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Cuando ella le dijo que no se había rebelado contra la violencia de su tío porque la consideraba inevitable -usó esa palabra-, él sintió que de repente sus dos órbitas, que parecían seguir elipsis sideralmente distintas, se acercaban por un instante. En los matrimonios, al cabo de algún tiempo, se produce a menudo una especie de misteriosa comunión, complicidad o lo que sea, que lleva a marido y mujer a ver y juzgar las cosas de la misma manera. Él también había previsto con lucidez la traición de su esposa y, cuando se produjo, no había reaccionado. Tan sólo se había rendido, como Adele, a lo inevitable.

Pero en los últimos tres meses se había encontrado la puerta de comunicación inexorablemente cerrada. Y así comprendió que había sido excluido también de la ceremonia. -¿Quieres explicarme por qué ya no dejas la puerta abierta? -¿Sabes? Es que Daniele, pobrecito, duerme hasta muy tarde los domingos por la mañana. No quisiera que lo molestáramos. Acaba de estudiar cuando ya es noche cerrada. Ten un poco de paciencia. Cuando se vaya… Daniele.

Una noche, mientras veían la televisión, ella le había preguntado: -¿Te molesta que durante algún tiempo aloje a un sobrino mío que se ha matriculado en la universidad? Era una pregunta retórica. Aunque le dijera que le molestaba, Adele argüiría alguna mentira y lo acogería en casa. -¡¿Tienes un sobrino?! -Bueno, no es lo que se dice un sobrino sobrino. Ya sabes cómo somos aquí en Sicilia con los parentescos. Es el hijo de mi prima Adriana, que vive en Poliz-zi. ¿No la recuerdas? Vino a nuestra boda. Fui a verla la semana pasada, ya te lo conté. Adriana me expuso su problema, ¿y qué iba a hacer yo? Le dije que podría hospedarlo una temporada. El chico se llama Daniele. Yo tengo una habitación de más. No me causará ninguna molestia. Puedo tenerlo allí; total, estoy segura de que va a estar muy poco tiempo con nosotros. -¿Y eso quién lo dice? Quizá se encuentre tan a gusto que… -¡Anda ya! ¡Tiene diecinueve años! Querrá libertad. A lo mejor tiene una novia que jamás se atrevería a traer a nuestra casa. Habrán de conformarse con hacerlo en su Cinquecento, pobrecitos. En cualquier caso, Adriana me ha jurado que, en cuanto encuentre un alojamiento decente, su hijo se irá. -¿Qué estudia? -Medicina. -¿Cuándo llega? -Todavía no lo sé. Adriana me llamará para decírmelo. Cada apartamento estaba dotado con una línea telefónica propia. Un martes por la tarde, recién llegado del banco, oyó el teléfono del estudio. Era Adriana, la prima de su mujer, que llamaba desde Polizzi. -Perdona que te moleste, pero me he pasado todo el día buscando a Adele y no consigo localizarla. ¿Tienes idea de dónde está? -No. Pero si la llamas dentro de una hora seguro que la encuentras. -Dentro de una hora me será difícil. ¿Puedo dejarte a ti el recado? -Faltaría más. -Quería avisar a Adele de que Daniele llegará a vuestra casa mañana por la tarde. -Muy bien. -Ah, oye, debo darte las gracias también a ti por tu amable disponibilidad. Nada más lejos de mi intención que causaros molestias, pero como Adele me propuso esta solución momentánea e insistió tanto, no supe decir que no. O sea que la historia era un poco distinta de como la contaba su esposa. Y en cuanto vio al medio sobrino, comprendió por qué Adele se lo había apropiado. Daniele era un chico guapo, alto, rubio, de ojos azules y físico de atleta. Indudablemente tenía un aire de familia con Adele. Además, era educado, discreto y reservado. Puesto que a Adele la llamaba tía, él se convirtió en el tío. Y, por supuesto, nadie lograba dar con un alojamiento decente para el pobre Daniele. Hacía meses que estaba con ellos y seguramente ni siquiera le había pasado por la cabeza mudarse. Así pues, estaba claro por qué ahora la puerta se encontraba siempre cerrada. Pese a todo, quiso confirmarlo. Un sábado, sobre las tres de la madrugada, se levantó, se dirigió al estudio y sacó la llave que guardaba en el primer cajón del escritorio. Pero la llave no entraba del todo en la cerradura: tropezaba con un obstáculo. La explicación: Adele había cerrado y dejado puesta su llave, por costumbre o para que él no pudiera abrir desde el otro lado. Insistió por última vez, procurando hacer el menor ruido posible. Y de repente la llave ya no encontró resistencia; entró y él pudo abrir. La llave de Adele había caído al suelo, sobre la moqueta del pasillo. Avanzó con cautela a la luz de una lámpara nocturna que su mujer quería siempre encendida porque le daba miedo la oscuridad. Todas las puertas estaban cerradas. Acercó el oído a la de la habitación de Daniele y escuchó. No oyó nada, así que giró la manilla y abrió un poco: la cama del muchacho estaba intacta. Sin embargo, eso no significaba nada; tal vez aún no hubiera regresado a casa. Avanzó un poco más y pegó el oído a la puerta de la antigua habitación matrimonial. De inmediato oyó los jadeos de Adele mezclados con la letanía de los «sí… sí… sí…», y a Daniele, que le decía: -Date la vuelta. Regresó a su apartamento, dejando la llave en el suelo y cerrando la puerta a su espalda. Por eso ahora se le negaba el acceso dominicaclass="underline" Adele temía ser sorprendida durmiendo entre los brazos de su jovencísimo amante. Que quizá no roncaba. Al menos, todavía no. En cualquier caso, Adele había actuado de manera sensata al optar por tener en casa la comida apropiada para su apetito en lugar de ir a buscarla fuera. Así no corría el riesgo de que la vieran en algún sórdido hotel de las afueras. ¿O acaso, estando siempre hambrienta como estaba, seguía conservando un comedero en algún otro sitio? No había que descartar esa hipótesis.

Una noche en que Daniele no cenaba con ellos, Adele lanzó una pregunta preventiva: -¿No te enfadarás si te digo una cosa? -No, por Dios, dime. -Le he renovado el vestuario a Daniele. -¿Lo necesitaba? -Pues sí. ¿Sabes?, es que algunas veces pasa casualmente por el salón cuando estoy reunida con mis amigas, y si tengo que presentarlo, ¿qué pensarán de mí si dejo que mi sobrino vaya por ahí como un andrajoso? -Bueno, no me parece que Daniele vista precisamente como un andrajoso. -Pero no tiene ropa adecuada. -¿Se la has encargado a mi sastre? -No te preocupes. Lo he comprado todo de confección. Hoy día, en las tiendas se encuentran cosas bien hechas. Además, a Daniele, con el cuerpo de modelo que tiene, cualquier cosa le sienta bien. Prendas adecuadas como las que tenía ella. O sea, que quería que Daniele tuviera el traje para acompañarla a la iglesia, el traje para presentarse con ella en el salón, el traje para acompañarla al teatro… -¿No podías decírselo a su madre? -La habría puesto en un apuro, pobrecita. No es que estén boyantes precisamente. Pero ¿por qué se lo había contado? Podría haberle comprado una tienda de ropa a Daniele y él ni siquiera se habría dado cuenta, o habría pensado que lo abastecían desde Polizzi. Quince días después tuvo la explicación: había sido una especie de avance a la descubierta para poner a prueba su reacción. -¿Sabes?, Daniele ya no podía seguir con su maltrecho Cinquecento. Se ha comprado un coche nuevo, un japonés pequeñito, un… -¿Le has dado tú el dinero? -Sí -contestó ella, ruborizándose ligeramente. Era la primera vez que la veía sonrojarse de apuro. Él se preocupó. ¿Y si el chico se había hartado del asunto y ella, enamorada, quería retenerlo a su lado con regalos? Puede que por las mañanas le dejara un pequeño fajo de billetes en el bolsillo de la chaqueta. ¿O se trataría sólo de esa especie de inseguridad que a veces experimentan las cuarentonas? Aquella noche, en el momento de despedirse, Adele le murmuró al oído: -¿Puedo ir más tarde a tu habitación? Era su manera de demostrarle su gratitud por no haberse enfadado. Por la gracia otorgada. -Mejor en nuestra habitación -propuso él. -No; tengo miedo de que nos oiga Daniele. Él tuvo la tentación de echarle en cara la puerta de comunicación cerrada y la llave en la cerradura. Pero le duró un instante. No podía privarse de aquel inmenso e inesperado regalo.