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– Y los caminos más estrechos -añadí yo.

– Andando, pues -ordenó la Roca-. Nos quedan cuatro planetas por visitar.

Llegamos a la puerta de Mercurio al atardecer, cuando yo me estaba planteando que Abi-Ruj Iyasus, aquel cuerpo muerto sobre la camilla del Instituto Forense de Atenas, debía ser una especie de Coloso, un verdadero Hércules, si había superado las pruebas de la hermandad, y, con él, el resto de los staurofílakes -Dante y el padre Bonuomo incluidos-. ¿Qué tipo de fe, o de fanatismo, empujaba a esas personas a soportar todas estas calamidades? ¿Y por qué, si eran tan especiales, tan sabios, aceptaban luego permanecer en humildes puestos de vigilancia, llevando unas vidas anodinas y ocultas?

Hicimos noche sobre uno de los símbolos de Mercurio, fabricado esta vez con algún metal de aguas violáceas, muy brillante y bruñido, que no supimos reconocer, y tuvimos que dormir tumbados sobre el suelo, en fila a lo largo del pasillo, porque el margen entre los espinosos muros del corredor ya no permitía demasiadas alegrías.

Al amanecer del día siguiente, domingo, sobresaltados otra vez por el estruendoso canto de los pájaros, con las primeras luces reemprendimos el camino, castigados en todos y cada uno de los huesos y músculos de nuestro cuerpo.

Alcanzamos la quinta órbita planetaria cuando el sol estaba en lo más alto. El capitán nos anunció que habíamos girado más de doscientos grados sobre nuestro punto original, así que ya nos faltaba menos de la mitad para rematar una vuelta completa. En este pasillo de Venus encontramos su símbolo sólo veintidós veces, realizado en cobre de tonalidades pardorrojizas. Pero la gran sorpresa nos esperaba en el siguiente corredor, cuya perspectiva, como el anterior, ya no era de lineas rectas convergentes allá donde la vista se perdía, sino de arcos que giraban ostensiblemente hacia la izquierda. Pues bien, nada más cruzar el umbral y penetrar en este círculo del Sol, observamos, sorprendidos, que una espinosa cubierta de zarzales y abrojos unía ahora, sobre nuestras cabezas, los muros laterales, los cuales, además, estaban ya tan cercanos entre sí que el capitán Glauser-Róist, el más corpulento de los tres, sólo podía avanzar torciendo los hombros. Farag, por su parte, antes de que encontrásemos el primero de los símbolos, ya llevaba desgarradas las mangas de la chaqueta, y yo tenía que andarme con cien ojos si no quería clavarme inadvertidamente algunos cientos de aquellos temibles alfileres.

Y sí, el primer símbolo apareció casi inmediatamente, un sencillo círculo con un punto más sencillo todavía en el centro, pero de oro puro, de un oro purísimo que, incluso en la cerrada penumbra del pasaje centelleaba bajo la poca luz que atravesaba el techo. Si no nos hubiéramos encontrado en una situación tan apurada, con las largas espinas amenazándonos por todas partes, rasgándonos la ropa y arañándonos la piel, seguramente nos habríamos detenido a contemplar tanta riqueza (pues contabilizamos quince de aquellas representaciones solares), pero teníamos prisa por salir de allí, por llegar a algún lugar donde poder movernos sin agobios, sin pinchazos y sin las erupciones que nos producían las ortigas; y, además, la noche se nos estaba echando encima.

En aquellos momentos pensábamos con verdadero pánico en lo que podríamos encontrar al cruzar la puerta del séptimo y último planeta, la Luna, pero cualquier suposición que nos hubiéramos hecho, por terrible que fuera, se quedó corta al lado de la casi increíble realidad. De entrada, la hoja de hierro, como si tuviera un obstáculo detrás, apenas se abría lo suficiente como para dejarnos pasar con bastantes aprietos; pero el obstáculo sólo era la maleza del muro de enfrente: el pasillo era ya tan estrecho que sólo un niño hubiera podido recorrerlo sin arañarse. Los setos de espinos de las paredes y el techo, podados de manera que dejaban en el centro un hueco con forma humana, nos obligaban a caminar con la cabeza enjaulada por dos finos aleros de zarzas que se cerraban en torno al cuello, impidiéndonos cualquier acción que no fuera seguir el camino marcado. Como Farag y el capitán superaban la altura y la anchura de la forma recortada -que se acoplaba a mi cuerpo como un traje ajustado-, me empeñé en darles mi chaqueta y mi jersey para evitarles, en lo posible, los espantosos arañazos que iban a sufrir, y en ponerles encima, sobre todo al capitán, las mantas de supervivencia. Sin embargo, Farag se negó en redondo a dejarse envolver.

– ¡Todos vamos a recibir arañazos, Basileia! -me gritó, enfadado-. ¿Es que no ves que la prueba consiste en eso? ¡Forma parte del plan! ¿Por qué tendrías tú que sufrir más que nosotros?

Le miré fijamente a los ojos, intentando transmitirle toda la determinación que sentía.

– Escúchame, Farag: yo sólo recibiré arañazos, ¡pero vosotros vais a tener heridas muy serias si no os tapáis con toda la ropa posible!

– Profesor Boswell -atajó la Roca-, la doctora Salina está en lo cierto. Coja su chaqueta y cúbrase.

– Y los gorros -añadí-, pónganse los gorros sobre la cara.

– Habrá que cortarlos. Hacer agujeros para los ojos.

– Tú también te protegerás la cara con el gorro, Ottavia. No me gusta nada todo esto… -farfulló Boswell.

– Sí, no te preocupes. Yo también me cubriré.

El corredor del séptimo planeta fue una horrible pesadilla, aunque el capitán dijo que los símbolos del suelo, lunas crecientes de plata semejantes a cuencos, eran los más bellos de todo el laberinto. Él podía verlos porque iba el primero y llevaba la linterna, pero supongo que, aunque yo hubiera conseguido inclinar la cabeza para mirarlos -maniobra imposible-, me habría dado exactamente lo mismo. Recuerdo haber sentido ganas, en mi desesperación, de incrustarme contra las plantas para terminar de una vez con aquellos cientos de insoportables pellizcos diminutos, de pinchazos afilados, de cortes que me hacían sangrar por los brazos, las piernas e, incluso, las mejillas, porque no había lana, ni tejido alguno, capaz de parar los asaltos de aquellas dagas. Recuerdo sentir el frío de los hilillos de sangre al secarse, recuerdo haber intentando calmarme pensando en lo que Cristo sufrió camino del Calvario con su Corona de Espinas, recuerdo haberme encontrado al borde de la desesperación, de la histeria incontrolada. Recuerdo, sin embargo, sobre todas las demás cosas, la mano pringosa de sangre de Farag buscando la mía. Y creo que fue entonces, en esos momentos en que no podía ejercer ningún tipo de control sobre mí misma, cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de aquel extraño egipcio que parecía estar siempre pendiente de mí y que me llamaba emperatriz a escondidas de todo el mundo. Era imposible y, sin embargo, aquello que sentía no podía ser otra cosa que amor, aunque no tuviera ninguna referencia anterior en mi vida con la que poder compararlo. Porque yo nunca me había enamorado, ni siquiera cuando era adolescente, así que jamás entendí el significado de esa palabra, ni tuve ningún problema sentimental. Dios era mi centro y siempre me había protegido de esos sentimientos que volvían locas a mis hermanas mayores y a mis amigas, obligándolas a decir y hacer tonterías y estupideces. Sin embargo, ahora, yo, Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María y con casi cuarenta años a mis espaldas, me estaba enamorando de ese extranjero de los ojos azules. Y ya no sentí más los espinos. Y si los sentí, no lo recuerdo.

Obviamente, el resto del corredor del séptimo planeta fue una larga lucha conmigo misma, una lucha perdida, aunque yo entonces pensaba que todavía podía hacer algo por impedir lo que me estaba ocurriendo, y, de hecho, eso fue lo que decidí antes de que llegáramos frente a la última puerta de aquel diabólico laberinto de rectas: ese desconocido sentimiento que me aturdía, que me aceleraba el corazón y que me daba ganas de llorar, y de reír, y que me hacía existir sólo por aquella mano que todavía apretaba la mía, era el producto absurdo de las terribles situaciones que estaba viviendo. En cuanto esta aventura de los staurofílakes terminara, yo volvería a mi casa y todo sería como antes, sin más arrebatos ni boberías. La vida tornaría a su cauce y yo regresaría al Hipogeo para enterrarme entre mis códices y mis libros… ¿Enterrarme? ¿Había dicho enterrarme? En realidad, no podía soportar la idea de volver sin Farag, sin Farag Boswell… Mientras pronunciaba en voz baja su nombre, para que no me oyera, una sonrisa infantil se dibujaba en mis labios. Farag… No, no podría volver a mi vida anterior sin Farag, pero ¡no podía volver con Farag! ¡Yo era religiosa! ¡No podía dejar de ser monja! Mi vida entera, mi trabajo, giraban en torno a ese eje.