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– Muy bien, señora. Ahora escuche con atención. El mensaje que tengo para usted es el siguiente: «La séptima y la novena.»

– ¿«La séptima y la novena»? -repetí, desorientada-. ¿Qué séptima y qué novena? ¿De qué está hablando?

– No lo sé, señora.

– ¿No lo sabe?

El hombrecillo se encogió de hombros. Hacía calor aquella noche.

– No, no señora. Yo no sé lo que significa.

– ¿Y, entonces, qué tiene usted que ver con… con los staurofílakes?

– ¿Con quién? -Arqueó las cejas y se peinó el flequillo negro con la palma de la mano-. No sé nada de todo eso, discúlpeme. Verá, mi nombre es Jacob Nusseiba. Muji Jacob Nusseiba. Nosotros, los Nusseiba, hemos sido los encargados de abrir y cerrar todos los días las puertas de la basílica del Santo Sepulcro desde el año 637, cuando el califa Omar nos las entregó. Cuando el califa entró en Jerusalén, mi familia formaba parte de su ejército. Para evitar conflictos entre los cristianos, que estaban muy enfrentados unos con otros, nos entregó las llaves a nosotros. Desde entonces, y durante trece siglos, el hijo mayor de cada generación Nusseiba ha sido el Guardián de las Llaves. En algún momento de la historia, a esta larga tradición se unió otra de carácter secreto. Cada padre le dice a su hijo en el momento de pasarle las llaves: «Cuando te pregunten si tú eres el que tiene las llaves, el que abre y nadie cierra y el que cierra y nadie abre, deberás contestar: «La séptima y la novena.» Lo memorizamos y lo decimos desde hace muchos siglos cuando alguien nos pregunta, como ha hecho usted hoy.

La séptima y la novena, de nuevo el siete y el nueve, los números de Dante, pero ¿a qué podían referirse esta vez?

– ¿Desea alguna otra cosa, señora? Es tarde…

Agité suavemente la cabeza para salir de mi ensueño y miré al Mují Nusseiba. Aquel hombrecito tenía un árbol genealógico más antiguo que el de muchas casas reales europeas y, sin embargo, por su aspecto, nadie diría que no era el insignificante camarero de un café.

– ¿Ha venido mucha gente como yo, preguntándole? Quiero decir…

– La entiendo, la entiendo -se apresuró a responder, haciendo un ademán con la mano para que me callara-. Mi padre me entregó las llaves hace diez años y, desde entonces, he repetido la respuesta diecinueve veces. Con usted, veinte.

– ¡Veinte!

– Mi padre la repitió sesenta y siete veces. Creo que se la dijo a cinco mujeres.

La Roca me había dicho que preguntara también por Abi-Ruj Iyasus, pero el Guardián de las Llaves no me dio oportunidad de hacerlo.

– De verdad que lo siento, señora, pero tengo que irme. Me esperan en casa y es muy tarde. Espero haberle sido de ayuda. Qué Alá la proteja.

Y, diciendo esto, desapareció con paso rápido, dejándome con bastantes más interrogantes de los que tenía antes de empezar a hablar con él.

Un brazo sin cuerpo y con un móvil en la mano apareció de pronto frente a mi cara.

– ¿Quieres llamar a tus compinches? -me preguntó Pierantonio.

– ¿«La séptima y la novena»? -exclamó el capitán dando pasos de gigante de un lado a otro del despacho. Parecía un león enjaulado; llevaba cuatro días encerrado tecleando frases de la plegaria en el ordenador para ver si encontraba correspondencias en algún documento del mundo, y lo único que había conseguido era perderse el encuentro con el Guardián de las Llaves y perder también la poca paciencia que le quedaba escuchando la enigmática indicación que este me había dado-. ¿Está segura de que dijo «La séptima y la novena»?

– Estoy totalmente segura, capitán.

– «La séptima y la novena» -repitió Farag, pensativo-. ¿La séptima prueba y la novena, que no existe? ¿La séptima palabra y la novena de la oración? ¿La séptima y la novena estrofas del círculo de los iracundos? ¿La séptima y la novena sinfonías de Beethoven? ¿La séptima y la novena de algo que desconocemos?

– ¿Cuáles son la séptima y la novena estrofas de esta cornisa en Dante?

– ¿Pero no le dije que el cuarto círculo no tenía nada interesante aparte del humo? -bramó Glauser-Róist, sin detener su desesperado paseo.

Farag cogió de la mesa el ejemplar de la Divina Comedia y empezó a buscar el Canto XVI del Purgatorio. El capitán le observó con desprecio.

– ¿Es que nadie me hace caso? -se lamentó.

– La séptima estrofa del decimosexto Canto -dijo Farag-, del verso 19 al 21, dice así:

Agnus Dei, era, pues, como empezaban

todos a un tiempo, y en un tono tan igual

que en completa concordia parecían.

– ¿De qué habla Dante? -quise saber.

– De las almas que se acercan a Virgilio y a él. Como no las pueden ver venir porque están cegados por el humo, saben que se aproximan porque las escuchan cantar el Agnus Dei.

– ¿El Agnus Dei? -voceó la Roca.

– Lo que rezamos durante la Misa mientras el sacerdote parte el Pan: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.»

– ¡Ya les dije que esas estrofas no tenían nada que ver!

Farag bajó de nuevo los ojos al libro:

– La estrofa novena del mismo Canto dice:

¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,

y de nosotros hablas como si

aún midieses el tiempo por calendas?

– Las almas se sorprenden de encontrar a alguien vivo en su cornisa -deduje-. Nada interesante.

– No, desde luego -estimó Farag, revisando las estrofas.

Glauser-Róist soltó un bufido de impaciencia.

– ¡Ya lo dije! Aquí, lo único importante es el humo y el humo es esta maldita plegaria que no nos deja ver nada.

– ¿Qué otras opciones mencionaste, Farag?

– ¿Qué opciones?

– Cuando dijiste que la séptima y la novena podían ser estrofas del Canto XVI, también señalaste otras posibilidades.

– ¡Ah, sí! Comenté que podían ser las pruebas que estamos realizando, pero, como sólo son siete, esta alternativa queda eliminada. Tampoco creo que se trate de las sinfonías de Beethoven, ¿no? ¡Y bueno, también dije que podían ser la séptima y la novena palabra de la plegaria del padre Stephanos!

– Eso suena bien -declaré, poniéndome en pie y acercándome a la fotografía del panel que reproducía el texto a tamaño natural. Después de cuatro días de trabajar intensamente sobre aquella oración, la había memorizado y no necesitaba mirarla para saber lo que decía: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén.» Suspiré… De una cosa no cabía la menor duda: como había dicho Glauser-Róist, era una auténtica cortina de humo.

– Coge el rotulador, Ottavia -me pidió Farag desde su asiento-. Se me está ocurriendo algo.

Le obedecí prestamente porque, cuando Farag tenía una idea, siempre era una buena idea. De modo que, enarbolando el grueso rotulador negro en la mano derecha, me quedé inmóvil como una alumna diligente, a la espera de que el profesor empezara a compartir su sabiduría.