– ¿Era mentira? -La sonrisa subió también a mis ojos, ahora entornados por el sueño.
– Totalmente mentira. Tenía que avisarte. ¿Te parece mal?
– ¡Oh, no! Me parece muy bien. Estoy de acuerdo contigo.
– Vale, pues luego te veo -murmuró-. Kaspar, ¿usted también se duerme?
– No -masculló con voz amodorrada-. Su conversación es muy interesante.
¡Dios mío!, pensé. Y me adormecí.
6
Los gritos de unos niños que jugaban me despertaron. El sol de mediodía caía sobre mí como un chorro de luz. Parpadeé, tosí y me incorporé lanzando gemidos. Estaba tendida boca abajo sobre una alfombra de maleza. El olor era insoportable, un olor a basuras acumuladas durante años y fermentadas por el calor de Oriente. Los niños seguían chillando y diciendo palabras en turco, pero su sonido se alejaba de mí como si ellos o yo nos estuviéramos desplazando.
Conseguí sentarme sobre la hierba y abrí los ojos. Me encontraba en un patio en el que se veían restos de mampostería bizantina mezclados con cúmulos de basuras sobre los que sobrevolaban nubes de moscas azules tan grandes como elefantes. A mi izquierda, un taller de coches de aspecto más bien siniestro emitía ruidos de sierra mecánica y de soplete. Me sentía sucia. Sucia y descalza.
Frente a mí, Farag y el capitán permanecían echados sobre el suelo con la cara hundida en la hierba. Sonreí al ver a Farag, y me dio un tonto vuelco el estómago.
– ¿Así que era mentira? -musité acercándome a él y mirandole sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Le aparté las mechas de pelo de la frente y me entretuve observando las pequeñas rayas que tenía marcadas en la piel. Eran las huellas del tiempo que no había pasado conmigo, esos treinta y tantos años largos en los que, incomprensiblemente, había tenido una vida propia lejos de mí. Había vivido, soñado, trabajado, respirado, reído e, incluso, amado, sin sospechar que, al final del camino, yo le estaba esperando. Tampoco yo lo sabía, desde luego. Pero ahí estábamos, y no dejaba de resultar milagroso que alguien como Farag Boswell se hubiera fijado en alguien como yo, que ni en sueños poseía ese atractivo físico que a él le sobraba por todas partes. Desde luego, la belleza física no lo era todo pero, en fin, algo tenía que ver, y aunque eso era algo que jamás me había preocupado, en ese momento hubiera deseado ser guapa y atractiva para que, al despertar, se quedara totalmente deslumbrado.
Suspiré y, luego, me reí bajito. No era cuestión de pedir más milagros. Habría que conformarse. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Nadie me veía, así que me incliné muy despacio para, antes de que se despertara, darle un pequeño beso en aquellas lineas de la frente.
– Doctora… ¿Se encuentra bien, doctora Salina? ¿Y el profesor Boswell?
Me llevé el susto más grande de mi vida. Con el corazón latiéndome a mil por hora y la cara encendida, me incorporé como si tuviera un muelle en la espalda.
– ¿Capitán? ¿Está usted bien? -le pregunté, alejándome de Farag, que seguía dormido.
– ¿Dónde estamos?
– Eso quisiera saber yo.
– Hay que despertar al profesor. Él habla turco.
Se apoyó en las manos e inició el gesto de una flexión para levantar el cuerpo, pero un rictus de dolor le paralizó a medio camino.
– ¿Dónde demonios nos han marcado esta vez? -rezongó.
¡La escarificación! Inconscientemente me llevé la mano a la espalda por encima del hombro, a las cervicales, y sólo entonces sentí las familiares punzadas.
– Creo que hemos recibido la primera de las tres cruces que van sobre la columna.
– ¡Pues esta duele!
¿Cómo no me había dado cuenta? El dolor de mi escarificación se hizo repentinamente intenso.
– Sí, sí que duele -convine-. Creo que duele más que las anteriores.
– Ya se pasará… Tenemos que despertar al profesor.
No lo pensó dos veces y empezó a sacudirlo sin misericordia. Farag gimió.
– ¿Ottavia? -preguntó sin abrir los ojos.
– Lo siento, profesor -refunfuñó la Roca-. No soy la doctora Salina. Soy el capitán Glauser-Róist.
Farag sonrió.
– No es exactamente lo mismo. ¿Y Ottavia?
– Estoy aquí -dije cogiéndole la mano. Él abrió los ojos y me miró.
– Perdonen que les moleste -dijo de malos modos el capitán-, pero tenemos que volver al Patriarcado.
– ¿Ha buscado ya en su ropa, capitán? -le pregunté sin dejar de mirar a Farag y sin dejar de sonreirle-. La pista para la prueba de Alejandría es importante.
Glauser-Róist volvió rápidamente del revés todos los bolsillos de sus pantalones y su chaqueta.
– ¡Aquí está! -exclamó satisfecho, alzando el habitual pliego de papel.
– Veámoslo -propuso Farag, incorporándose sin soltarme la mano-. ¿Nos han marcado en la espalda? -preguntó de pronto, muy sorprendido.
– En las cervicales -le confirmé.
– ¡Vaya, pues esta vez sí que duele!
El capitán, que ya había mirado lo que decía el papel, se lo tendió.
– Si no suelta la mano de la doctora, le costará mucho verlo.
Farag se rió y me acarició rápidamente los dedos antes de liberarme.
– Espero que no le moleste, Kaspar.
– A mí no me molesta nada, profesor -afirmó la Roca, muy serio-. La doctora Salina ya es adulta y sabe lo que hace. Supongo que arreglará su situación con la Iglesia cuanto antes.
– No se preocupe, capitán -le aclaré-. No me olvido ni por un momento de que todavía soy monja. Este asunto es privado pero, como le conozco, sé que se quedará más tranquilo si le digo que soy consciente de los problemas.
El pobre era tan obtuso para ciertas cosas que preferí tranquilizarle.
Farag, que examinaba el papel, se había quedado con la boca abierta.
– ¡Yo sé lo que es esto! -dejó escapar muy alterado.
– Tiene que conocerlo, profesor. La siguiente prueba es en Alejandría.
– ¡No, no! -negó frenéticamente con la cabeza-. ¡No lo había visto en mi vida! Pero podría localizarlo si estuviéramos allí.
– ¿De qué habláis? -quise saber, arrancando el papel de las manos de Farag. Esta vez no era un texto lo que había en aquella superficie rugosa, sino un dibujo bastante tosco hecho con carboncillo. En él se distinguía perfectamente la forma de una serpiente barbuda ceñida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto sobre las cuales aparecía un medallón con la cabeza de Medusa. De los anillos del animal, enredados como un nudo marinero, emergía el tirso de Dioniso, el dios griego de la vegetación y el vino, y el caduceo de Hermes, el dios mensajero-. ¿Qué es esto?
– No lo sé -me respondió Farag-, pero no nos será difícil averiguarlo. En el Museo tenemos un catálogo informatizado de los restos arqueológicos de la ciudad -se acercó a mí y, mirando por encima de mi hombro, señaló el dibujo con el dedo-. Hubiera jurado que podía reconocer casi cualquier obra alejandrina con los ojos cerrados y, sin embargo, aunque el aspecto me resulta familiar, no consigo recordar esta figura. ¿Ves la mezcla de estilos? ¿Ves el caduceo de Hermes y las coronas de los faraones? La serpiente barbuda es un símbolo romano. Esta combinación tan estrafalaria es característica de Alejandría.
– Profesor, si no le importa, ¿podría acercarse a ese taller y preguntar dónde demonios estamos? -volvió a interrumpirnos la Roca-. Y pregunte si tienen teléfono. Mi móvil se estropeó con el agua de la cisterna.
Farag sonrió.
– Tranquilo, Kaspar. Yo me encargo.
– Este es el número del Patriarcado -añadió Glauser-Róist, entregándole, abierta, su pequeña agenda-. Dígale al padre Kallistos dónde estamos y pídale que vengan a buscarnos.
A mí no me hacia ninguna gracia que Farag caminara tan decidido hacia aquel antro de chatarra y desapareciera en su interior, pero no tardó ni cinco minutos en regresar y, cuando lo hizo, traía en la cara una amplia sonrisa.
– Ya he hablado con el Patriarcado, capitán -gritó mientras volvía-. Vendrán enseguida. Estamos en los restos de lo que fue el Gran Palacio de Justiniano.