Ligera llamada a la puerta con los nudillos. Se sobresaltó. Se había extraviado en pos de sus recuerdos y le costó encontrar el camino hacia el presente. -¿Sí? -La comida está servida, señor. Así había transcurrido su primera mañana de jubilado.
Para pasar el rato, aunque no tenía demasiado apetito, se lo comió todo con extrema lentitud. Lo asustaba pensar en los días venideros. ¿En qué podría emplearlos? Veía el futuro como una especie de agujero negro, completamente vacío, que tendría que llenar de alguna manera para que no se lo tragara. Debía empezar a organizarse, y enseguida. Por ejemplo, ¿qué sentido tenía comer solo en aquel espacioso y resplandeciente comedor que parecía listo para una toma cinematográfica? -Ernestina, si alguna vez tengo que comer o cenar solo, preparadme una mesita arriba, en el estudio. -Como quiera el señor-dijo la sirvienta, sin alegría alguna, ya que eso significaba que tendría que subir cuatro o cinco veces la escalera que iba de la planta baja al piso de arriba.
A causa de los horarios de trabajo, jamás había podido adquirir la costumbre de la siesta. Algunos compañeros suyos conseguían echar una siestecita de diez minutos encerrándose bajo llave en sus despachos. Pero a él diez minutos no le habrían bastado. En los primeros años de matrimonio, a veces los domingos se iban a la cama después de comer, pero no para dormir, claro. ¿Por qué no probarlo? Fue al dormitorio, se desnudó y se acostó. Pero enseguida comprendió que no conciliaría el sueño; no estaba acostumbrado. Aunque sería una buena manera de pasar el rato. Ése era el verdadero problema que resolver: cómo ocupar el tiempo. Un mes antes de jubilarse se había tropezado por casualidad con Fi-lippo Condorelli, un antiguo compañero que ya llevaba más de un año jubilado. -¿Cómo te las arreglas? -Estupendamente bien. -¿Qué haces todo el día? -Mi mujer y yo no tenemos ni un momento libre. -¿De verdad? ¿Y eso? -Verás, es que mi hija Angela trabaja y su marido también, así que nos traen a sus dos hijos pequeños por la mañana y vuelven a recogerlos por la tarde. Son un encanto. Espera, que te los enseño. Y sacó una fotografía del billetero mientras los ojos se le humedecían con orgullo de abuelo. Como no se trasladara a Londres, él no tendría ningún nieto al que atender. Pero de una cosa estaba seguro: no acabaría sentado en un banco del parque leyendo el periódico mientras su perro levantaba la pata junto a todos los árboles que encontrara.
Ni siquiera tenía la costumbre de leer. Adele sí. En casa había dos bibliotecas. La primera, muy grande y tradicional, estaba en el salón. Para llenarla, Adele había visitado primero varias librerías de viejo, eligiendo los volúmenes según el estado de la encuadernación, y así había llenado los dos estantes de arriba; después había pedido a la editorial Mondadori todos los libros de la colección Me-ridiani, que quedaban muy bien, y las obras completas de todos los autores de quienes había sido posible reunirías. En una estantería aparte figuraban las grandes obras, profusamente ilustradas, que el banco solía regalar a los clientes más importantes y que trataban desde los mosaicos de la catedral de Monreale hasta la pintura sobre cristal, de los paladines de Carlomagno -protagonistas del teatro de marionetas siciliano- a la decoración de los carritos sicilianos… La segunda biblioteca estaba constituida por tres estantes en el vestidor de Adele. De vez en cuando, ella compraba un libro y lo leía concienzudamente. Al final emitía su veredicto, empleando una de tres fórmulas invariables: «Me ha gustado», «No me ha gustado», «No he entendido nada.» Ah, sí, estaba también la biblioteca de su estudio, heredada con todos los libros junto con el escritorio. Jamás la había tocado. Años y años de la Gazzetta Ufficiale y voluminosos tomos de derecho. Podría experimentar con la lectura, por qué no. No perdería nada. Quizá entre los libros de Adele encontrara alguno interesante. Excluyendo, por supuesto, los que a ella le habían gustado, porque se trataba de bobas novelas románticas; bastaba con ver el título o el diseño de la cubierta para saberlo. Para confirmar los gustos de su mujer estaba la casi segura discusión nocturna para elegir qué película ver en la televisión. Ella sólo quería melodramas que contaran grandes y desesperados amores románticos, preferiblemente de época. A él, en cambio, tales películas le provocaban sueño. Le gustaban las policíacas ambientadas en la época actual, con interminables tiroteos y asesinatos cada cinco minutos. Le estaba permitido verlas tan sólo dos noches por semana; el resto, en la pequeña pantalla aparecían invariablemente miriñaques, puestas de sol en el mar, besos castísimos a la orilla de un lago… Si durante una de las películas que le gustaban a él había una escena de sexo, Adele empezaba a murmurar, escandalizada: «No comprendo cómo esas actrices pueden dejarse…», «Pero ¿es que no les da vergüenza?», «¡¿Lo están haciendo en serio?!», «¡Escenas así tendrían que estar prohibidas!» A veces se levantaba exasperada: «Cuando termine esa escenita, me avisas. No lo soporto. Es indecente.» En ese momento los dos protagonistas podían estar haciendo una variación de lo que, en cuestión de poco rato, también harían ellos. Porque Adele no tenía ningún reparo en hacerlo; al contrario. Pero las novelas y películas que prefería ¿le habían enseñado algo alguna vez? Él lo dudaba, puesto que aquellas historias hablaban, aunque fuese de manera a veces tosca o ingenua, de un sentimiento que jamás había existido en Adele. ¿Acaso no se lo había dicho ella misma al compararse con un desierto que era inútil regar? Claro que sólo se había referido al hecho de no poder tener hijos; pero la esterilidad no era exclusiva de su vientre. Ella, en su totalidad, era estéril y seca. Y ésa era la desagradable conclusión a la que él había llegado después de diez años de matrimonio. Tendría que haberlo comprendido mucho antes, entre otras cosas porque ella no hacía nada por ocultar su naturaleza o por parecer distinta de lo que era.
– ¿Cómo conociste a tu primer marido? -Angelo era íntimo amigo de Pino. -¿Y quién era Pino? -Pino era mi novio. -A ver si lo entiendo. ¿Pino fue tu primer novio? -¿Estás de broma? Cuando conocí a Pino, yo ya tenía… déjame pensar… veintitrés años. -Y si no recuerdo mal, empezaste a los quince. -Sí. ¿No es la edad adecuada? -Entonces, ¿ese Pino…? -Me hice su novia oficialmente. Lo llevé a casa de los tíos, íbamos a casarnos cuando él se licenciara en medicina. -¿Y qué pasó? -Pasó que me dejó por otra. -¿Sufriste mucho? -Bueno, verás, yo había empezado a pensar. -¿En qué? -En nuestra futura vida en común. Tenía ciertas dudas. -¿Acerca de qué? -Pino era muy pesado y obsesivamente celoso. -Pero ¿tú estabas enamorada de él? -Por supuesto, pero no hasta el extremo de no ver lo pesado y posesivo que era. -¿Cuánto duró ese noviazgo? -Tres años. No lograba licenciarse. O no quería. -¿Y Picco? -Angelo ya lo había intentado mientras yo era la novia de su mejor amigo. Más de una vez. -Soltó una risita-. Cuando Pino me dejó, seguimos viéndonos. -¿Te casaste porque lo querías? Lo pensó un momento antes de contestar. -Conseguía hacerse querer. -Pero cuando ocurrió la desgracia, yo te vi muy afligida y trastornada. Adele lo miró sorprendida. -¡Pues claro! ¿Cómo no iba a estarlo? Cuando me llamaron a las ocho y media para decirme que Angelo había ingresado moribundo en el hospital… -¿Quién te llamó? Titubeó ligeramente. -Pino. -¿Tu ex novio? -Sí. ¿Qué tiene de raro? El trabajaba en las Urgencias del hospital y por eso… -¿Fue la primera vez que te llamó después de la ruptura del noviazgo? -No. Nos habíamos visto alguna vez. -¿A espaldas de Angelo? -Bueno, sí. No creo que se lo hubiera tomado muy bien. Mejor dejarlo estar y regresar a la conversación principal. -Pero ¿el accidente no ocurrió de madrugada? -¡Qué dices! Te informaron mal. Yo lo esperaba para cenar. -¿Qué hiciste? -Me cambié y fui corriendo al hospital. -¿Lo encontraste todavía vivo? -Sí. Le sostuve las manos unos minutos. A continuación se lo llevaron al quirófano y salió tres horas después, muerto. -Pausa-. ¡Pobrecito! -Otra pausa-. ¿Sabes una cosa? Me manché de sangre el borde de la manga. Me di cuenta a la mañana siguiente. Mandé lavarla, pero la mancha no desapareció del todo. -¿Qué vestido es? -El traje de chaqueta gris. Fue como si le hubieran propinado un mazazo en la cabeza. Por un instante se le cortó la respiración. -¿Te lo pusiste antes de salir corriendo hacia el hospital? -Claro. No podía ir con lo que llevaba puesto.