Sólo unos pocos miles, eso creía que sería. Pero luego, cuando se puso tan enferma, me pidió que le llevara el testamento. Comprendí... estoy segura... que quería destruirlo... y entonces es cuando fui tan malvada. Le dije que lo había mandado al señor Purvis. Pobrecita, era tan olvidadiza... Nunca se acordaba de lo que hacía con las cosas. Me creyó. Me dijo que escribiera al abogado pidiéndoselo y yo le aseguré que lo haría. ¡Oh, Dios mío!... ¡Dios mío! Luego ella empeoró y no pudo pensar en nada. Y murió. Cuando se leyó el testamento y me enteré de la importancia de la herencia, me aterroricé. Trescientas setenta y cinco mil libras. Nunca creí, ni por un instante, que fuera tanto, pues de saberlo nunca hubiera hecho lo que hice. Me pareció como si hubiera estafado el dinero... y no supe qué hacer. El otro día, cuando Bella vino a buscarme, le dije que contara con la mitad de la herencia. Estaba segura de que cuando yo se la diera, me volvería a sentir feliz otra vez.