– ¿El Gran Palacio de Justiniano… esto? -dije con aprensión, mirando alrededor.
– Exacto, Basileia. Nos encontramos en el barrio de Zeyrek, en la parte vieja de la ciudad, y este patio es todo lo que queda del palacio imperial de Justiniano y Teodora.
Se puso a mi lado y me cogió la mano.
– No lo puedo entender, Farag -murmuré, apesadumbrada-. ¿Cómo permiten que las cosas lleguen hasta este extremo?
– Para los turcos, los restos bizantinos no tienen el mismo valor que tienen para nosotros, Basileia. Ellos no comprenden más religión que la suya, con todas las implicaciones culturales y sociales que eso conlleva. Conservan sus mezquitas, pero ¿por qué conservar las iglesias de una religión extraña? Este es un país pobre que no puede preocuparse por un pasado que desconoce y que no le interesa.
– ¡Pero es cultura, historia! -me enfurecí-. ¡Es futuro!
– Aquí la gente sobrevive como puede -rehusó-. Las viejas iglesias se convierten en casas y los viejos palacios en talleres y, cuando se vengan abajo, buscarán otras iglesias y otros palacios en los que instalar su hogar o su negocio. Tienen una mentalidad distinta a la nuestra. Sencillamente, ¿por qué conservar si se puede reutilizar? Agradezcamos que han preservado Santa Sofía.
– En cuanto llegue el coche del Patriarcado, iremos directamente al aeropuerto -anunció lacónicamente Glauser-Róist.
Me sobresalté.
– ¿Así? ¿Desde aquí? ¿Sin cambiarnos de ropa ni duchamos?
– Ya lo haremos en Alejandría. Sólo son tres horas de viaje y podemos asearnos en el Westwind. ¿O prefiere tener que explicar lo que hemos descubierto ahí abajo?
Era obvio que no, así que no puse más objeciones.
– Espero que no haya demasiados problemas para que yo pueda volver a Egipto… -murmuró preocupado Farag. La última vez que había salido de su país lo había hecho como sospechoso del robo de un manuscrito en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí y había tenido que escapar con pasaporte diplomático de la Santa Sede por la frontera israelí.
– No se preocupe, profesor -le tranquilizó la Roca-, el Códice Iyasus ya ha sido devuelto oficialmente al monasterio de donde lo tomamos prestado.
– ¡Prestado! -exclamé con sorna-. ¡Menudo eufemismo!
– Llámelo como quiera, doctora, pero lo que importa es que el Códice ha vuelto a la biblioteca de Santa Catalina y que tanto la Iglesia Católica como las Iglesias Ortodoxas han presentado al abad las oportunas disculpas y explicaciones. El arzobispo Damianos ha retirado la denuncia y, por lo tanto, profesor, es usted completamente libre de volver a su casa y a su trabajo.
Durante unos minutos, en aquel vertedero sólo pudo escucharse el zumbido de las moscas y el chirrido de la sierra mecánica. Farag no daba crédito a sus oídos. Estaba enfadándose lentamente, concienzudamente, como una caldera que se enciende y empieza a ganar presión. El capitán permanecía tranquilo pero a mí me temblaban las piernas porque sabía que, aunque Farag era dueño de un carácter afable, las personas como él aguantaban hasta un límite, pasado el cual podían volverse realmente violentas. Por fin, como me temía, Boswell se adelantó furioso hacia Glauser-Róist y se detuvo a pocos centímetros de su cara.
– ¿Desde cuándo está el Códice en Santa Catalina? -masculló, con los dientes apretados.
– Desde la semana pasada. Hubo que hacer una copia del manuscrito y devolverle su aspecto original. Les recuerdo en qué condiciones lo dejamos, descuadernado y con las hojas sueltas. Luego, a través del Patriarca copto-católico de su Iglesia y del Patriarca de Jerusalén, Su Beatitud Michel Sabbah, se iniciaron las conversaciones con el arzobispo Damianos. Su Patriarca, Stephano II Ghattas, habló también con el director del Museo Grecorromano de Alejandría y, desde ayer, se encuentra usted en situación de permiso especial indefinido. Creí que le gustaría saberlo.
Farag se deshinchó como un globo. Incrédulo, me miró y miró a Glauser-Róist varias veces antes de ser capaz de articular palabra.
– ¿Puedo volver a casa…? -tartamudeó-. ¿Puedo volver al museo…?
– No, al museo todavía no. Pero a su casa volverá esta misma tarde. ¿Le parece bien?
¿Por qué estaba tan emocionado ante la posibilidad de volver a Alejandría y de recuperar su trabajo en el Museo Grecorromano? ¿Acaso no me había dicho que ser copto en Egipto era ser un paria? ¿Acaso la guerrilla islámica no había matado, el año anterior, a su hermano pequeño, a su cuñada y a su sobrino de cinco meses a la salida de la iglesia? Todo eso me lo había contado él la primera vez que cenamos juntos.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó estirándose y levantando los brazos al cielo como los corredores cuando llegan victoriosos a la meta-. ¡Esta noche estaré en casa!
Mientras se explayaba en una larga perorata sobre lo mucho que me iba a gustar Alejandría y lo contento que se pondría su padre cuando le viera y cuando me conociera, el coche del Patriarcado pasó por una de las calles aledañas y nos recogió, por fin, en el lado opuesto del vertedero. Tardé una eternidad en llegar hasta él, porque el suelo estaba lleno de peligrosos y afilados desperdicios que hubieran podido cortarme los pies, pero, cuando me senté en su interior con un largo suspiro de alivio, descubrí que había sido un hermoso paseo por un camino de rosas: a mi lado, en la parte trasera del vehículo que conducía el chófer del Patriarca, se encontraba la experta en arquitectura bizantina Doria Sciarra.
El capitán tomó asiento junto al conductor y yo, intencionadamente, hice que Farag entrara por la otra puerta para que también él se sentara junto a Doria, que quedó aprisionada entre ambos. Me mostré encantadora con ella, como si nada de lo ocurrido el día anterior hubiera tenido la menor importancia. Me alegré, sin embargo, cuando la vi arrugar la nariz por el olor que despedíamos. Estaba ofendida porque mientras ella entretenía al portero de Fatih Camii, nosotros habíamos desaparecido y la habíamos dejado sola. Cuando volvió al patio y no pudo encontrarnos por ninguna parte, se fue caminando hasta el coche y estuvo esperando hasta que anocheció. Sólo entonces, preocupada y sola, regresó al Patriarcado. Quiso que le contáramos todo lo que nos había pasado, pero esquivamos sus preguntas con respuestas anodinas, hablándole superficialmente de lo dura que había sido la prueba y de los terribles dolores y torturas que habíamos padecido, provocando de esta manera que perdiera el interés. ¿Cómo íbamos a contarle que habíamos hecho el descubrimiento más grande de la historia?
Farag se comportó con ella igual de encantador que el día anterior, pero sin seguirle el juego. No respondió ni una sola vez a sus tonterías e insinuaciones y yo me sentí muy tranquila al comprobar que, por mi parte, estaba perfectamente en paz conmigo misma: en paz en lo relativo a Farag y en paz con Doria, que había deseado herirme y sólo lo había podido conseguir fugazmente. Su deseo quedaría en ridícula tentativa si yo no permitía que lograra su objetivo. De modo que sonreí, charlé y bromeé como si el día anterior hubiera sido un día cualquiera y no el día en que mi mundo se había venido abajo para volverse a levantar, en el último minuto, de la mano de Farag. Ahora él era lo único que me importaba y Doria ya no era nadie.
Cuando el coche del Patriarcado nos dejó frente al enorme hangar donde permanecía el Westwind, me despedí de mi vieja amiga con un par de besos en las mejillas a pesar de su discreto conato de evasión; nunca sabré si fue porque estaba desorientada y se sentía culpable o por el olor que yo emanaba, pero el caso fue que la besé a la fuerza, de manera encantadora, y que le di las gracias «por todo» repetidamente. Farag y el capitán se limitaron a estrecharle la mano y ella huyó en el vehículo patriarcal para no volver a aparecer nunca más.
– ¿Qué te dijo Doria ayer que te cambió la cara después de la comida? -me preguntó Farag mientras subíamos por la escalerilla.
– Ya te lo contaré más adelante -repuse-. ¿Cómo es que no te acercaste a mí si te diste cuenta de lo mal que estaba?