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El coche que utilizamos para ir hasta Fatih Camii no fue el de la Nunciatura vaticana. Por discreción, tanto Monseñor Lewis como el capitán pensaron que sería mucho mejor utilizar un coche del Patriarcado sin marcas exteriores. Sólo Doria vino con nosotros y fue ella quien condujo el vehículo hasta la Mezquita del Conquistador, llevándonos velozmente a lo largo del Cuerno de Oro y del bulevar Atatürk. La mezquita, que apareció de golpe frente a nuestros ojos al fondo del Bozdogan Kemeri (el Acueducto de Valente), era enorme, sólida y austera, con unos altísimos minaretes llenos de balcones, una gran cúpula central -alrededor de la cual se multiplicaban las semicúpulas- y una minada de fieles que iban y venían por la explanada delantera, bordeada por madrasas y edificios religiosos.

Doria, a quien no miré ni dirigí la palabra durante el trayecto -ella tampoco lo hizo-, detuvo el coche en un aparcamiento situado en el extremo de la plaza y, como unos turistas más de los muchos que rondaban por allí, nos encaminamos hacia la entrada. Noté que Farag se iba retrasando poco a poco hasta ponerse a mi lado, dejando a Doria con el capitán, pero, como no tenía fuerzas para soportar su presencia, apreté el paso y me resguardé junto a la Roca, el único que, por su frialdad, parecía dispuesto a dejarme tranquila. No tenía ganas de hablar con nadie.

Atravesamos el umbral y nos encontramos en un patio porticado de grandes dimensiones en el que había árboles y un templete central que parecía un kiosco de prensa pero que, en realidad, era la fuente de las abluciones. Las columnas del atrio eran también colosales y no dejó de llamarme la atención el hecho de que, pese a ser una edificación musulmana, todo el complejo tuviera un marcado aire neoclásico. Pero esta impresión desapareció por completo cuando, tras descalzarnos y cubrirnos (Doria y yo) con unos grandes velos negros que nos entregó un viejo portero encargado de vigilar la moralidad de los turistas despistados, entramos en el interior de la mezquita. Dejé de respirar ante tanta belleza y tanto esplendor. Mehmet II, realmente, se había construido un mausoleo digno del conquistador de Constantinopla: preciosas alfombras rojas cubrían enteramente el suelo de una superficie que bien podría compararse con la de San Pedro del Vaticano; vidrieras de variados colores cubrían las ventanas que, inteligentemente dispuestas en los cimborrios de las cúpulas y en los encuentros de las tres alturas, dejaban pasar una poderosa luz horizontal que llenaba el espacio. Los arcos y las bóvedas saltaban a la vista por sus llamativas dovelas rojas y blancas, y en cada pechina, fuera grande o pequeña, un vistoso medallón azul contenía luminosas inscripciones caligráficas del Corán. Por si todo esto no era bastante, una malla de cables sostenía, a media altura, un enjambre de lámparas de oro y plata.

Las galerías de las mujeres estaban situadas en el primer piso y, por un momento, temí que el portero nos obligara a permanecer allí mientras Farag y el capitán recorrían el recinto. Pero, por fortuna, no fue así. Doria y yo, sin hablarnos, pudimos movernos a nuestras anchas por la gran mezquita porque, al parecer, las turistas extranjeras gozábamos de ciertos privilegios que no poseían las mujeres musulmanas.

Durante más de una hora deambulamos arriba y abajo, revisándolo e inspeccionándolo todo, para, al final, no encontrar absolutamente nada. Empezamos por la qibla, el muro del templo que se orienta hacia La Meca, en cuyo centro, excavado en la piedra, se sitúa el mihrab, el lugar más sagrado del edificio, una especie de nicho que señala exactamente la dirección. Examinar la maxura fue mucho más complejo, pues es una zona cercada frente a la qibla donde se encuentra el púlpito para el imán. Después nos separamos y Farag tuvo la inmensa paciencia y la habilidad de estudiar las incontables lámparas colgantes sin llamar la atención, y yo, todas y cada una de las columnas de los tres pisos, galería de mujeres incluida. Por su parte, el capitán, que se agarraba a su mochila de salvamento como si nos fuera a sobrevenir una desgracia en cualquier momento, además de analizar los motivos tejidos en las inmensas alfombras, revisó también los bancos y las piezas de madera, así como el sencillo sarcófago que guardaba los restos de Mehmet II, y Doria los vitrales y las puertas. Al final, sólo nos quedaba desnudar las losas del suelo, pero eso resultaba imposible.

Para cuando estábamos terminando nuestra inspección, la Mezquita del Conquistador se había quedado prácticamente vacía, a excepción de algunos ancianos que dormitaban junto a las pilastras. Sin embargo, aquel silencio sólo era la calma que precedía a la tormenta. El grito del muecín a través de los altavoces, llamando a la oración desde el alminar de la mezquita, nos sobresaltó y nos miramos unos a otros desconcertados. El capitán nos hizo una seña para que nos reuniéramos con él junto a la puerta y saliéramos de allí cuanto antes, pero apenas tuvimos tiempo de agruparnos porque, en oleadas surgidas de la nada, cientos de fieles empezaron a entrar en el templo, disponiéndose en filas perfectamente ordenadas y paralelas para comenzar la oración de media tarde.

– Es la adhan -dijo Doria, a quien la marea humana, al parecer, empujaba inevitablemente contra el costado de Farag-, la llamada a la oración.

La ilah illa Allah wa Muhammad rasul Allah, seguía recitando a gritos la voz amplificada del muecín, «No hay otro Dios sino Allah y Mahoma es su profeta».

– Vámonos de aquí -dictaminó la Roca, haciendo de ariete con su cuerpo para abrirnos paso a través de la corriente.

Con enormes dificultades conseguimos llegar hasta el patio descubierto, el sahn, y lo hicimos justo en el último momento pues, antes de que hubiéramos podido recuperar nuestro calzado, la mezquita se había llenado por completo.

– Mañana será otro día -declaró animosamente Farag, mirando alrededor con una sonrisa.

– Vamos -dijo Doria-, os llevaré al hotel y podréis descansar. Llamaré a Monseñor Lewis para que manden vuestro equipaje desde el aeropuerto.

– ¿Aún está en el avión? -pregunté, muy sorprendida, e inmediatamente lamenté haberme dirigido a ella aunque fuera con aquella simple pregunta.

– Yo ordené que no lo desembarcaran -puntualizó Glauser-Róist-, por si resolvíamos la prueba a lo largo del día de hoy.

– Me temo que eso no va a ser posible, Kaspar.

– Si queréis -continuó Doria, exhibiendo su mejor sonrisa y retirándose el velo de la cabeza-, esta noche os llevaré a cenar a uno de los mejores sitios de Estambul. Un lugar divertidísimo donde podréis ver una auténtica danza del vientre.

– Antes de irnos deberíamos examinar este patio -atajé, malhumorada.

Era tan extraña aquella reunión nuestra… El único enlace posible de comunicación entre los cuatro era la Roca, que no tenía ni idea de lo que estaba pasando entre sus tropas.

– ¡Pero ahora están rezando! -protestó Doria-. Se enojarán con nosotros. Mejor volvemos mañana.

Glauser-Róist me miró.

– No. La doctora tiene razón. Examinemos este lugar. Si lo hacemos discretamente, no molestaremos a nadie.

– Alguien debería vigilar al portero mientras lo hacemos -propuso Farag- No nos quita los ojos de encima.

– Será el staurofílax que vigila la prueba -ironicé.

La estúpida de Doria se volvió hacia él rauda como una flecha.

– ¿En serio? -exclamó casi en un grito-. ¡Un staurofílax!

– ¡Doria, por favor! -la increpé-. ¡Esto no es un juego! ¡Deja de mirarle!

El portero, un anciano de barba rala y con la cabeza cubierta por un gorrito blanco que parecía una cáscara de huevo, frunció el ceño sin dejar de observarnos desde la puerta.

– Vaya usted, Doria -dispuso la Roca-. Hable con él, devuélvale los velos y distráigale todo lo que pueda.

Con una sonrisa malvada en los labios le entregué a Doria mi turban y me quedé con Farag y el capitán. ¡Cuántas veces habíamos jugado juntas de pequeñas, pensé viéndola marchar, y, por suerte, qué vidas tan distintas habíamos terminado teniendo!

– Dividámonos -dijo Glauser-Róist en cuanto Doria estuvo lo bastante lejos-. Que cada uno examine un tercio del patio. Usted, doctora, no se hacerque a la fuente de las abluciones. Podría provocar una revolución. Nosotros nos encargaremos.