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Cuando finalmente concluyeron las obras y él visitó la casa guiado por el arquitecto y Adele -le habían prohibido poner los pies allí mientras durara la reforma («Quiero que la veas cuando todo haya terminado, ¡verás qué sorpresa te llevas!»)-, comprendió de inmediato dos cosas: primero, que las obras se habían realizado con indudable buen gusto e inteligencia, tanto que por fuera la villa parecía la misma de siempre pero rejuvenecida; y segundo, que su mujer no había dejado escapar al prometedor arquitecto. Se delataron por la manera en que permanecían uno al lado del otro mientras le hablaban: sin que ellos lo quisieran, sus caderas se buscaban hasta rozarse. En la planta baja había ahora un espacioso comedor, la cocina y un gran salón con amplias cristaleras de estilo modernista que se abrían al jardín. El piso de arriba, al que también se podía acceder desde el exterior por una escalera situada en la parte de atrás, se había dividido en dos apartamentos, uno más grande y otro más pequeño. El destinado a él tenía un dormitorio, un cuarto de baño, vestidor, estudio y una habitación de invitados. El de Adele tenía una habitación y un cuarto de baño más. Los dos apartamentos se comunicaban a través de una puerta que, como ordenó Adele al servicio, debía permanecer siempre cerrada, pero de la cual ella le entregó solemnemente una llave el primer día. -Puedes usarla cuando quieras -le murmuró al oído, dándole un rápido lametón en el lóbulo con la punta de la lengua, para dejar claro lo que quería decir. La escalera de la parte trasera llegaba hasta el pequeño apartamento de la servidumbre -Giovanni y su mujer, Ernestina-, separado del resto de la enorme terraza por una alta pared. Adele había mandado arreglar la terraza, a la cual también se accedía a través de una escalera interior, para poder celebrar fiestas en las noches estivales. Para adornarla con plantas y flores había contratado al mismo jardinero que se había ocupado del jardín, que ahora era esplendoroso. La primera noche en la villa reformada, Adele quiso evitar el incordio de ir a reunirse con él en su cama. -Quiero estrenarla contigo -dijo, refiriéndose a su propia cama. A él le pasó por la cabeza que ella ya la había estrenado con creces con el prometedor arquitecto, pero inmediatamente después, la recuperada pasión de Ade-le lo arrolló como la crecida de un río desbordado y borró cualquier capacidad de raciocinio. Aparte de que, a Adele, cualquier cama que no fuera la suya, la de un hotel durante las vacaciones o la de un aparthotel, le estimulaba la fantasía.

Ya hacía tres años que él no utilizaba la llave y que Adele tampoco empleaba la suya. Pero todos los domingos por la mañana se encontraba con que la puerta no estaba cerrada. Era una clara señaclass="underline" si le apetecía, podía entrar en el otro apartamento y asistir a la ceremonia de la ablución y el acto de vestirse.

Y fue precisamente un domingo por la mañana cuando Adele, en bragas y sujetador, al llegar el momento de elegir vestido, abrió una parte del armario que él jamás le había visto abrir y sacó uno con resolución. Él lo reconoció, pues conservaba un recuerdo lacerante de sus primeros encuentros, incluso del más mínimo detalle. Era aquel traje de chaqueta gris de mujer de negocios que ella llevaba tras superar el período de luto riguroso, cuando fue a verlo al banco para firmar los documentos y después salieron a comer juntos por primera vez. Cuando ella le contó que era estéril. Desde entonces, jamás se lo había visto puesto. ¿Por qué lo sacaba ahora? Como si adivinara la muda pregunta, ella, moviendo la pelvis en ligeras sacudidas para ponerse la falda, dijo: -Anoche me llamó tía Ernestina desde Bagheria para decirme que tío 'Ntonio se está muriendo. Voy a verlo. Le quedan pocos días de vida. Voy en un santiamén y vuelvo, porque tengo una reunión de la junta directiva. Aquellos tíos no tenían hijos y la habían acogido en su casa cuando, a los catorce años, ella se quedó huérfana. Por lo que Adele le había contado, al año siguiente, el día en que cumplía quince, le ofrecieron una doble fiesta: a la hora de comer, al volver de la escuela, encontró una tarta con velitas y un vestido nuevo. La segunda, más íntima, se la dedicó tío 'Ntonio, aprovechando que su mujer había salido y pasaría toda la tarde fuera. -Pero ¿tú no te sorprendiste cuando él te pidió que subieras al desván con él? -Pues claro que sí. No era tonta ni siquiera entonces. -¿Y aun así fuiste? -Sí. -¿Y qué ocurrió? -Había un catre con un colchón enrollado. -¿Lo desenrolló? -No; lo tiró al suelo. -¿Por qué? -No sé, quizá tenía miedo de que se manchara y la tía… -¿Y tú qué hacías entretanto? -Lo miraba. -¿Y después? -Y después me tumbó en el catre, me levantó las piernas y me quitó las braguitas. ¿Quieres más detalles? -Me bastan. ¿Y por qué no te rebelaste? -No lo sé. -¿Por qué? -Pues porque quizá me pareció una cosa inevitable. Sabía que tarde o temprano… Él llevaba varios meses intentándolo. -¿Y cuánto duró? -Un año aproximadamente. -¿Siempre en el desván? Ella rió. -No. Ya no había temor a manchas comprometedoras. En su cama, en la mía, en cualquier sitio. O de pie. -¿Y cómo terminó? -Conocí a un chico, me enamoré y ya no quise seguir con él. -¿Y él? -Tuvo que resignarse, pobrecito. Pobrecito. Y ahora ella iba a verlo cuando estaba a punto de morir, llevando el vestido adecuado a las circunstancias. Porque estaba claro que sólo utilizaba aquel traje chaqueta para después de un luto riguroso o para antes de un luto.