– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -le pregunté de malos modos, encarándome con él por encima del yunque. Pero no me contestó. Le vi retroceder hacia el montón de martillos, dispuesto a coger alguno más-. ¡Ni se te ocurra! -le grité-. ¿Es que te has vuelto loco?
Me miró como si me viera por primera vez en su vida y, dando rápido un rodeo al yunque, se plantó delante de mí y me sujetó por los brazos como si se hubiera vuelto loco.
– ¡Basileia, Basileia! -me llamó-. ¡Piensa, Basileia! ¡Pitágoras!
– ¿Pitágoras…?
– ¡Pitágoras, Pitágoras! ¿No es fantástico?
Mi cerebro rebobinó lo sucedido desde que habíamos descendido del helicóptero, al tiempo que, en segunda pista, repasaba velozmente todo lo que tenía almacenado sobre Pitágoras: laberinto de rectas, el famoso Teorema («el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos», o algo así), los siete círculos planetarios, la Armonía de las Esferas, la Hermandad de los Staurofílakes, la secta secreta de los pitagóricos… ¡La «Armonía de las Esferas» y el yunque y los martillos! Sonreí.
– ¡Ya lo sabes, ¿eh?! -afirmó Farag, sonriendo también sin dejar de mirarme-. ¡Ya te has dado cuenta! ¿Verdad?
Asentí. Pitágoras de Samos, uno de los filósofos griegos más eminentes de la Antigüedad, nacido en el siglo VI antes de nuestra era, estableció una teoría según la cual los números eran el principio fundamental de todas las cosas y la única vía posible para esclarecer el enigma del universo. Fundó una especie de comunidad científico-religiosa en la que el estudio de las matemáticas era considerado como un camino de perfeccionamiento espiritual y puso todo su empeño en transmitir a sus alumnos el razonamiento deductivo. Su escuela tuvo numerosos seguidores y fue el origen de una cadena de sabios que se prolongó, a través de Platón y Virgilio (¡Virgilio!) hasta la Edad Media. De hecho, hoy día estaba considerado por los estudiosos como el padre de la numerología medieval, que tan al pie de la letra había seguido Dante Alighieri en la Divina Comedia. Y fue él, Pitágoras, quien estableció la famosa clasificación de las matemáticas que se prolongaría por más de dos mil años en el llamado Quadrivium de las Ciencias: Aritmética, Geometría, Astronomía y… Música. Si, música, porque Pitágoras vivía obsesionado por explicar matemáticamente la escala musical, que entonces era un gran misterio para los seres humanos. Estaba convencido de que los intervalos entre las notas de una octava podían ser representados mediante números y trabajó intensamente en este tema durante la mayor parte de su vida. Hasta que un día, según cuenta la leyenda…
– ¿Y si alguno de ustedes dos me lo explicara a mí? -refunfuñó Glauser-Róist.
Farag se volvió, igual que alguien que despierta de un trance, y miró a la Roca con cierta culpabilidad.
– Los pitagóricos -comenzó a explicarle- fueron los primeros en definir el cosmos como una serie de esferas perfectas que describían órbitas circulares. ¡La teoría de las nueve esferas y los siete planetas en la que se basa el laberinto por el que vinimos, capitán! Fue Pitágoras quien la expuso por primera vez… -se quedó pensativo un instante-. ¿Cómo no me di cuenta antes? Verá, Pitágoras sostenía que los siete planetas, al describir sus órbitas, emitían unos sonidos, las notas musicales, que creaban lo que él llamó la Armonía de las Esferas. Ese sonido, esa música armoniosa no podía ser escuchada por los humanos porque estábamos acostumbrados a ella desde nuestro nacimiento. Es decir, que cada uno de los siete planetas emitía una de las siete notas musicales, del Do al Si.
– ¿Y qué tiene eso que ver con los martillazos que usted ha dado?
– ¿Se lo cuentas tú, Ottavia?
Por alguna razón desconocida, yo sentía un nudo en la garganta. Miraba a Farag y sólo quería que siguiera hablando, así que rechacé su oferta con un gesto. La antigua Ottavia había muerto, me dije apesadumbrada. ¿Dónde había quedado mi afán de exhibición intelectual?
– Cierto día -siguió explicando Farag-, mientras Pitágoras paseaba por la calle, escuchó unos golpeteos rítmicos que le llamaron poderosamente la atención. El ruido procedía de una herrería cercana hasta la cual el sabio de Samos se aproximó, atraído por la musicalidad de los golpes de los martillos sobre el yunque. Estuvo allí bastante rato, observando cómo trabajaban los herreros y cómo utilizaban sus herramientas, y se dio cuenta de que el sonido variaba según el tamaño de los martillos.
– Es una leyenda muy conocida -dije yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad-, que, incluso, tiene visos de ser cierta, porque, después de aquello, efectivamente, Pitágoras descubrió la relación numérica entre las notas musicales, las mismas notas musicales que emitían los siete planetas al girar alrededor de la Tierra.
El sol apareció, brillante, por detrás de la muralla, iluminando con planos rectos aquel circulo terrestre del que estábamos intentando escapar. Glauser-Róist parecía impresionado.
– Y en esa Tierra -concluyó Farag, contento-, centro de la cosmología pitagórica, es donde ahora nos hallamos. De ahí los símbolos planetarios que encontramos en los círculos anteriores.
– Supongo que ya habrá asimilado que su querida numerología dantesca viene directamente de Pitágoras, ¿no es cierto? -le dije al capitán con ironía.
La Roca me miró y yo diría que había reverencia en sus ojos de acero.
– ¿No comprende, doctora, que todo esto no hace sino aumentar mi convicción de que hemos perdido sabidurías muy hermosas y profundas a lo largo de la historia?
– Pitágoras estaba equivocado, capitán -le recordé-. Para empezar, la Luna no es un planeta, sino un satélite de la Tierra, y, desde luego, ningún astro emite notas musicales mientras sigue su órbita, que, por cierto, no es redonda, sino elíptica.
– ¿Está usted segura, doctora?
Farag nos escuchaba con gran atención.
– ¿Que si estoy segura, capitán? ¡Por Dios! ¿Es que no recuerda lo que le enseñaron en el colegio?
– De los múltiples caminos posibles -reflexionó-, la humanidad eligió, probablemente, el más triste de todos. ¿No le gustaría creer que existe música en el universo?
– Pues, si quiere que le diga la verdad, me da lo mismo.
– A mi no -declaró y, dándome la espalda, se dirigió silenciosamente hacia los martillos. ¿Cómo un tipo tan duro podía albergar una sensibilidad tan indulgente?
– Recuerda -me dijo en voz baja Farag- que el Romanticismo nació en Alemania.
– Y eso ¿a qué viene? -me incomodé.
– A que, a veces, la fama o la imagen exterior no se corresponde con la verdad. Ya te dije que Glauser-Róist era una buena persona.
– ¡Yo nunca he dicho que no lo fuera! -protesté.
Un espantoso martillazo retumbó en ese momento. El capitán había golpeado el yunque con todas sus fuerzas.
– ¡Tenemos que encontrar la Armonía de las Esferas! -gritó a pleno pulmón cuando el estruendo disminuyó-. ¿Qué hacen ahí perdiendo el tiempo?
– Creo que ninguno de nosotros tendrá la cabeza en su sitio cuando acabemos con esta historia -me lamenté, observando a la Roca.
– Espero que, al menos, tú sí, Basileia. La tuya es demasiado valiosa.
Al volverme, tropecé con el fondo sonriente de sus ojos azules. ¡Oh, Dios mío…! ¡Qué equivocado estaba Farag! Mi cabeza ya estaba perdida.
– ¡Por favor! -insistió el capitán-. ¿Podrían explicarme qué hizo Pitágoras con los malditos martillos?
Boswell se giró hacia él y sonrió.
– Se hizo traer un montón como el que tenemos allí -le relató- y estuvo probándolos sobre un yunque hasta que encontró los que hacían sonar algunas notas de la escala musical. Bueno, en realidad los griegos dividían las notas en tetracordios ya que las nuestras, Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, tienen su origen en la primera sílaba de cada verso de un himno medieval dedicado a San Juan, pero es exactamente lo mismo.