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El capitán enfocó hacia el fondo de la cripta y en ese momento entendí mejor que nunca el sentido original de la palabra (derivada de crupth, kripte, que quiere decir «esconder», «ocultar»). Lo primero que divisé fue un pequeño altar al fondo, en la nave central, y es que aquel lugar tenía la forma perfecta de una iglesia, en miniatura y como hecha a escala, pero con su división en tres naves mediante columnas de capitel bajo e, incluso, sus correspondientes capillas laterales, completamente a oscuras.

– ¿Está insinuando, capitán -quiso saber Boswell-, que el padre Bonuomo puede ser un staurofílax?

– Digo que puede serlo tanto como el sacristán de Santa Lucía.

– Entonces, lo es -afirmé muy convencida, adentrándome en la iglesita.

– No podemos estar seguros, doctora. Es sólo una intuición y con una intuición no vamos a ninguna parte.

– ¿Y cómo es que conocía usted la existencia de este lugar casi clandestino? -pregunté con curiosidad.

– Porque busqué en Internet. Se puede encontrar casi cualquier cosa en Internet. Aunque eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctora?

– ¿Yo? -me extrañé-. ¡Pero si yo apenas sé manejar el ordenador!

– Sin embargo, fue en Internet donde encontró toda la información sobre los Ligna Crucis y el accidente de aviación de Abi-Ruj Iyasus, ¿no es cierto?

Me quedé paralizada por la pregunta a bocajarro. De ningún modo podía confesar que había involucrado a mi pobre sobrino Stefano en la investigación, pero tampoco podía mentir y, además, ¿para qué? A esas alturas mi cara ya debía estar expresando toda la culpabilidad que sentía.

Sin embargo, Glauser-Róist no se quedó a esperar la respuesta. Me adelantó por la derecha y, al pasar, puso en mi mano otra linterna, idéntica a la que también entregó a Farag. De modo que nos dividimos, cada uno se fue hacia un lado y, con el resplandor de los tres focos, el lugar se volvió menos inhóspito.

– Esta cripta es conocida como la Cripta de Adriano, en honor del papa Adriano I que fue quien ordenó su restauración en el siglo VIII -nos fue explicando la Roca mientras registrábamos, metro a metro, todo el recinto-. Sin embargo, su construcción se ha fechado en torno al siglo III, durante las persecuciones de Diocleciano, cuando los primeros cristianos decidieron aprovechar los cimientos de un templo pagano que había en esta zona para edificar una pequeña iglesia secreta. Esos trozos de piedra que resaltan en el enlucido del muro son los restos del templo pagano y el altar del ábside es lo que queda del Ara Maxima.

– Era un templo dedicado a Hércules Invicto -le aclaré.

– Exactamente lo que yo he dicho: un templo pagano -repitió.

Con mi linterná iluminé y examiné cada rincón de las tres naves y alguno de los pequeños oratorios laterales de la izquierda. Había polvo por todas partes, así como urnas desvencijadas conteniendo los restos de santos y mártires olvidados muchos siglos atrás por la devoción popular. Pero, aparte de su obvio interés histórico y artístico, aquella discreta capilla no tenía nada digno de mención. Era, simplemente, una curiosa iglesia subterránea sin ningún dato que nos aportara pistas sobre la primera prueba del purgatorio staurofilakense.

Después de un rato de infructuosa búsqueda, los tres nos reunimos en el ábside y nos sentamos en el suelo, junto al Ara Maxima, para recapitular. Yo, como llevaba pantalones, me acomodé tranquilamente. Dentro de una arqueta, en el muro, el cráneo y los huesos de una tal Santa Cirilla reposaban a mi lado («Santa Cirilla, virgen y mártir, hija de santa Trifonia, muerta por Cristo bajo el príncipe Claudio», rezaba el epitafio latino).

– Esta vez no hemos encontrado ningún Crismón que nos indique el camino -señaló Farag, retirándose el pelo de la cara.

– Algo tiene que haber -repuso, bastante enfadado, el capitán-. Hagamos memoria de todo lo que hemos visto desde que llegamos a Santa María in Cosmedín. ¿Qué nos ha llamado la atención?

– ¡La Boca de la Verdad! -exclamó Boswell lleno de entusiasmo. Yo sonreí.

– No me refiero a las atracciones turísticas, profesor.

– Bueno… A mí es lo que más me ha llamado la atención.

– La verdad es que esa tapa de alcantarilla romana tiene su interés -comenté para respaldarle.

– Muy bien -profirió la Roca-. Volveremos arriba y comenzaremos toda la inspección de nuevo.

Aquello era más de lo que yo podía soportar. Miré mi reloj de pulsera y vi que marcaba las cinco y media de la tarde.

– ¿No podríamos volver mañana, capitán? Estamos cansados.

– Mañana, doctora, estaremos en Rávena, afrontando el segundo circulo del Purgatorio. ¿No entiende que en este mismo momento, en cualquier parte del mundo, puede estar teniendo lugar otro robo de Ligna Crucis? ¡Incluso aquí mismo, en Roma! No, no vamos a parar y tampoco vamos a descansar.

– Estoy seguro de que no tiene importancia… -declaró, de pronto, el profesor, volviendo a sus tics nerviosos del titubeo y las gafas-, pero he visto algo extraño por allí -y señaló uno de los oratorios laterales de la derecha.

– ¿De qué se trata, profesor?

– Una palabra escrita en el suelo… Grabada en la piedra, más bien.

– ¿Qué palabra?

– No se distingue claramente, porque está muy desgastada, pero parece que pone «Vom».

– ¿«Vom»?

– Veámosla -decidió la Roca, poniéndose en pie.

En la esquina interior izquierda del oratorio, justo en el centro de una enorme losa rectangular que hacía ángulo recto con las paredes, podía leerse, en efecto, la palabra «VOM».

– ¿Qué quiere decir «Vom»? -preguntó la Roca.

Estaba a punto de responderle cuando, de repente, oímos un chasquido seco y el suelo comenzó a oscilar como si se hubiera declarado un formidable terremoto. Yo solté un grito mientras caía como un peso muerto sobre la losa que se hundía en las profundidades de la tierra, balanceándose furiosamente de un lado a otro. Sin embargo, recuerdo un detalle importante: segundos antes del chasquido, mi nariz percibió, con mucha intensidad, el inconfundible olor acre del sudor y la mugre del padre Bonuomo, que debía encontrarse muy cerca de nosotros.

El pánico me impedía pensar, sólo trataba, angustiosamente, de agarrarme al suelo oscilante para no caer al vacio. Perdí la linterna y el bolso, mientras una mano de hierro me sujetaba por la muñeca, ayudándome a mantener el cuerpo pegado a la piedra.

Estuvimos descendiendo en esas condiciones durante mucho tiempo -aunque, claro, también podría ser que a mí me pareciera eterno lo que sólo duró unos minutos-, y, por fin, la dichosa piedra tocó suelo y se detuvo. Ninguno de nosotros se movió. Sólo podía escuchar las respiraciones agitadas de Farag y del capitán por debajo de la mía. Sentía las piernas y los brazos como si fueran de goma, como si no pudieran volver a sostenerme; un temblor incontrolable me agitaba entera, de los pies a la cabeza, y notaba el corazón desbocado y unas enormes ganas de vomitar. Recuerdo haberme dado cuenta de que me llegaba una luz cegadora a través de los párpados cerrados. Debíamos parecer tres ranas tendidas boca abajo en la batea de un científico loco.

– No… No lo hemos… hecho bien… -oí decir a Farag.

– ¿Se puede saber qué está diciendo, profesor? -preguntó la Roca en voz muy baja, cómo si le faltara fuerza para hablar.

– «… por la hendidura de una roca -recitó el profesor tomando bocanadas de aire-, que se movía de uno y de otro lado como la ola que huye y se aleja. “Aquí es preciso usar la destreza -dijo mi guía- y que nos acerquemos aquí y allá del lado que se aparta.“»

– Dichoso Dante Alighieri… -susurré con desmayo.

Mis compañeros se incorporaron, y la mano de hierro que aún me sujetaba, me soltó. Sólo entonces supe que se trataba de Farag, que se puso frente a mi cara y me tendió la misma mano con timidez, ofreciéndome su caballerosa ayuda para ponerme en pie.