Y ahora me encontraba allí, en aquel helipuerto, vestida con mis pantalones recién lavados y planchados, a punto de subir en un helicóptero por primera vez en mi vida. Me santigüé cuando el piloto y el capitán nos indicaron que debíamos entrar en el aparato, y me sorprendí al comprobar lo cómodo y elegante que era el interior. Nada de incómodos bancos metálicos ni de aparataje militar. Farag y yo tomamos asiento en unos mullidos sillones de cuero blanco, en una cabina con aire acondicionado, anchas ventanas y un silencio comparable al de una iglesia. Nuestros equipajes fueron cargados en la parte posterior de la nave y el capitán Glauser-Róist ocupó el lugar del segundo piloto.
– Estamos despegando -me anunció Farag, mirando por la ventana.
El helicóptero se apartó del suelo con un leve balanceo y, si no hubiera sido por la fuerte vibración de los motores, ni me habría enterado de que ya estábamos en el aire.
Era increíble volar así, con el sol a nuestra derecha y ejecutando una especie de baile y unos movimientos que jamás podrían realizarse con un avión, mucho más estable y aburrido. El cielo deslumbraba de una manera increíble, de modo que trataba de mirar por la ventana achicando los ojos. De repente, la figura de Farag se interpuso entre la luz y yo y, al mismo tiempo que me clavaba algo en las orejas, me dijo:
– No es necesario que me las devuelvas -sonrió-. Como eres un ratón de biblioteca, sabía que no tendrías.
Y me colocó un par de gafas de sol que me permitieron mirar con naturalidad por primera vez desde que habíamos despegado. Me llamó la atención cómo se reflejaba contra su pelo claro la luz horizontal que se colaba por los cristales.
El sol estaba cada vez más alto y nuestro helicóptero sobrevolaba ya la ciudad de Foril, a veinte kilómetros de Rávena. En unos quince minutos, nos dijo Glauser-Róist por los altavoces de la cabina, llegaríamos al delta del Po. Una vez allí, nosotros tres desembarcaríamos y el helicóptero volaría hasta el aeropuerto de la Spreta, en Rávena, donde esperaría instrucciones.
Los quince minutos pasaron en un suspiro. De repente, el aparato se inclinó hacia delante y comenzamos una bajada vertiginosa que me aceleró el corazón.
– Hemos descendido a unos quinientos pies de altitud -anunció la voz metalizada del capitán-. Estamos sobrevolando el bosque de Palli. Observen la espesura.
Farag y yo pegamos las caras a las ventanillas y vimos una interminable alfombra verde, formada por unos árboles enormes, que no tenía ni principio ni fin. Mi vaga idea de cuánto podrían ser cinco mil hectáreas resultó sobrepasada con mucho.
– Menos mal que no hemos tenido que cruzarlo andando -musité, sin dejar de mirar hacia abajo.
– No adelantes acontecimientos… -replicó Farag.
– A la izquierda pueden ver el monasterio -dijo la voz del capitán-. Aterrizaremos en el claro que hay frente a la entrada.
Boswell se puso a mi lado para contemplar la abadía. Un modesto campanario de forma cilíndrica, dividido en cuatro pisos y con una cruz sobre el tejadillo, indicaba el emplazamiento exacto de lo que, muchos siglos atrás, debió de ser un hermoso lugar de recogimiento y oración. En la actualidad, sólo permanecía en pie la robusta muralla oval que cercaba el complejo, porque el resto, a vista de pájaro, sólo era un montón de piedras derruidas y de paredes solitarias, aquí y allá, que mantenían difícilmente el equilibrio. Únicamente cuando iniciamos el descenso hacia el claro, provocando con el aire de las palas una gran agitación en el boscaje, divisamos unas pequeñas edificaciones cercanas a los muros.
El helicóptero tomó tierra con suavidad y Farag y yo abrimos la portezuela del compartimiento de pasajeros. No caímos en la cuenta de que las hélices no se habían detenido y que giraban con una potencia salvaje que nos empujó como míseras bolsas de plástico en mitad de un huracán. Farag tuvo que sujetarme por el codo y ayudarme a salir de la turbulencia, porque yo me hubiera quedado, como una tonta, a merced del ciclón.
En la cabina de mando, el capitán se demoraba hablando con el joven piloto que ahora sólo era un casco redondo de visera negra y deslumbrante. El hombre hizo gestos de asentimiento y aceleró de nuevo los motores mientras Glauser-Róist, con menor esfuerzo que nosotros, atravesaba el torbellino. La máquina volvió a elevarse en el aire y, en pocos segundos, ya no era más que una lejana mota blanca en el cielo. Mi primer vuelo en helicóptero había sido apasionante, algo digno de repetir en la primera ocasión, y, sin embargo, en una fracción de segundo mi mente lo había convertido en agua pasada: Farag, el capitán y yo nos encontrábamos frente a la cancela de entrada del solitario monasterio benedictino de Agios Konstantinos Akanzón y el único sonido que escuchábamos era el canto de los pájaros.
– Bueno, pues ya hemos llegado -declaró la Roca, echando un vistazo a los alrededores-. Ahora vayamos en busca de nuestro amigo, el staurofílax que vigila esta prueba.
Pero no fue necesario porque, como surgidos de la nada, dos monjes ancianos, ataviados con los hábitos negros de los benedictinos, aparecieron por el camino de piedrecillas que terminaba en la verja.
– ¡Hola, buenos días! -exclamó uno de ellos, agitando el brazo en el aire, mientras el otro abría las puertas-. ¿Queréis albergue?
– ¡Sí, padre! -le respondí.
– ¿Y vuestras mochilas? -preguntó el más viejo de los dos, juntando las manos sobre el pecho y cubriéndolas con las mangas.
La Roca levantó la suya para que la vieran.
– Aquí llevamos todo lo necesario.
Ya estábamos reunidos los cinco junto a la cancela. Los monjes eran mucho más viejos de lo que yo había supuesto, pero exhibían un agradable ánimo jovial y unas sonrisas amables.
– ¿Habéis desayunado? -preguntó el que todavía conservaba un poco de pelo.
– Sí, gracias -respondió Farag.
– Pues vamos a la hostería y os daremos habitaciones -nos examinó de arriba abajo y añadió-: Tres, ¿verdad? ¿O alguno de ellos es tu marido, joven?
Yo sonreí.
– No, padre. Ninguno es mi marido.
– ¿Y por qué habéis venido en helicóptero? -quiso saber el otro, el nonagenario, con curiosidad infantil.
– No disponemos de mucho tiempo -le explicó la Roca, que caminaba muy despacio para que sus zancadas no dejaran atrás a los ancianos.
– ¡Ah! Pues debéis de ser muy ricos, porque un viaje en helicóptero no puede permitírselo todo el mundo.
Y ambos frailes se rieron a carcajadas como si hubieran oído el chiste más gracioso del mundo. Nosotros, a hurtadillas, intercambiamos miradas perplejas: o aquellos staurofílakes eran unos actores consumados o nos habíamos equivocado por completo de lugar. Yo los examinaba minuciosamente intentando detectar la menor señal de engaño, pero en sus arrugadas caras se reflejaba una total inocencia y sus francas sonrisas parecían absolutamente sinceras. ¿Habríamos cometido algún error?
Avanzamos hacia la hostería mientras los monjes nos contaban de manera sucinta la historia del monasterio. Estaban muy orgullosos de los frescos bizantinos que decoraban el refectorio y del buen estado de conservación de la iglesia, tarea a la que dedicaban su vida entera al margen de la atención a los pocos excursionistas que llegaban hasta allí. Quisieron saber cómo se nos había ocurrido visitar San Constantino Acanzzo y cuánto tiempo íbamos a quedarnos. Por supuesto, nos recalcaron, estábamos invitados a compartir su mesa y, si sus atenciones nos parecían correctas, no estaría de más que, puesto que éramos tan ricos, dejáramos, al irnos, una buena propina para la abadía. Y, después de decir esto, volvieron a reírse como niños felices.