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– El tipo estaba mintiendo.

– Parecía obvio. Después encontramos algo más. En su bolso (el portamonedas) había un trozo de papel en el que ella había escrito el nombre del motel y el número de la habitación. La escritura era de una persona diestra. Como he dicho, la puñalada fue en la parte superior derecha del pecho de la víctima. Eso no encajaba. Si ella le amenazó, lo lógico era que el cuchillo estuviera en su mano derecha. Si entonces el putero lo giró hacia ella, lo más probable es que la herida fuera en la parte izquierda del pecho, no en la derecha.

Bosch hizo ademán de mover la mano derecha hacia su propio pecho, mostrando el movimiento antinatural necesario para acuchillarse en el costado derecho.

– Había todo tipo de detalles que no encajaban -continuó-. Era una herida de arriba abajo, lo cual tampoco encajaba con que el cuchillo estuviera en la mano de la víctima. Tendría que haber sido de abajo arriba.

Hinojos asintió con la cabeza para mostrar que lo entendía.

– El problema era que no teníamos indicios físicos que contradijeran su versión. Nada. Sólo nuestra sensación de que ella no habría hecho lo que él decía. La cuestión de la herida no era suficiente. Y además, a favor de él, estaba el cuchillo. Lo encontramos en la cama y vimos que tenía huellas marcadas en la sangre. No me cabía duda de que serían de ella. Eso no es difícil de lograr una vez muerta la chica. Pero aunque no me impresionó, eso no contaba. Lo que contaba era lo que pensara el fiscal y en última instancia un jurado. La duda razonable es un enorme agujero negro que se traga casos como ése. Necesitábamos más.

– ¿Qué ocurrió?

– Es lo que llamamos un «él dijo, ella dijo». La palabra de una persona contra la de otra, sólo que en este caso la otra persona estaba muerta. Lo complicaba más. No teníamos nada más que la versión de él. Lo que haces en un caso así es apretar al tipo. Lo vences. Y hay muchas maneras de hacerlo. Pero, básicamente, lo vences en las salas.

– ¿Las salas?

– Las salas de interrogatorios. En comisaría. Lo metimos en una sala. Como testigo. No lo detuvimos formalmente. Le preguntamos si podía venir, le dijimos que teníamos que ordenar unas cuantas cosas acerca de lo que ella había hecho. Él dijo que no había problema. Ya sabe, Don Colaborador. Seguía tranquilo. Lo metimos en una sala y Edgar y yo fuimos a la oficina de guardia para conseguir algo de café. Tienen buen café allí, una de esas cafeteras grandes. La donó un restaurante que quedó destrozado por el terremoto. Todo el mundo va allí a buscar el café. El caso es que nos estábamos tomando nuestro tiempo, hablando de cómo íbamos a abordar a ese tipo, quién de nosotros iba a empezar, y todo eso. Mientras tanto el puto Pounds (disculpe) ve al tipo en la sala por la ventanita y entra y le informa. Y…

– ¿Qué quiere decir que le informa?

– Le lee sus derechos. Era nuestro testigo y Pounds, que no tiene ni puta idea de lo que está haciendo, cree que puede entrar ahí y soltarle al tío la perorata. Se cree que nos hemos olvidado o yo qué sé.

Bosch miró a Hinojos con el rostro encendido de rabia, pero inmediatamente vio que ella no lo había entendido.

– ¿No era lo que había que hacer? -preguntó la psiquiatra-. ¿No se les exige que informen a la gente de sus derechos?

Bosch tuvo que esforzarse para contener su rabia, recordándose que Hinojos, por más que trabajara para el departamento, era una outsider. Sus percepciones de la policía probablemente estaban más basadas en los medios que en la realidad.

– Deje que le dé una rápida lección de qué es la ley y qué es la realidad. Nosotros (los polis) tenemos la baraja marcada en contra. Lo que la ley Miranda y otras normativas suponen es que tenemos que coger a un tipo que sabemos, o al menos creemos, que es culpable y básicamente decirle: «Oye, mira, creemos que el Tribunal Supremo y todos los abogados del planeta te aconsejarían que no hablaras con nosotros, pero, ¿qué te parece si hablas con nosotros?» No funciona. Hay que dar un rodeo. Hay que usar la astucia y algún engaño, y hay que ser taimado. Las leyes de los tribunales son como una cuerda por la que has de caminar. Hay que ir con mucho cuidado, pero existe una posibilidad de cruzar al otro lado. Así que cuando algún capullo que no tiene ni idea entra y le lee los derechos a tu sospechoso, te arruina el día, por no hablar del caso.

Bosch se detuvo y estudió a la psiquiatra. Todavía veía su escepticismo. Comprendió que sólo era otra ciudadana que se llevaría un susto de muerte si recibiera una dosis de la realidad de la calle.

– Cuando le leen los derechos a alguien, se acabó -dijo-. Fin. Edgar y yo volvimos de tomar café y el putero está allí sentado y nos suelta que quiere un abogado. Yo digo: «¿Qué abogado, quién está hablando de abogados? Usted es un testigo, no un sospechoso.» Y él nos dice que el teniente acaba de leerle sus derechos. En ese momento no supe a quién odiaba más si a Pounds por haber jodido el caso o a ese tipo por matar a la chica.

– Bueno, dígame una cosa, ¿qué habría ocurrido si Pounds no hubiera hecho lo que hizo?

– Nos habríamos hecho amigos del tipo, le habríamos pedido que contara la historia con el máximo detalle posible con la esperanza de que hubiera inconsistencias cuando se comparara con lo que les dijo a los agentes de uniforme. Entonces le habríamos dicho: «Las inconsistencias en sus declaraciones le convierten en sospechoso.» Entonces sí le habríamos leído sus derechos, y con un poco de suerte le habríamos vencido con las inconsistencias y con los problemas que encontramos en la escena del crimen. Habríamos tratado de obtener una confesión, y tal vez la habríamos conseguido. La mayor parte de lo que hacemos consiste en hacer que la gente hable. No es como en la tele. Es cien veces más duro y más sucio. Pero, igual que usted, lo que hacemos es lograr que la gente hable… Al menos ésa es mi opinión. Ahora, por culpa de Pounds, nunca sabremos lo que habría ocurrido.

– Bueno, ¿qué pasó después de que usted descubrió que le habían leído los derechos a su sospechoso?

– Salí de allí y me fui derecho al despacho de Pounds. Él supo que algo iba mal porque se levantó. Eso lo recuerdo. Le pregunté si había informado a mi sospechoso y cuando dijo que sí discutimos. Los dos, a gritos… Después no recuerdo exactamente lo que sucedió. No estoy tratando de negar nada. Simplemente no recuerdo los detalles. Debí de agarrarle y empujarle. Y rompió el cristal con la cara.

– ¿Qué hizo cuando ocurrió eso?

– Bueno, algunos de los chicos llegaron corriendo y me sacaron de allí. El jefe de comisaría me envió a casa. Pounds tuvo que ir al hospital a que le curaran la nariz. Asuntos internos le tomó declaración y a mí me suspendieron. Y entonces intervino Irving y lo cambió por una baja involuntaria por estrés. Y aquí estoy.

– ¿Qué ocurrió con el caso?

– El putero nunca habló. Consiguió su abogado y salió. El viernes pasado Edgar acudió a la fiscalía con lo que teníamos y lo rechazaron. Dijeron que no iban a ir a juicio en un caso sin testigos con unas pocas inconsistencias menores… Las huellas de la chica estaban en el cuchillo. Menuda sorpresa. Lo que resultó fue que ella no contó. Al menos no lo suficiente para que corrieran el riesgo de perder.

Ninguno de los dos habló durante unos segundos. Bosch supuso que ella estaba pensando en las similitudes entre este caso y el de su madre.

– Así que lo que tenemos -dijo Bosch al fin- es un asesino en la calle y al tipo que permitió que saliera libre de nuevo sentado en su despacho. Ya le han arreglado el cristal, todo ha vuelto a la normalidad. Así es nuestro sistema. Me enfurecí por eso y mire lo que me costó. Una baja por estrés y tal vez la pérdida de mi trabajo.