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Compartíamos una intensa pasión por nuestros respectivos trabajos, así como un amor profundo por la Antigüedad y sus secretos. Nos sentíamos llamados a desvelarlos, a descubrir lo que, por abandono o beneficio, se había perdido a lo largo de los siglos. Él, sin embargo, no compartía ciertos matices de mi enfoque católico, pero tampoco yo podía estar de acuerdo con esos postulados que profesaba sobre un pintoresco origen gnóstico del cristianismo. Es cierto que se desconocía casi todo lo relativo a los primeros tres siglos de vida de nuestra religión; es cierto también que esas grandes lagunas habían sido rellenadas interesadamente con falsas documentaciones o testimonios manipulados; es cierto que incluso los Evangelios habían sido retocados durante esos primeros siglos para adaptarlos a las corrientes dominantes dentro la Iglesia naciente, haciendo que Jesús incurriera en terribles contradicciones o absurdos que, a costa de oírlos toda la vida, habían terminado por pasarnos desapercibidos; pero lo que yo no podía aceptar de ninguna manera era que todo eso tuviera que salir a la luz pública, que se abrieran las puertas del Vaticano a cualquier estudioso que, como él, no tuviera la fe necesaria para dar un sentido correcto a lo que se pudiera descubrir. Farag me llamó reaccionaria, me llamó retrógrada y no me acusó de usurpadora del patrimonio de la humanidad por puro milagro, pero poco le faltó. Sin embargo, no lo hizo con acritud. La noche pasaba ligera como el viento porque nos reíamos sin parar, nos atacábamos desde nuestros respectivos fortines ideológicos con una mezcla de ternura y afecto que quitaba cualquier hierro a lo que pudiéramos decirnos. Y así, las horas seguían pasando imperceptiblemente.

Mati, Limanaki, Rafina… Estábamos a punto de llegar a Pikermi, el pueblo que marcaba el centro exacto de la carrera de maratón. Ya no había tráfico por la estrecha carretera, ni tampoco rastros del capitán Glauser-Róist. Yo empezaba a sentir un gran cansancio en las piernas y un suave dolor en la parte posterior, en los gemelos, pero me negaba a reconocerlo; además, los pies me ardían dentro de las zapatillas de deporte y, poco después, durante una parada forzosa, descubrí un par de enormes rozaduras que se fueron convirtiendo en llagas a lo largo de la noche.

Seguimos andando una hora más, dos horas más… Y no nos dimos cuenta de que cada vez caminábamos más despacio, de que habíamos convertido la noche en un largo paseo en el cual el tiempo no contaba. Atravesamos Pikermi -cuyas calles estaban cubiertas por una tupida red de cables de luz y teléfono que saltaban de un viejo poste de madera a otro-, dejamos atrás Spata, Palini, Stavros, Paraskevi… Y el reloj seguía imperturbable su marcha sin que cayéramos en la cuenta de que no íbamos a llegar a Atenas antes del amanecer. Estábamos embobados, borrachos de palabras, y no nos enterábamos de nada que no fuera nuestro propio diálogo.

Después de Paraskevi la carretera dibujaba una larga curva hacia la izquierda, curva que abrazaba un frondoso bosque de pinos altísimos, y fue allí precisamente, a unos diez kilómetros de Atenas, cuando el pulsómetro de Farag se disparó.

– ¿Estás cansado? -le pregunté, inquieta. No le veía bien la cara, que para mí era apenas un esbozo.

No hubo respuesta.

– ¿Farag? -insistí. La maquinita seguía emitiendo la insufrible señal de alarma que, en el silencio que nos rodeaba, sonaba como una sirena de bomberos.

– Tengo algo que decirte… -murmuró, misterioso.

– Pues para ese ruido y dime de qué se trata.

– No puedo…

– ¿Cómo que no puedes? -me sorprendí-. Sólo tienes que pulsar el botoncito naranja.

– Quiero decir… -estaba tartamudeando-. Lo que quiero decir…

Le sujeté por la muñeca y detuve el reclamo. De repente me di cuenta de que algo había cambiado. Una vocecita ahogada me avisó de que pisábamos territorio peligroso y me di cuenta de que no quería saber lo que me iba a decir. Permanecí en silencio, muda como una muerta.

– Lo que tengo que…

El pulsómetro volvió a dispararse, pero, esta vez, él mismo lo apagó.

– No puedo decírtelo porque hay tantos impedimentos, tantos obstáculos… -yo contuve la respiración-. Ayúdame, Ottavia.

No me salía la voz. Intenté detenerle, pero me ahogaba. Ahora fue mi odioso pulsómetro el que empezó a sonar. Aquello parecía una sinfonía de pitidos. Lo paré con un esfuerzo sobrehumano y Farag sonrió.

– Sabes lo que intento decirte, ¿verdad?

Mis labios se negaban a abrirse. Lo único que fui capaz de hacer fue desabrochar el pulsómetro de mi muñeca y quitármelo. De no haberlo hecho, se hubiera estado disparando continuamente. Farag, sin dejar de sonreir, me imitó.

– Has tenido una buena idea -dijo-. Yo… Verás, Basileia, esto es muy difícil para mí. En mis anteriores relaciones nunca tuve que… Las cosas funcionaban de otra manera. Pero, contigo… ¡Dios, qué complicado! ¿Por qué no puede ser más sencillo? ¡Tú sabes lo que trato de decirte, Basileia! ¡Ayúdame! -No puedo ayudarte, Farag -repuse con una voz de ultratumba que incluso a mí me sorprendió.

– Ya, ya…

No volvió a decir nada más, ni yo tampoco. El silencio cayó sobre nosotros y así seguimos hasta que llegamos a Holargos, un pequeño pueblecito que, por sus altos y modernos edificios, anunciaba la cercanía de Atenas. Creo que nunca he vivido momentos tan amargos y difíciles. La presencia de Dios me impedía aceptar aquella especie de declaración que había intentado hacer Farag, pero mis sentimientos, increiblemente fuertes hacia aquel hombre tan maravilloso, me desgarraban por dentro. Lo peor no era reconocer que le amaba; lo peor era que él también me quería. ¡Hubiera sido tan fácil de haber podido! Pero yo no era libre.

Una exclamación me sobresaltó.

– ¡Ottavia! ¡Son las cinco y cuarto de la mañana!

Por un momento no comprendí lo que me estaba diciendo. ¿Las cinco y cuarto? Pues bueno, ¿y qué? Pero, de repente, la luz se hizo en mi cerebro. ¡Las cinco y cuarto! ¡No podríamos llegar a Atenas antes de las seis! ¡Estábamos, por lo menos, a cuatro kilómetros!

– ¡Dios mío! -grité-. ¿Qué vamos a hacer?

– ¡Correr!

Me cogió de la mano y tiró de mí como un loco, iniciando una carrera salvaje que se detuvo por la fuerza a los pocos metros.

– ¡No puedo, Farag! -gemí, dejándome caer sobre la carretera-. Estoy demasiado cansada.

– ¡Escúchame, Ottavia! ¡Ponte de pie y corre!

El tono de su voz era autoritario, en absoluto compasivo o carinoso.

– Me duele mucho la pierna derecha. Debo haberme lastimado algún músculo. No puedo seguirte, Farag. Vete. Corre tú. Yo iré después.

Se agachó hasta ponerse a mi altura y, cogiéndome bruscamente por los hombros, me zarandeó y me clavó la mirada.

– Si no te pones en pie ahora mismo y echas a correr hacia Atenas, voy a decirte lo que antes no te pude decir. Y, si lo hago -se inclinó suavemente hacia mí, de manera que sus labios quedaban a escasos milímetros de mi boca-, te lo diré de tal manera que no podrás volver a sentirte monja durante el resto de tu vida. Elige. Si llegas a Atenas conmigo, no insistiré nunca más.

Sentí unas ganas horribles de llorar, de esconder la cabeza contra su pecho y borrar esas cosas espantosas que acababa de decirme. Él sabía que yo le amaba y, por eso, me daba a elegir entre su amor o mi vocación. Si yo corría, le perdería para siempre; si me quedaba allí, tirada en el asfalto de la carretera, él me besaría y me haría olvidar que había entregado mi vida a Dios. Sentí la angustia más profunda, la pena más negra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que elegir, por no haber conocido nunca a Farag Boswell. Tomé aire hasta que mis pulmones estuvieron a punto de estallar, solté mis hombros de sus manos con un ligero balanceo y, haciendo un esfuerzo sobrehumano -sólo yo sé lo que me costó, y no era ni por el cansancio físico ni por las llagas de los pies-, me incorporé, arreglé mis ropas con gesto decidido y me volví a mirarle. Él seguía en la misma posición, agachado, pero ahora su mirada era infinitamente triste.