– Les recuerdo -susurró la Roca, por si no habíamos pensado en ello- que estas catacumbas apenas están exploradas. Este nivel, en concreto, no ha sido estudiado todavía, así que lleven mucho cuidado.
– ¿Y por qué no examinamos el piso de arriba? -propuse, notando en las sienes los latidos acelerados de mi corazón-. Hemos dejado muchas galerías por recorrer. A lo mejor la entrada al Purgatorio está allí.
El capitán avanzó unos cuantos metros hacia adelante y, por fin, se detuvo, iluminando algo en el suelo.
– No lo creo, doctora. Fíjese.
A sus pies, encerrado en el intenso círculo de luz, podía distinguirse con total nitidez un Monograma de Constantino, idéntico al que Abi-Ruj Iyasus llevaba en el torso -con el travesaño horizontal- y al que exhibía la cubierta del códice sustraído de Santa Catalina. No había ninguna duda de que los staurofílakes habían pasado por allí. Lo que no se podía saber, me dije angustiada, era cuánto tiempo hacia que habían pasado, ya que la mayoría de las catacumbas habían caído en el olvido durante la baja Edad Media, después de que, retiradas poco a poco las reliquias de los santos por motivos de seguridad, los desprendimientos y la vegetación condenaron las entradas hasta el punto de perderse completamente el rastro de muchas de ellas. Farag no cabía en sí de gozo. Mientras avanzábamos a buen ritmo por un túnel de techos altísimos, afirmaba que habíamos descifrado el lenguaje mistérico de los staurofílakes y que, a partir de ahora, podríamos comprender todas sus pistas y señales con bastante acierto. Su voz llegaba desde la cerrada oscuridad que quedaba a mi espalda, pues la única luz que iluminaba aquella galería era la de la linterna del capitán, que caminaba un metro por delante de mí, y cuyo reflejo sobre las paredes de roca permitía que yo pudiera examinar las tres filas de lóculos -muchos de ellos evidentemente ocupados-, que discurrían a la altura de nuestros pies, nuestras cinturas y nuestras cabezas. Leía al vuelo los nombres de los difuntos grabados en las pocas lápidas que aún permanecían en su sitio: Dionisio, Puteolano, Cartilia, Astasio, Valentina, Gorgono… Todas mostraban algún dibujo simbólico relacionado con el trabajo que desarrollaron en vida (sacerdote, agricultor, ama de casa…), o con la primitiva religión cristiana que profesaban (el Buen Pastor, la paloma, el anda, los panes y los peces…) o, incluso, incrustados en el yeso, podían verse objetos personales de los fallecidos, desde monedas hasta herramientas o juguetes, si es que eran niños. Aquel lugar no tenía precio como fuente histórica.
– Un nuevo Crismón -anunció el capitán, deteniéndose en una intersección de galerías.
A la derecha, al fondo de un pasaje estrecho, se abría un cubículo en el que se distinguía un altar en el centro y, en las paredes, varios lóculos y arcosolios -nichos grandes, con forma de bóveda de horno, en los que solía enterrarse a una familia completa-; a la izquierda, otra galería de altos techos idéntica a la que habíamos venido siguiendo; delante de nosotros, una nueva escalera excavada en la roca, pero, en este caso, una escalera de caracol cuyos peldaños descendían girando en torno a una gruesa columna central de piedra pulida que desaparecía en las oscuras profundidades de la tierra.
– Déjeme verlo -pidió Farag, adelantándome.
El Monograma de Constantino aparecía cincelado exactamente en el primer escalón.
– Creo que debemos seguir bajando -murmuró el profesor, pasándose nerviosamente las manos por el pelo y subiéndose las gafas una y otra vez a pesar de tenerlas pegadas a los ojos.
– No me parece prudente -objeté-. Es una temeridad seguir descendiendo.
– Ahora ya no podemos retroceder -afirmó la Roca.
– ¿Qué hora es? -preguntó inquieto Farag, al tiempo que miraba su propio reloj.
– Las siete menos cuarto -anunció el capitán, iniciando la bajada.
De haber podido, habría dado marcha atrás y habría regresado a la superficie, pero ¿quién era la valiente que desandaba sola, y a oscuras, aquel laberinto lleno de muertos, por muy cristianos que fueran? De manera que no tuve más remedio que seguir al capitán e iniciar el descenso, escoltada inmediatamente por Farag.
La escalera de caracol parecía no tener fin. Nos precipitábamos en aquel pozo peldaño tras peldaño, respirando un aire cada vez más pesado y más agobiante, sujetándonos a la columna para no perder el equilibrio y dar un traspiés. Pronto, el capitán y Farag tuvieron que empezar a inclinar las cabezas, pues sus frentes quedaban a la altura de los escalones por los que ya habíamos descendido. Poco después, el ancho de la escalinata comenzó también a decrecer: el muro lateral que la cerraba y la columna del centro se iban uniendo insensiblemente, adquiriendo aquel horrible embudo un tamaño más propio de niños que de personas adultas. Llegó un momento en que el capitán tuvo que seguir bajando encorvado y de costado, pues sus anchos hombros ya no cabían en la abertura.
Si aquello estaba pensado por los staurofílakes, había que reconocer que tenían una mente retorcida. La sensación era claustrofóbica, daban ganas de echar a correr, de salir de allí poniendo pies en polvorosa. Parecía que faltaba el aire y que el regreso a la superficie era poco menos que imposible. Como si nos hubiéramos despedido para siempre de la vida real (con sus coches, sus luces, sus gentes, etc.), teníamos la impresión de estar entrando en uno de esos nichos para muertos del que ya no podríamos salir jamás. El tiempo se hacía eterno sin que viéramos el final de aquella escalera diabólica, que cada vez era más y más pequeña.
En un momento dado, fui presa de un ataque de pánico. Sentí que no podía respirar, que me ahogaba. Mi único pensamiento era que tenía que salir de allí, salir de aquel agujero cuanto antes, volver inmediatamente a la superficie. Boqueaba como un pez fuera del agua. Me detuve, cerré los ojos e intenté calmar los feroces y apresurados golpes de mí corazón.
– Un momento, capitán -solicitó Farag-. La doctora no se encuentra bien.
El lugar era tan estrecho que apenas podía acercarse a mí. Me acarició el pelo con una mano y luego, suavemente, las mejillas.
– ¿Estás mejor, Ottavia? -preguntó.
– No puedo respirar.
– Sí puedes, sólo tienes que calmarte.
– Tengo que salir de aquí.
– Escúchame -dijo firmemente, sujetándome por la barbilla y levantándome la cara hacia él, que estaba unos peldaños más arriba-. No dejes que te domine la claustrofobia. Respira hondo. Varias veces. Olvídate de dónde estamos y mírame, ¿vale?
Le obedecí porque no podía hacer otra cosa, porque no había ninguna otra solución. De manera que le miré fijamente y, como por arte de magia, sus ojos me dieron aliento y su sonrisa ensanchó mis pulmones. Empecé a sosegarme y a recuperar el control. En menos de un par de minutos estaba bien. Volvió a acariciarme el pelo y le hizo una seña al capitán para que continuara el descenso. Cinco o seis escalones más abajo, sin embargo, Glauser-Róist se detuvo en seco.
– Otro Crismón.
– ¿Dónde? -preguntó Farag. Ni él ni yo podíamos verlo.
– En el muro, a la altura de mi cabeza. Está grabado más profundamente que los otros.
– Los otros estaban en el suelo -apunté-. El desgaste de las pisadas habrá rebajado el tallado.
– Es absurdo -añadió Farag-. ¿Por qué un Crismón aquí? No tiene que indicarnos ningún camino.
– Puede ser una confirmación para que el aspirante a staurofílax sepa que va por buen camino. Una señal de ánimo o algo así.
– Es posible -concluyó Farag, no muy convencido.
Reanudamos el descenso, pero apenas habíamos bajado otros tres o cuatro escalones, el capitán volvió a detenerse.
– Un nuevo Crismón.
– ¿Dónde se encuentra esta vez? -quiso saber el profesor, muy alterado.
– En el mismo sitio que el anterior -el anterior estaba, en ese momento, a la altura de mi cara; podía verlo con total claridad.