A media tarde, después de descansar apenas una hora, mi hermano Pierantonio nos propuso acercarnos hasta la ciudad vieja, la antigua Jerusalén, para hacer un breve recorrido turístico. El Nuncio manifestó una cierta preocupación por nuestra seguridad, ya que, apenas unos días antes habían tenido lugar, entre palestinos e israelíes, los enfrentamientos más duros desde el fin de la Intifada. Nosotros, como estábamos tan absortos en nuestros propios problemas, no nos habíamos enterado, pero, por lo visto, en dichos enfrentamientos había habido al menos una decena de muertos y más de cuatrocientos heridos. El gobierno de Israel se había visto obligado a entregar tres barrios de Jerusalén -Abu Dis, Azaria y Sauajra- a la Autoridad Palestina con la esperanza de reabrir una vía de negociación y terminar con la revuelta en los territorios autónomos. De manera que la situación era tensa y se temían nuevos atentados en la ciudad, por eso, y también por el cargo que ocupaba Pierantonio, el Nuncio nos instó a utilizar un discreto vehículo de la delegación para trasladarnos hasta la ciudad vieja. También nos proporcionó al mejor de los guías: el padre Murphy Clark, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, un hombre grande y gordo como una barrica, con una preciosa barba blanca recortada, que era uno de los mejores especialistas del mundo en arqueología bíblica. Aparcamos el coche, también con cristales ahumados, en las proximidades del Muro de las Lamentaciones y, desde allí, andando, hicimos un viaje en el tiempo y retrocedimos dos mil años de historia.
Yo quería verlo todo y no tenía ojos suficientes para abarcar, de una vez, la inmensa belleza de aquellas callejuelas empedradas, con sus tiendas de camisetas y recuerdos, y su extraña población, vestida a la usanza de las tres culturas de la ciudad. Pero lo más emocionante fue recorrer la Vía Dolorosa, el camino seguido por Jesús en dirección al Golgota con la cruz a cuestas y la corona de espinas clavada en la frente. ¿Cómo se puede explicar emoción semejante? No hay palabras que lo describan. Pierantonio, que podía leer en mí como en un libro abierto, se rezagó y se puso a mi lado, dejando que el capitán, el padre Clark y Farag nos fuesen marcando el camino. Resultaba evidente que mi hermano no estaba pensando precisamente en rezar el Viacrucis conmigo. En realidad, su idea era sonsacarme el máximo de información acerca de la misión que estábamos realizando.
– Pero, vamos a ver, Pierantonio -protesté-, ¿es que no lo sabes todo ya? ¿Por qué no dejas de hacerme preguntas?
– ¡Porque no me cuentas nada! ¡Tengo que sacarte las cosas con sacacorchos!
– Pero ¿qué es lo que quieres sacarme, si puede saberse? ¡No hay nada más!
– Cuéntame lo de las pruebas.
Suspiré y miré al cielo en busca de ayuda.
– No son exactamente pruebas, Pierantonio. Estamos recorriendo una especie de Purgatorio que debe purificar nuestras almas para hacernos dignos de llegar hasta el Paraíso Terrenal staurofílax. Ese es nuestro único objetivo. Una vez que localicemos la Vera Cruz, llamaremos a la policía y ellos se encargarán del resto.
– Pero ¿y lo de Dante? ¡Dios mío, si parece increíble! ¡Cuéntamelo, anda!
Me detuve en seco, en mitad de una procesión de norteamericanos que rezaba las estaciones del Viacrucis, y me volví hacia él.
– Vamos a hacer un trato -le dije muy seria-. Tú me hablas sobre Glauser-Róist y yo te cuento la historia con todo detalle.
La cara de mi hermano se transformó. Juraría que vi un rayo de odio cruzando sus santos ojos. Negó con la cabeza.
– En Palermo me dijiste -insistí- que Glauser-Róist era el hombre más peligroso del Vaticano y, si la memoria no me falla, me preguntaste qué hacía yo trabajando con alguien al que temían cielo y tierra y que era la mano negra de la Iglesia.
Pierantonio se puso nuevamente en marcha, dejándome atrás.
– Si quieres que te cuente la historia de Dante Alighieri y los staurofílakes -le tenté cuando me puse a su lado-, tendrás que hablarme sobre Glauser-Róist. Recuerda que tú mismo me enseñaste cómo conseguir información, incluso por encima de la propia conciencia.
Mi hermano volvió a detenerse en mitad de la Vía Dolorosa.
– ¿Quieres saberlo todo sobre el capitán Kaspar Linus Glauser-Róist? -me preguntó desafiante, soltando chispas de ira-. ¡Pues lo vas a saber! Tu querido colega es el encargado de hacer desaparecer todos los trapos sucios de los miembros importantes de la Iglesia. Desde hace unos trece años, Glauser-Róist se dedica a destruir todo cuanto pueda empañar la imagen del Vaticano; y, cuando digo destruir, quiero decir destruir: amenaza, extorsiona, y no me extrañaría nada que incluso hubiera llegado a matar en cumplimiento de su deber. Nadie escapa a la larga mano de Glauser-Róist: periodistas, banqueros, cardenales, políticos, escritores… Si tienes algún secreto en tu vida, Ottavia, más vale que no lo sepa Glauser-Róist. Ten en cuenta que, algún día, podría usarlo en tu contra con absoluta sangre fría y sin sentir la menor lástima por ti.
– ¡No será para tanto! -le rebatí, pero no porque pusiera en duda sus afirmaciones, sino porque sabía que así le acicateaba para que continuase hablando.
– ¿Que no? -se indignó. Reanudamos el paseo porque el padre Clark, Farag y la Roca se habían adelantado mucho-. ¿Necesitas pruebas? ¿Recuerdas el «caso Marcinkus»?
Bueno, sí, algo sabía de todo aquello, aunque no mucho. Por costumbre, todo cuanto fuera contra la Iglesia quedaba más o menos alejado de mi vida y de la vida de todos los religiosos y religiosas. No es que no pudiéramos saber -que podíamos-, es que no queríamos; a priori, no nos gustaba escuchar este tipo de acusaciones y hacíamos oídos más o menos sordos a los escándalos anticlericales.
– En 1987 los jueces italianos ordenaron el arresto del arzobispo Paul Casimiro Marcinkus, director a la sazón del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, también conocido como Banca Vaticana. La acusación, tras siete meses de investigaciones, era por haber llevado fraudulentamente a la bancarrota al Banco Ambrosiano de Milán. Quedó demostrado que el Banco estaba controlado por un grupo de corporaciones extranjeras, con sede en los paraísos fiscales de Panamá y Liechtenstein, que, en realidad, servían de tapadera al IOR y al propio Marcinkus. El Banco Ambrosiano presentaba un «agujero» de más de mil doscientos millones de dólares, de los cuales el Vaticano, tras muchas presiones, sólo devolvió a los acreedores doscientos cincuenta. Es decir, el Vaticano se tragó más de novecientos millones de dólares. ¿Sabes quién fue el encargado de impedir que Marcinkus cayera en manos de la justicia y de echar tierra sobre este turbio asunto?
– ¿El capitán Glauser-Róist?
– Tu amigo el capitán consiguió trasladar a Marcinkus al Vaticano con un pasaporte diplomático que impidió que la policía italiana pudiera detenerle. Una vez a salvo, organizó una campaña de despiste de la opinión pública, consiguiendo, no se sabe bien con qué métodos, que algunos periodistas calificaran a Marcinkus de gestor ingenuo, negligente y despistado. Después le hizo desaparecer, organizándole una nueva vida en una pequeña parroquia norteamericana del estado de Arizona, donde permanece hasta el día de hoy.
– Yo no veo nada delictivo en esto, Pierantonio.
– ¡No, si él nunca hace nada fuera de la ley! ¡Sólo la ignora! ¿Que un cardenal es detenido en la frontera suiza con una maleta llena de millones que quiere hacer pasar como valija diplomática? Allá va Glauser-Róist para remediar el entuerto. Recoge al cardenal, lo devuelve al Vaticano, consigue que los guardias fronterizos «olviden» el incidente y borra toda huella del asunto hasta conseguir que la misteriosa evasión de divisas no haya existido nunca.
– Sigo diciendo que todavía no encuentro motivos para temer a Glauser-Róist.
Pero Pierantonio estaba lanzado:
– ¿Que una editorial italiana publica un libro escandaloso sobre la corrupción en el Vaticano? Glauser-Róist identifica rápidamente al monseñor o monseñores que han traicionado la ley vaticana de silencio, les pone una mordaza en la boca con no se sabe bien qué amenazas, y consigue que la prensa, tras el escándalo incial, entierre completamente el asunto. ¿Quién crees que elabora los informes con los detalles más escabrosos de la vida privada de los miembros de la Curia para que, luego, estos no tengan otro remedio que transigir en silencio con determinados desmanes? ¿Quién crees que entró en primer lugar en el apartamento del comandante de la Guardia Suiza, Alois Estermann, la noche en que este, su esposa y el cabo Cédric Tornay, murieron asesinados, supuestamente por los disparos efectuados por el cabo? Kaspar Glauser-Róist. Él fue quien se llevó de allí las pruebas de lo que sucedió realmente y quien se inventó la versión oficial de la «locura transitoria» del cabo, al que la Iglesia llegó a acusar, con rumores en la prensa, de consumidor de drogas y de «desequilibrado lleno de rencor». Él es el único que sabe lo que pasó de verdad aquella noche. ¿Que un prelado del Vaticano organiza una «juerguecita», digamos… subida de tono, y un periodista va a publicarlo y a sacar fotografías escandalosas? No hay de qué preocuparse. El artículo no ve jamás la luz y el periodista cierra la boca para el resto de su vida después de una visita de Glauser-Róist. ¿Por qué? ¡Ya te lo puedes imaginar! Ahora mismo hay un importante prelado de la Iglesia, el arzobispo de Nápoles, que está siendo investigado por la fiscalía judicial de Basilicata, que le acusa de usura, asociación delictiva y apropiación indebida de bienes. Apuéstate lo que quieras a que saldrá absuelto. Por lo que me han contado, tu amigo ya está tomando cartas en el asunto.