Glauser-Róist, que seguía consultando la Divina Comedia, levantó la cabeza y nos miró con los ojos brillantes:
– Pues, si como usted ha dicho, doctora, el azar ha tirado sus dados, resulta que ha acertado de lleno, porque Virgilio y Dante llegan al segundo círculo exactamente después del mediodía. O sea, casi a la misma hora que nosotros.
Con una sonrisa de satisfacción, me puse de cara hacia el sol, fijé bien el pie derecho en el suelo y giré hacia la izquierda, y la izquierda resultó ser el pasillo de la derecha, de modo que empezamos a caminar por «el liso camino» entre «las lisas murallas», que, sin embargo, sólo eran lisas en apariencia, pues estaban formadas por una prieta enramada. Tampoco «el liso camino» era totalmente liso, ya que, cada cien o doscientos metros, firmemente anclada al suelo de tierra, aparecía una estrella de madera. Al principio nos llamaron mucho la atención esas figuras y nos hicimos cábalas sobre su posible significado, pero, al cabo de más de una hora de paseo, decidimos que, fueran lo que fuesen, nos daba lo mismo.
Caminamos a buen paso durante otra hora más sin que el paisaje sufriera la menor variación: un pasillo de tierra en el centro, salpicado de estrellas, y un par de elevadísimos muros verdes que, por efecto de la perspectiva, terminaban juntándose a cierta distancia delante de nosotros.
El cansancio empezaba a hacer mella en mí. Tenía los pies ardientes y doloridos dentro de los zapatos y hubiera dado cualquier cosa por una silla o, mejor aún, por un cómodo sillón como el del helicóptero. Pero, al igual que Dante y Virgilio -aunque este, por ser un espíritu, nunca desfallecía-, también nosotros, antes de encontrar algo digno de mención, tuvimos que caminar bastante.
– Me estoy acordando de una frase de Borges -murmuro Farag- que dice: «Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective.» Creo que es de Artificios.
– ¿Y no recuerdas aquello del «círculo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta»? -yo también había leído a Borges, así que ¿por qué no presumir?
Sobre las cinco de la tarde, y sin que ninguno se hubiera acordado del hambre ni de la sed, por fin, el segundo seto, el interno, nos mostró una irregularidad en su trazado: una puerta de hierro, tan alta como el cercado y de unos ochenta centímetros de ancho. Al empujarla y traspasar el dintel descubrimos, además, un par de cosas interesantes: la primera, que nuestros enormes setos no eran sino muros de gruesa y sólida piedra (de casi medio metro de espesor) enteramente cubiertos por las enredaderas; y la segunda, que aquella puerta estaba diseñada de tal manera que, en cuanto la hubiéramos cerrado a nuestras espaldas, ya no podríamos volverla a abrir.
– Salvo que pongamos un tope -propuso Boswell, que ese día estaba inspirado.
Como no había piedras en las cercanías ni podíamos prescindir de nada de lo que llevábamos encima, y como, para remate, la dichosa enredadera era fuerte como el cáñamo y pinchaba como un demonio, la única solución que encontramos fue poner como traba el reloj de Farag, que lo ofreció generosamente arguyendo que era de titanio y que aguantaría sin problemas. Sin embargo, en cuanto apoyamos la hoja de hierro sobre él, y eso que lo hicimos con muchísima delicadeza, la pobre máquina, aunque aguantó unos segundos, cedió bajo el peso y se descompuso en mil pedazos.
– Lo siento, Farag -le dije, intentando consolarle. Pero él, más que disgustado, parecía confuso e incrédulo.
– No se preocupe, profesor, el Vaticano le indemnizará. Lo malo -concluyó- es que ahora la puerta se ha cerrado y no hay manera de volver a abrirla.
– Bueno, ¿y acaso no quiere eso decir que vamos bien? -repuse, animosa.
Reiniciamos la marcha en el mismo sentido, percatándonos de que este segundo pasillo era algo más estrecho que el anterior. La oscuridad empezaba a volverse peligrosa. Quizá fuera del bosque todavía hubiera bastante luz, pero bajo aquel espeso cielo de ramas la visibilidad era muy pobre.
Aún no habíamos caminado cien metros cuando topamos con un nuevo símbolo en el suelo, aunque este era mucho más originaclass="underline"
Por su color y tacto, parecía estar hecho de plomo (aunque no podíamos estar muy seguros) y, desde luego, quien lo hubiera puesto allí se había cerciorado de que fuera imposible moverlo ni un ápice. Parecía formar parte de la tierra, como brotado de ella.
– El caso es que su forma me suena mucho -comenté, examinándolo en cuclillas-. ¿No es un signo zodiacal?
El capitán se mantuvo erguido, a la espera de que los dos expertos en asuntos clásicos dieran su veredicto.
– No. Lo parece, pero no -objetó Farag, limpiando con la palma de la mano la broza acumulada sobre la pieza-. Es el símbolo por el cual, desde la antigüedad, se conoce al planeta Saturno.
– ¿Y qué tiene que ver Saturno con todo esto?
– Si lo supiésemos, doctora, ya podríamos volver a casa -refunfuñó la Roca.
Disimuladamente, enseñé los colmillos en un gesto de desprecio que sólo pudo ver Farag, que sonrió a escondidas. Luego nos pusimos de pie y seguimos andando. La noche se cernía sobre nosotros. De vez en cuando, se oía el grito de algún pájaro y el rumor de las hojas movidas por una racha de viento. Por si algo faltaba, estaba empezando a refrescar.
– ¿Tendremos que pasar aquí la noche? -inquirí, subiéndome el cuello de la chaqueta. Menos mal que era de piel y que tenía un buen forro de franela.
– Me temo que sí, Basileia. Espero que usted, Kaspar, haya previsto esta contingencia.
– ¿Qué quiere decir Basileia? -preguntó el capitán por toda respuesta.
A mi me temblaron las piernas de repente.
– Era una palabra muy común en Bizancio. Significa «mujer digna».
¡Qué mentiroso!, pensé, al tiempo que daba un silencioso suspiro de alivio. Ni Basileia hubiera podido traducirse jamás por «mujer digna» ni, desde luego, era una palabra común en Bizancio, ya que su sentido literal era «Emperatriz» o «Princesa».
Sólo eran las seis y media de la tarde, pero el capitán tuvo que encender su potente linterna porque estábamos inmersos en la más completa penumbra. Llevábamos todo el día caminando sin llegar a ninguna parte a través de aquellos largos caminos de tierra. Por fin, hicimos un alto y nos dejamos caer en el suelo para tomar la primera comida desde el desayuno en Roma. Mientras masticábamos los que ya empezaban a ser famosos sándwiches de salami con queso (el capitán no cambiaba el menú de una prueba a otra), recapitulamos sobre los datos recogidos aquel día y llegamos a la conclusión de que nos faltaban aún muchas piezas del puzzle. Al día siguiente sabríamos con mayor certeza a qué atenernos. Un termo con café caliente nos devolvió el buen humor.
– ¿Qué tal si nos quedamos aquí, dormimos y, en cuanto amanezca, nos ponemos de nuevo en camino? -aventuré.
– Sigamos un poco más -se opuso la Roca.
– ¡Pero estamos cansados, capitán!
– Kaspar, opino que deberíamos hacer caso a Ottavia. Ha sido un día muy largo.
La Roca cedió -a disgusto, eso sí-, de manera que montamos allí mismo un improvisado campamento. El capitán empezó por entregarnos un par de buenos gorros de lana que nos hicieron reír y mirarle como si estuviera loco. Por supuesto, se molestó.
– ¡Su ignorancia es vergonzosa! -tronó-. ¿No han oído nunca el dicho «Si tienes frío en los pies, ponte el sombrero»? La cabeza es responsable de buena parte de la pérdida de calor del cuerpo. El organismo humano está programado para sacrificar las extremidades si el torso y la espalda se enfrían. Si evitamos la pérdida de calor por la cabeza, mantendremos la temperatura y, por lo tanto, los pies y las manos calientes.
– ¡Uf, qué complicado! ¡Yo sólo soy un sencillo hombre del desierto! -se carcajeó Farag, quien, sin embargo, y al mismo tiempo que yo, se caló el gorro hasta las orejas. El que me había dado el capitán me resultaba ligeramente familiar, pero no pude recordar por qué hasta un poco más tarde.