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El despacho de Su Divinísima Santidad era una especie de sala de reuniones en la que la luz del sol entraba con toda su fuerza a través de los cristales de un par de grandes ventanas que daban a la iglesia patriarcal de San Jorge. El águila imperial y la corona, símbolos del antiguo poder, podían verse por todas partes: en los dibujos de las alfombras y tapices que cubrían suelos y paredes, en las hermosas tallas de las mesas y las sillas, en los cuadros y objetos de arte que abarrotaban las superficies… Su Divinísima Santidad era un hombre de estatura considerable y de unos sesenta años que se escondía con timidez detrás de una larguisima barba del color de la nieve. Vestía como un simple pope -con el hábito y el gorrito negro de los Médicis italianos- y usaba unas enormes gafas para la presbicia que parecían haberle caído sobre la nariz por casualidad. Sin embargo, de su porte emanaba tal dignidad que sentí la impresión de hallarme frente a uno de aquellos emperadores bizantinos desaparecidos para siempre.

Junto al Patriarca se hallaba el Nuncio vaticano, Monseñor John Lawrence Lewis, vestido de clergyman, que se acercó inmediatamente hasta nosotros para saludarnos e iniciar las presentaciones. Monseñor Lewis guardaba un parecido asombroso con el marido de la reina Isabel de Inglaterra, el duque de Edimburgo: era igual de alto y delgado, igual de ceremonioso y, por encima de todo, igual de calvo y orejudo. Le estaba mirando fascinada, intentando reprimir la risa, cuando una voz femenina me arrancó de mi espejismo:

– Ottavia, querida, ¿no te acuerdas de mí?

La desconocida que se me había acercado mientras Monseñor Lewis nos presentaba al Patriarca era una de esas mujeres que, cruzada la frontera de la mediana edad, se vuelven escandalosamente llamativas por el uso desmedido del maquillaje y las joyas. Con el pelo color castaño claro cayéndole en cascada por encima de los hombros y un elegante y ligero traje de chaqueta azul con minifalda, aquella extraña se mantenía en equilibrio sobre sus finos tacones de aguja mirándome alegremente.

– No, lo siento -dije, segura de no haberla visto en mi vida-. ¿Te conozco?

– ¡Ottavia, pero si soy Doria!

– ¿Doria…? -musité, confundida. Un vago recuerdo, una nube con la forma de las caras de las hermanas Sciarra, de Catania, empezó a emerger desde el fondo de mi mente-. ¿Doria Sciarra…? ¿La hermana de Concetta…?

– ¡Ottavia! -exclamó contenta viendo que la reconocía y lanzándose contra mí para estrecharme fuertemente entre sus brazos (aunque llevando cuidado de no estropearse el maquillaje).- ¿No es fantástico, Ottavia? ¡Después de tantos años! ¿Cuántos…? ¿Diez, quince…?

– Veinte -dije con desprecio.

¡Y qué cortos me parecían en esos momentos! Si había alguien en el mundo a quien no soportara esa persona era Doria Sciarra, aquella pequeña vanidosa que se empeñaba en sembrar cizaña por donde pasaba y que hacía daño a los demás sin concederle la menor importancia. Tampoco yo era plato de su gusto, así que no entendía a qué venían tantas tonterías y tantos aspavientos. Noté cómo se me nublaba el humor para el resto del día.

– ¡Oh, sí! -dijo ella, soñadora. Era tan artificial y estirada como una muñeca Barbie-. ¿No es maravilloso? ¡Quién nos lo iba a decir a nosotras!, ¿verdad? -emitió unas carcajadas juveniles y cantarinas-. ¡Qué vueltas da la vida!

¡Desde luego!, pensé mirándola: aquella chica gorda y morena como un tizón, ahora exhibía un cuerpo anoréxico y un dorado pelo leonino. «Tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania», dijo el recuerdo de la voz de mi cuñado dentro de mi cabeza, y mi hermana Giacoma añadió: «Están invadiendo nuestros mercados y haciéndonos la guerra sucia.»

– ¡Cuánto siento lo de tu padre y tu hermano, Ottavia! Me lo dijo Concetta hace unas semanas. ¿Cómo está tu madre?

Estuve a punto de contestarle de malos modos, sin embargo me contuve.

– Ya te lo puedes imaginar…

– Es terrible, desde luego. No sabes lo mal que lo pasé cuando murió mi padre hace dos años. Fue espantoso.

– ¿Qué haces tú aquí, Doria? -la corté, y debí utilizar un tono de voz bastante seco porque me miró sorprendida. Era la reina de la hipocresía.

– Monseñor Lewis me ha pedido que os ayude. Soy una de las agregadas culturales de la embajada de Italia en Turquía. He venido con Monseñor desde Ankara para echaros una mano.

¡Lo que me faltaba! Doria era «el experto en arquitectura bizantina» que nos había ofrecido el Nuncio y, sin lugar a dudas, estaba al tanto de nuestra misión. Genial.

– Las viejas amigas se han reencontrado, ¿eh? -dijo precisamente Monseñor, apareciendo de repente junto a nosotras-. Es una gran suerte poder contar con su amiga Doria para este trabajo, hermana Salina. ¡Hasta los propios turcos le piden consejo!

– No tanto como deberían, Monseñor -dijo Doria con una meliflua voz de reproche-. La arquitectura bizantina es más un engorro para ellos que una maravilla digna de conservar.

Monseñor Lewis hizo oídos sordos a las incómodas palabras de Doria y, cogiéndome por el brazo, me arrastró hacia Su Divinísima Santidad Bartolomeos I, quien, viéndome llegar, me alargó la mano con el anillo pastoral para que lo besara. Hice una leve genuflexión y acerqué los labios a la joya, preguntándome cuánto tiempo tendría que soportar la presencia entre nosotros de mi vieja amiga. Pero aún fue mucho peor cuando, después de saludar al Patriarca, me giré para buscar con la mirada a mis compañeros y me topé con la imagen de Doria hablando en voz baja con Farag y comiéndoselo con los ojos. El muy tonto parecía no darse cuenta de la actitud carnívora de aquella arpía y respondía sonriente a sus insinuaciones. Un veneno agrio y amarillo como la bilis me llenó el estómago y el corazón.

A continuación, sentados en torno a una gran mesa rectangular en cuyo centro aparecía, taraceado, el escudo del Patriarca (una cruz griega dorada envuelta por un círculo púrpura), celebramos una reunión de trabajo que se prolongó hasta más allá de la hora de la comida. Su Santidad Bartolomeos, con un tono pausado que iba marcando inconscientemente con la mano derecha, empezó explicándonos que la Iglesia de los Santos Apóstoles fue erigida por el emperador Constantino en el siglo IV con la idea de convertirla en mausoleo familiar. El emperador murió en Nicomedia en el 337 y su cuerpo fue trasladado a Constantinopla años después e inhumado en el Apostoleion. Su hijo y sucesor, Constancio, llevó también a la iglesia las reliquias de San Lucas Evangelista, San Andrés Apóstol y San Timoteo. Doria le quitó la palabra al Patriarca para decir que, dos siglos después, durante el reinado de Justiniano y Teodora, el templo fue completamente reconstruido por los famosos arquitectos Isidoro de Mileto y Antemio de Talles. Como, tras su erudita intervención, no tenía nada más que añadir, el Patriarca continuó explicándonos que, hasta el siglo XI, muchos emperadores, patriarcas y obispos fueron enterrados allí y que los fieles acudían para venerar los importantes restos de los mártires, los santos y los padres de la Iglesia que poseía el templo. Tras la destrucción del Apostoleion, esas reliquias peregrinaron de un sitio a otro durante siglos hasta que terminaron en la cercana Iglesia patriarcal.

– Excepto, claro está -vocalizó despaciosamente Su Santidad-, las que fueron robadas por los cruzados latinos en el siglo XIII: relicarios y vasos de oro y plata con piedras preciosas, iconos, cruces imperiales, paramentos bordados con joyas, etcétera. La mayoría de ellos se encuentran hoy en Roma y en la Iglesia de San Marcos de Venecia. El historiador Nicetas Chroniates afirma que los latinos profanaron también las tumbas de los emperadores.

– Por supuesto -añadió Doria, con cara de haber sido personalmente ofendida-, después de semejantes desmanes y de un terremoto ocurrido en 1328, el Apostoleion tuvo que ser reconstruido de nuevo. A finales del siglo XIII el emperador Andrónico II Paleólogo ordenó su restauración, pero nunca volvió a ser lo que era. Expoliado de sus reliquias y objetos de valor, fue abandonado y olvidado hasta la caída de Constantinopla a mediados del siglo XV. En 1461, Mehmet II ordenó su demolición y levantó en el mismo lugar su propio mausoleo, la llamada Mezquita del Conquistador o Fatih Camii.