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El estrépito de la caída y el grito que dio Emily conmovieron el silencio en que estaba sumida la casa, despertando a sus ocupantes. Se oyó el ruido de las puertas al abrirse y fueron encendiéndose las luces...

La señorita Lawson se precipitó fuera de su habitación, situada precisamente junto al comienzo de la escalera.

Bajó corriendo y lanzando pequeños gritos de angustia. Uno a uno llegaron los demás. Charles, bostezando, envuelto en un esplendoroso batín. Theresa luciendo una bata de seda oscura. Bella, con un quimono azul marino y el pelo recogido en mechones con varios peines, «para conservar la ondulación».

Aturdida y casi sin aliento, Emily Arundell parecía un confuso montón de ropa. Le dolían los hombros y un tobillo... Todo su cuerpo era una revuelta masa de dolor. Se daba cuenta de la gente que la rodeaba; de la tonta de Minnie Lawson, que lloraba y hacía gestos ineficaces con las manos; de Bella, que con la boca abierta, miraba expectante; de la voz de Charles, que desde algún sitio... muy lejos, según le parecía a ella, decía a gritos:

—¡Ha sido esa maldita pelota del perro! Debió dejarla ahí y la pobre ha tropezado con ella. ¿La ven? ¡Aquí está!

Luego se dio cuenta de que alguien, con autoridad, hizo que todos se apartaran y se arrodilló a su lado. Las manos que la tocaron no titubearon; sabían lo que hacían.

Un sentimiento de alivio descendió sobre ella. Ahora todo iría bien.

El doctor Tanios estaba diciendo en tono firme y tranquilizador:

—Nada; no hay por qué preocuparse. No tiene ningún hueso roto... Sólo la sacudida, y el consiguiente magullamiento... Y, desde luego, la impresión. Pero ha tenido suerte de que no haya sido peor.

Luego el médico apartó un poco a los demás, la cogió en brazos sin ninguna dificultad y la llevó a su habitación. Una vez allí le tomó el pulso, movió afirmativamente la cabeza y envió a Minnie, que todavía seguía llorando y constituía más bien una molestia, a que buscara coñac y calentara agua para llenar unas cuantas botellas.

Aturdida y atormentada por el dolor, Emily sintió en aquel momento un profundo agradecimiento hacia Jacob Tanios. La seguridad de sentirse en buenas manos es la que da la sensación de confianza que un médico debe proporcionar siempre.

Había algo... algo que no podía concretar... algo seguramente molesto... pero no podía pensar en ello ahora. Bebería lo que le daban y se dormiría, como todos le aconsejaban.

Pero era seguro que había algo que no recordaba... alguien...

Bueno; no debía pensar... Le dolía la espalda. Bebió lo que le ofrecieron.

Oyó a Tanios que decía con voz que a ella le sonaba a consuelo y seguridad:

—Ahora ya está mucho mejor.

Un sonido que conocía muy bien la despertó. Un suave y apagado ladrido.

¡Bob... pícaro Bob! Estaba ladrando en la calle, frente a la puerta. Era un ladrido especial, en el que parecía decir: «He pasado la noche fuera. Estoy avergonzado de mí mismo.» Todo ello con tono bajo, pero repetido una y otra vez con esperanza.

La señorita Arundell aguzó el oído. ¡Ah, bien! Eso estaba mejor. Oyó que Minnie bajaba a abrir la puerta. Percibió el ruido del cerrojo y el confuso murmullo de los reproches que la mujer dirigía el perro: «Eres un perrito travieso y desobediente... muy desobediente.» Después oyó cómo se abría la puerta de la despensa. Bob dormía bajo la mesa.

Y en ese momento, Emily recordó lo que inconscientemente había olvidado en el momento en que sufrió el accidente. ¡Era Bob! A toda aquella conmoción, su caída y las carreras de los demás, hubiera contestado normalmente con un gran escándalo de ladridos desde la despensa.

Así, pues, era aquello lo que le había estado preocupando en su subconsciente. Pero ahora estaba todo explicado. Cuando dejaron salir a Bob, éste, vergonzosa y deliberadamente, se había dado una vueltecita por el pueblo. De vez en cuando cometía esos delitos, pero después sus excusas eran siempre tan cumplidas como pudiera desearse.

Entonces, aquello no tenía nada de particular. Pero ¿en efecto, era sí? ¿Qué más era lo que le preocupaba en el fondo de su mente? El accidente... era algo relacionado con el accidente.

¡Ah, sí! Alguien había dicho... Charles... que había resbalado con la pelota que Bob se dejó en la escalera. La pelota estaba allí... él la había tenido en sus manos...

Le dolía la cabeza. La espalda le escocía y todo su magullado cuerpo era un continuo sufrimiento.

Pero en medio de todo ello su cerebro seguía claro y lúcido. El aturdimiento que siguió al golpe no duró mucho. Su memoria era ahora perfectamente clara.

Hizo desfilar por su imaginación todo lo sucedido desde las seis de la tarde del día anterior... reconstruyó cada paso que dio hasta el momento en que llegó a la escalera y empezó a bajar...

Un estremecimiento de horror la sacudió...

No; seguramente debía estar equivocada... A menudo se tienen extrañas fantasías después de suceder cosas como las que habían ocurrido aquella noche. Trató de recordar la redondez resbaladiza de la pelota de Bob bajo su pie...

Pero no pudo acordarse de esta sensación.

En lugar de...

«Tengo los nervios excitados —se dijo Emily—. ¡Que suposiciones tan ridículas...!»

A pesar de ello, su sensible y agudo cerebro no quería admitir tal afirmación ni por un momento. Entre los supervivientes de su época no solía usarse el optimismo sin base. Podían creer lo peor con la mayor tranquilidad.

Y Emily Arundell creía lo peor.

Capítulo IV

La señorita Arundell escribe una carta

Era viernes. Los parientes se habían marchado. Se fueron el miércoles, tal como habían acordado. Todos se habían ofrecido para quedarse; pero la oferta fue rechazada. La señorita Arundell se excusó diciendo que prefería gozar de «completo sosiego».

Durante los días que habían transcurrido desde la partida de sus familiares había estado alarmantemente pensativa. Muchas veces ni se daba cuenta de lo que decía Minnie Lawson. Se veía obligada a ordenarle que empezara otra vez.

—Pobrecita; debe ser el «shock» —decía la señorita Lawson.

Y añadía con el acento fúnebre que caracteriza a tantas vidas grises:

—Me atrevería a decir que nunca volverá a estar como antes.

El doctor Grainger, por su parte, procuraba reanimarla.

Le prometía que a últimos de semana podría levantarse y bajar al salón. Y luego decía, humorísticamente, que era una positiva desgracia que no se hubiera roto algún hueso. Hacía comentarios sobre la difícil clase de paciente que era Emily para un médico luchador como él. Si todos sus clientes fueran como ella, decía, lo mejor que podría hacer sería quitar el rótulo que anunciaba su profesión sobre la puerta de la casa.

Emily Arundell le contestaba con animación. Ella y el doctor eran viejos aliados. Siempre discutían, pero siempre lo pasaban bien cuando se reunían.

Ahora, después que el médico se marchó, la anciana tenía el ceño fruncido; pensando... pensando. Contestaba automáticamente a la charla de Minnie Lawson y luego, volviendo de repente a la realidad, la maltrataba con duras palabras.

—¡Pobrecillo Bob! —gorjeaba la señorita Lawson, inclinándose hacia el perro, que estaba sentado sobre una alfombra, al pie de la cama—. ¿Verdad que el pobrecito Bob sería muy desgraciado si supiera lo que le ha pasado a su amita por culpa suya?

—¡No sea idiota, Minnie! —la interrumpió la señora—. ¿Dónde está su sentido inglés de la justicia? ¿No sabe que en este país todos son considerados inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad?