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Hinojos se aclaró la garganta antes de abordar su valoración de la historia.

– Tal y como ha expuesto las circunstancias de lo que ocurrió es muy fácil comprender su rabia. Pero no la acción última que tomó. ¿Alguna vez ha oído hablar del «momento de locura»?

Bosch negó con la cabeza.

– Es una forma de describir un arrebato violento que tiene sus raíces en diversas presiones que sufre un individuo. Crece y se desata en un momento, normalmente de manera violenta y con frecuencia contra un objetivo que no es completamente responsable de la presión.

– Si necesita que diga que Pounds es una víctima inocente, no voy a decirlo.

– No necesito eso. Sólo necesito que examine esta situación y cómo pudo ocurrir.

– No lo sé. Joder, ocurrió y punto.

– Cuando agrede físicamente a alguien, ¿no siente que se rebaja al mismo nivel que el hombre que quedó en libertad?

– Ni de lejos, doctora. Deje que le diga algo. Puede usted mirar todas las partes de mi vida, puede agregar los terremotos, los incendios, las inundaciones, los disturbios e incluso Vietnam, pero cuando se trata de mí y de Pounds en esa sala acristalada, nada de eso importaba. Puede llamarlo un momento de locura o como le parezca. A veces, el momento es lo único que importa y en ese momento hice lo que debía. Y si el objetivo de estas sesiones es que comprenda que me equivoqué, olvídelo. Irving me acorraló el otro día en el vestíbulo y me pidió que pensara en escribir una carta de disculpa. A la mierda. Hice lo que debía.

Hinojos asintió con la cabeza, se acomodó en su silla y pareció más incómoda de lo que había estado durante la larga diatriba de Bosch. Al final, Hinojos miró su reloj y Bosch el de él. Se le había acabado el tiempo.

– Bueno -dijo Bosch-. Supongo que he hecho retroceder un siglo la causa de la psicoterapia, ¿eh?

– No, en absoluto. Cuanto más se conoce a una persona y más se conoce su historia, más entiende uno las cosas que pasan. Por eso disfruto con mi trabajo.

– Yo también.

– ¿Ha hablado con el teniente Pounds tras el incidente?

– Lo vi cuando fui a dejarle las llaves de mi coche. Consiguió que me lo retiraran. Fui a su despacho y casi se puso histérico. Es un hombre muy pequeño y creo que lo sabe.

– Normalmente lo saben.

Bosch se inclinó hacia adelante, preparado para levantarse e irse, y se fijó en el sobre que Hinojos había apartado a un lado de la mesa.

– ¿Y las fotos?

– Sabía que volvería a sacar el tema. -La psiquiatra miró el sobre y torció el gesto-. Necesito pensar en ello. A varios niveles. ¿Puedo guardármelas mientras usted se va a Florida? ¿O va a necesitarlas?

– Puede quedárselas.

A las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana hora de California, el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Tampa. Bosch se apoyó con cara de sueño en la ventanilla de la cabina, observando por primera vez el sol que se alzaba en el cielo de Florida. Mientras el avión rodaba por la pista, se sacó el reloj y movió las manecillas para adelantarlo tres horas. Estuvo tentado de registrarse en el motel más cercano para dormir un poco, pero sabía que no tenía tiempo. Según el mapa de AAA que llevaba consigo, parecía que había al menos dos horas de coche hasta Venice.

– Es bonito ver un cielo azul.

Era la mujer que tenía al lado, en el asiento del pasillo. Estaba inclinada hacia él, mirando asimismo por la ventanilla. Rondaría los cuarenta y cinco años y tenía el pelo prematuramente gris, casi blanco. Habían hablado un poco en la primera parte del vuelo y Bosch sabía que no iba de visita, sino que regresaba a Florida. Había estado cinco años en Los Ángeles y ya tenía suficiente. Volvía a casa. Bosch no preguntó quién o qué la esperaba allí, pero se había preguntado si ya tenía el pelo cano la primera vez que aterrizó en Los Ángeles cinco años antes.

– Sí -contestó Bosch-. Estos vuelos nocturnos se hacen eternos.

– No, me refería a la contaminación. Aquí no hay.

Bosch la miró a ella y luego por la ventanilla, examinando el cielo.

– Todavía no.

Pero la mujer tenía razón. El cielo tenía una tonalidad de azul que él raramente veía en Los Ángeles. Era del color de las piscinas, con nubes blancas hinchadas que flotaban como sueños en las capas altas de la atmósfera.

El avión tardó en vaciarse, Bosch aguardó hasta el final, se levantó y estiró la espalda para aliviar la tensión. Las vértebras le crujieron como fichas de dominó. Cogió su bolsa de viaje del portaequipajes y salió.

En cuanto pisó el suelo para subir al autocar, la humedad le envolvió como una toalla, con un calor como de incubadora. Llegó a la terminal dotada de aire acondicionado y desechó su plan de alquilar un descapotable.

Al cabo de media hora estaba en la autovía 275, cruzando la bahía de Tampa en otro Mustang de alquiler. Tenía las ventanillas subidas y el aire acondicionado en marcha, pero seguía sudando porque aún no se había aclimatado a la humedad.

Lo que más le impresionó de Florida en su primer recorrido en automóvil fue lo llano que era el terreno. Durante cuarenta y cinco minutos no apareció una sola cuesta, hasta que llegaron a la montaña de acero y hormigón llamada Skyway Bridge. Bosch sabía que el empinado puente que se extendía por encima de la boca de la bahía era un sustituto del que se había caído, pero condujo sin miedo y por encima del límite de velocidad. Al fin y al cabo, venía del Los Ángeles posterremoto, donde el límite no oficial de velocidad bajo los puentes y en los pasos elevados estaba en el extremo derecho del velocímetro.

Después del puente, la autovía se fundía con la 75 y Bosch llegó a Venice a las dos horas de haber aterrizado. Los moteles pintados en tonos pastel del Tamiami Trail le sedujeron, pero se propuso vencer la fatiga y siguió conduciendo. Buscó una tienda de regalos y un teléfono público.

Encontró ambos en el Coral Reef Shopping Plaza. La tienda de Tacky's Gifts and Cards no abría hasta las diez, y a Bosch le sobraban cinco minutos. Fue a un teléfono público situado en la pared exterior color arena del centro comercial y buscó en la guía el número de la oficina de correos. Había dos, de manera que Bosch sacó su libreta y comprobó el código postal de Jake McKittrick. Llamó a una de las oficinas y averiguó que el código postal que tenía Bosch correspondía a la otra. Le dio las gracias al empleado que le proporcionó la información y colgó.

Cuando abrió la tienda de regalos, Bosch fue al pasillo de tarjetas y encontró una de cumpleaños que venía con un sobre de color rojo brillante. Se lo llevó al mostrador sin leer siquiera el texto de la tarjeta. Cogió un callejero de un expositor situado junto a la caja y lo dejó asimismo sobre el mostrador.

– Es una tarjeta muy bonita -dijo una mujer mayor que atendía la caja-. Estoy segura de que a ella le encantará.

La mujer se movía como si estuviera bajo el agua y Bosch sintió ganas de inclinarse sobre el mostrador y pulsar él mismo los números con tal de terminar.

En el Mustang, Bosch puso la tarjeta en el sobre, lo cerró y escribió el nombre de McKittrick y el número del apartado de correos en el anverso. A continuación arrancó y volvió a la carretera.

Tardó quince minutos, ayudándose del plano, en llegar a la oficina de correos de West Venice Avenue. Cuando entró, la encontró casi desierta. Un hombre mayor estaba de pie ante una mesa, escribiendo lentamente una dirección en un sobre. Dos ancianas hacían cola en un mostrador. Bosch se colocó detrás de ellas y se dio cuenta de que estaba viendo a muchos ciudadanos mayores en Florida, y eso que sólo llevaba allí unas horas. Era lo que siempre había oído decir.