Y hacia el amanecer tuvo un sueño. Estaba en su despacho del banco y su secretaria acababa de dejarle el correo. El cuarto sobre llevaba escrito de través en la parte superior izquierda: reservada – personal. La dirección estaba escrita a mano, pero la letra le era desconocida. Lo abría. Contenía una hoja doblada en cuatro, no era papel de carta sino de impresora, grueso. Estaba manuscrita, muy tupida, tanto que no había márgenes ni arriba ni abajo ni a los lados. Las letras eran tan pequeñas que parecían patitas de hormiga, y las palabras estaban tan pegadas que formaban una sola de una línea de longitud. No había puntos ni comas. Y tampoco se entendía en qué lengua estaba escrita. La parte posterior de la hoja se había utilizado como la anterior. Es más, puesto que no había un claro principio o algo identificable como tal, no era posible distinguir cuál era la primera cara. Más que una carta, parecía una hoja arrancada de un papel continuo. La tapaba con una cuartilla y llamaba a la secretaria por el interfono. -Tráigame una lupa. -Creo que no tengo ninguna. -Pues búsqueme una. Solamente cuando la secretaria se la conseguía y cerraba la puerta a su espalda, él empezaba a examinar el texto con la lupa. No se trataba de árabe ni cirílico ni ninguna otra escritura reconocible. Entonces tomaba el sobre para examinar el sello y descubría que no había ninguno. Volvía a llamar a la secretaria, cubriendo nuevamente la carta, pero ahora con el sobre en la mano. -¿Quiere venir un momento? La mujer entraba y él se lo mostraba. -¿Cómo ha llegado? La secretaria lo miraba. -Ah, sí, me lo ha traído el botones. -¿Y a él quién se lo ha dado? -Probablemente alguien de la oficina de Información o el portero. -Averigüe quién la recibió. Cinco minutos más tarde sonaba el interfono. - Dottore, se la entregaron a Manusardi, de Información. -Dígale que venga a mi despacho. No conocía a ese Manusardi. Era un muchacho de Trento, visiblemente azorado por encontrarse en presencia del vicedirector general. -¿Le han entregado a usted esta carta para mí? -le preguntaba tendiéndole el sobre. -Sí. -¿Cuándo? -Esta mañana, el primero que ha entrado en el banco. Iba corriendo, casi sin resuello. Me ha llamado la atención y por… -¿Qué clase de tipo era? -Un señor maduro. Bien vestido y… -Vacilaba; no sabía si seguir adelante o no. -Manusardi, le ruego que me lo diga todo. -Era impresionante. -¿Qué? -La semejanza con usted. Yo a usted lo veo pasar cuatro veces al día. Parecía… Él perdía la paciencia. Cosa que casi nunca le ocurría. -¡Hable, por Dios! -…su hermano gemelo. -Puede retirarse, gracias. Era imposible. Había tenido un hermano gemelo al que no recordaba porque había muerto apenas al año de edad, no sabía cómo. Se lo había contado su madre. ¿Quién podía ser un hombre tan parecido a él? Sonaba el teléfono. - Dottore, hay alguien que quiere hablar con usted. -Concrete un poco. ¿Qué significa «alguien»? -No ha querido dar su nombre. Pero dice que es importante. ¿Qué hago? -Pásemelo. -Hola, ¿eres tú? -¿Con quién hablo? -¿Cómo puedes no saberlo? En efecto, la voz le resultaba vagamente familiar. -Oiga, no tengo tiempo que perder. -Es cierto. -¿El qué? -Que ya no tienes tiempo que perder. ¿Has recibido la página que te envié? Es la tuya. -¿Qué significa que es la mía? -¿No has visto que ya está toda escrita? -Sí. ¿Y qué? -Pues que en ella ya no se puede escribir más. -Y el desconocido colgaba. Entonces comprendía que la voz que acababa de hablarle era la suya. Despertó empapado de sudor.
A las diez en punto de la mañana siguiente estaba sentado en la sala de espera del consultorio de Caruana. Se sentía un poco incómodo a causa del examen al que en cuestión de nada iba a someterlo su amigo médico. ¿Cómo hacían las mujeres para ir al ginecólogo con tanto desparpajo? -Pero ¡yo estaba primero! -protestó un septuagenario extremadamente delgado. -El profesor ha ordenado que lo haga así -contestó la enfermera en un tono que no admitía réplica. Caruana y él se abrazaron. -¿Sabes que has adelgazado mucho desde la última vez que nos vimos? ¿Te has puesto a régimen? -No. -¿Sufres inapetencia? -Últimamente sí. -Dame los análisis. Perdona que vaya tan rápido, pero… -Los examinó con detenimiento-. ¿Anoche y esta mañana has tomado el antibiótico? -Sí. -¿Te has tomado la temperatura? -Sí. Treinta y siete con ocho. -¿Y en los días anteriores? -No me la tomé porque no notaba nada. Como anoche, por otra parte. -No notabas nada, pero la tenías. Bájate los pantalones y los calzoncillos y apoya allí las manos. Fue una situación embarazosa. Y duró más de lo que él había pensado. -Muy bien, vuelve a vestirte. Caruana fue a sentarse al escritorio y le indicó que se sentara en una silla que había delante. -Por lo que respecta a las molestias que sufres desde hace algún tiempo, no es nada grave, una vulgar infección. -¿Debida a qué? -No es de origen sexual, tranquilo. -Y esbozó una sonrisita, pero se veía que era falsa-. Sigue con el antibiótico, verás que en una semana se te pasa. Pero… -¿Pero? -No me gustan los resultados del PSA. Tienes unos valores muy desequilibrados. Y todavía me gusta menos lo que he percibido en la palpación. -¿Qué tengo que hacer? -Te has jubilado, creo. -Sí. -Por consiguiente, estás libre de compromisos de despacho. -La verdad es que me han ofrecido un trabajo que… -Aplázalo unos días. -¿Por qué? -Porque quiero que te vea un amigo mío. Se trata de unos exámenes bastante largos, y tendrás que permanecer ingresado en su clínica al menos un par de días. -¿Podemos dejarlo para la semana que viene? – Necesitaba un poco de tiempo para hacerse a la idea. -En mi opinión, es mejor que te los hagas sin pérdida de tiempo. -De acuerdo. -Ahora llamo a mi amigo, que seguramente te encontrará sitio en su clínica. Es el profesor De Caro. -¡¿El oncólogo?! -Sí.