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– Ottavia… -la voz de Farag, que me llamaba, me reanimó lo suficiente para extender mi mano hacia él, aunque no le pude contestar. Las yemas de mis dedos rozaron su brazo e, inmediatamente, su mano buscó la mía. De nuevo unidas, como en el laberinto, nuestras manos fueron mi último recuerdo lúcido.

Y mi primer recuerdo lúcido fue un frío intenso y una potente luz blanca que me enfocaba directamente a los ojos. Como si de mí sólo existiera la esencia de la persona que yo era, sin entidad real, sin pasado, sin recuerdos, incluso sin nombre, volví lentamente a la vida flotando en una burbuja que ascendía dentro de un mar de aceite. Fruncí la frente y noté la rigidez de mis músculos faciales. Tenía la boca tan seca que no podía despegar la lengua del paladar ni separar las mandíbulas.

El ruido del motor de un coche que pasaba muy cerca y la incómoda sensación de frío terminaron de despertarme. Abrí los ojos y, aún sin identidad ni conciencia, observé frente a mí la fachada de una iglesia, una calle iluminada por farolas y un trozo escaso de zona verde que terminaba bajo mis pies. La luz blanca que me enfocaba no era sino una de aquellas altas luces callejeras situada en la acera. Lo mismo hubiera podido tratarse de Nueva York como de Melbourne, y yo, tanto podía ser Ottavia Salina como María Antonieta, reina de Francia. Y entonces recordé. Tomé aire profundamente hasta llenar mis pulmones y, al mismo ritmo que el aire, volvieron el laberinto, las esferas, los martillos y ¡Farag!

Di un salto en el asiento y le busqué con la mirada. Estaba allí mismo, a mi izquierda, profundamente dormido entre el capitán, que también dormía, y yo. Otro coche pasó por la calle con las luces encendidas. El conductor no se fijó en nosotros y, si lo hizo, debió pensar que éramos tres vagabundos que pasaban la noche en un banco del parque. La hierba estaba húmeda de rocío. Me dije que tenía que despertar a los bellos durmientes y averiguar rápidamente dónde estábamos y qué había pasado. Puse la mano en el hombro de Farag y le sacudí suavemente. Al hacerlo, un dolor similar al que sentí al despertar en la Cloaca Máxima de Roma, me acometió en el interior del antebrazo izquierdo. No me hizo falta subir la manga para saber que allí había otro apósito que cubría una nueva escarificación con forma de cruz. Los staurofílakes certificaban, a su peculiar modo, que habíamos superado con éxito la segunda prueba, la del pecado de la envidia.

Farag abrió los ojos. Me miró y sonrió.

– ¡Ottavia…! -murmuró, y se pasó la lengua reseca por los labios.

– Despierta, Farag. Estamos fuera.

– ¿Hemos salido de…? No me acuerdo. ¡Ah, sí! El yunque y los martillos.

Echó una ojeada a nuestro alrededor, todavía adormilado, y se pasó las palmas de las manos por las hirsutas mejillas.

– ¿Dónde estamos?

– No lo sé -le dije, sin quitar la mano de su hombro-. En un parque, creo. Hay que despertar al capitán.

Farag intentó ponerse en pie y no pudo. Su cara expresó sorpresa.

– ¿Nos golpearon muy fuerte?

– No, Farag, no nos golpearon. Nos durmieron. Recuerdo un humo blanco.

– ¿Humo blanco…?

– Nos drogaron con algo que olía a resma.

– ¿Resma? Te aseguro, Ottavia, que no recuerdo nada en absoluto a partir del momento en que Kaspar golpeó el yunque con los siete martillos.

Se quedó en suspenso un instante y, luego, volvió a sonreír, llevándose la mano al antebrazo izquierdo.

– Nos han marcado, ¿eh? -parecía encantando.

– Sí. Pero, ahora, por favor, despierta a la Roca.

– ¿ La Roca? -se extrañó.

– ¡Al capitán! ¡Despierta al capitán!

– ¿Le llamas Roca? -se apresuró a preguntar, muy divertido.

– Ni se te ocurra decírselo!

– No te preocupes, Basileia -prometió, muerto de risa-. Por mí no lo sabrá.

El pobre Glauser-Róist era, de nuevo, el que estaba en peores condiciones. Hubo que sacudirle bruscamente y darle un par de bofetadas para que se empezara a reanimar. Nos costó mucho devolverle a la vida y dimos gracias de que no pasara por allí en aquel momento ninguna patrulla de la policía porque hubiéramos acabado en la cárcel con toda seguridad.

Para cuando la Roca volvió en sí, el tráfico había empezado a menudear en la calle aunque sólo eran las cinco de la mañana. Tuvimos la gran suerte de que, en la acera, muy cerca de nosotros, había una señal que indicaba la proximidad del Mausoleo de Gala Placidia. Eso nos confirmó que estábamos en Rávena, en el mismo centro de la ciudad. Glauser-Róist, utilizando su teléfono móvil, hizo una llamada y estuvo mucho rato hablando. Cuando colgó, se volvió hacia nosotros, que esperábamos pacientemente, y nos miró con ojos extraños:

– ¿Quieren saber algo gracioso? -dijo-. Parece que estamos en los jardines del Museo Nacional, muy cerca del Mausoleo de Gala Placidia y de la Basílica de San Vitale, entre la Iglesia de Santa María Maggiore y aquella que tenemos ahí enfrente.

– ¿Y qué tiene eso de gracioso? -pregunté.

– Que aquella que tenemos ahí enfrente es la Iglesia de la Santa Cruz.

En fin, ya estábamos curtidos en este tipo de detalles. Y más que lo estaríamos, me dije.

El tiempo pasaba muy despacio mientras cada uno de nosotros intentaba despejarse a su manera. Yo paseaba de un lado a otro, cabizbaja, observando la hierba.

– Por cierto, Kaspar -exclamó de repente Farag-, debería mirar en sus bolsillos, a ver si nos han dejado alguna pista para la siguiente cornisa del purgatorio.

El capitán buscó y, en el bolsillo derecho de su pantalón, como en la prueba anterior, halló una hoja plegada de papel grueso e irregular, de fabricación casera.

erwtessov ton econta tas kleidas

o anoigwn kai kleisei, kai kleiwn kai oudeis avoigei

– «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre» -traduje-. ¿Qué es lo que quieren que hagamos en Jerusalén? -estaba desconcertada.

– Yo no me preocuparía, Basileia. Esa gente conoce perfectamente nuestros movimientos. Ya nos lo harán saber.

Un coche con los faros encendidos se aproximaba rápidamente por la calle.

– De momento, tenemos que salir de aquí -murmuró la Roca, pasándose la mano por el pelo. El pobre aún estaba un poco adormilado.

El vehículo, un Fiat pequeño de color gris claro, se detuvo delante de nosotros y la ventanilla del conductor se deslizó hacia abajo.

– ¿Capitán Glauser-Róist? -inquirió un joven clérigo con alzacuellos.

– Soy yo.

El sacerdote tenía cara de haber sido despertado sin demasiados miramientos.

– Vengo del Arzobispado. Soy el padre Iannucci. Tengo que llevarles al aeropuerto de La Spreta. Suban, por favor.

Salió del vehículo para abrirnos amablemente las puertas.

Llegamos al aeródromo en pocos minutos. Era un recinto minúsculo, en absoluto parecido a los grandes aeropuertos de Roma. Incluso el de Palermo parecía enorme al lado de este. El padre Iannucci nos dejó en la entrada y se esfumó con la misma afabilidad con la que había aparecido.

Glauser-Róist interrogó a una solitaria azafata de tierra y la joven, con los ojos aún hinchados por el sueño, nos indicó una zona apartada, junto al Aeroclub Francesco Baracca, en la que se apostaban los aviones privados. De nuevo con el móvil en la mano, Glauser-Róist hizo una llamada al piloto y este le informó de que el Westwind estaba listo para despegar en cuanto embarcásemos. El propio piloto, a través del teléfono, nos fue guiando hasta que encontramos la nave, a poca distancia de las avionetas del Aeroclub, con los motores en marcha y las luces encendidas. Comparada con los mosquitos de alrededor parecía un gigantesco Concorde, pero, en realidad, se trataba de un avión de pequeño tamaño, con cinco ventanillas y, naturalmente, de color blanco. Una joven azafata y un par de pilotos de Alitalia nos esperaban al pie de la escalerilla y, tras saludarnos con cierta frialdad profesional, nos invitaron a subir.