Bosch tardó quince minutos en encontrar la pequeña ensenada donde se hallaban los amarres. Una vez logrado eso, McKittrick fue fácil de localizar. Puede que hubiera unos cuarenta barcos en atracaderos, pero sólo uno de ellos estaba ocupado. Un hombre con un intenso bronceado que quedaba realzado por el pelo blanco estaba en la popa, doblado sobre el motor fuera de borda. Bosch lo examinó al acercarse, pero no vio nada reconocible en él. No encajaba con la imagen que Bosch tenía en su mente del hombre que lo había sacado de la piscina hacía tantos años.
La cubierta del motor no estaba puesta y el hombre estaba haciendo algo con un destornillador. Llevaba unos shorts de color caqui y una camisa blanca de golf que estaba demasiado vieja y manchada para el golf, pero que servía para ir a navegar. El barco tenía unos seis metros de eslora, calculó Bosch, y una pequeña cabina cerca de la proa, donde estaba el timón. Había cañas de pescar en soportes a ambos costados, dos a babor y dos a estribor.
Bosch se detuvo junto a la proa del barco a propósito. Quería estar a cierta distancia de McKittrick cuando mostrara la placa. Sonrió.
– Nunca pensé ver a alguien de homicidios de Hollywood tan lejos de casa -dijo.
McKittrick levantó la cabeza, pero no mostró sorpresa.
– No, se equivoca. Ésta es mi casa. Cuando estuve allí era cuando estaba lejos.
Bosch asintió como para decir que le parecía bien y mostró la placa. La sostuvo del mismo modo que cuando se la había mostrado a la mujer del ex policía.
– Soy Harry Bosch, de homicidios de Hollywood.
– Sí, eso he oído.
Bosch fue el que se mostró sorprendido. No podía pensar en nadie en Los Ángeles que pudiera haber advertido a McKittrick de su llegada. Nadie lo sabía. Sólo se lo había contado a Hinojos y no podía concebir que le hubiera traicionado.
McKittrick le alivió al hacer un gesto hacia el teléfono móvil que estaba en el salpicadero del barco.
– Ha llamado mi mujer.
– Ah.
– Y bien, ¿de qué se trata, detective Bosch? Cuando trabajaba allí, íbamos por parejas. De ese modo era más seguro. ¿Hay tan poco personal que van solos?
– En realidad no. Mi compañero está investigando otro viejo caso. Son posibilidades tan remotas que no gastan dinero en enviar a dos.
– Supongo que me lo va a explicar.
– Sí, de hecho, iba a hacerlo. ¿Le importa que suba a bordo?
– Adelante. Estoy arreglando esto para salir en cuanto llegue la mujer con la comida.
Bosch empezó a caminar por el muelle hasta llegar junto al barco de McKittrick. Después bajó a la nave. Ésta se bamboleó en el agua con el peso añadido, pero después se enderezó. McKittrick cogió la cubierta del motor y empezó a colocarla. Bosch se sentía fuera de lugar. Llevaba zapatos de calle y tejanos negros, una camiseta verde del ejército y una americana ligera negra. Y todavía tenía calor. Se quitó la americana y la dobló encima de una de las dos sillas que había en el puente de mando.
– ¿Qué va a pescar?
– Lo que pique. ¿Y usted?
Miró directamente a Bosch cuando lo preguntó, y Harry vio que sus ojos eran marrones como el cristal de las botellas de cerveza.
– Bueno, ha oído hablar del terremoto, supongo.
– Claro, ¿quién no? Mire, yo he pasado por terremotos y huracanes y le digo que al menos un huracán lo ves venir. Por ejemplo, Andrew trajo un montón de devastación, pero imagínela que habría causado si nadie hubiera sabido que iba a golpear. Eso es lo que pasa con los terremotos.
A Bosch le costó unos segundos situar el Andrew, el huracán que había azotado la costa del sur de Florida un par de años antes. Resultaba difícil seguir la pista de tantos desastres como se producían en el mundo. Ya había bastantes sólo en Los Ángeles. Miró a través de la ensenada y vio que un pez saltaba y al volver a caer creaba una estampida de saltos entre los otros ejemplares del cardumen. Miró a McKittrick y estaba a punto de avisarle cuando se dio cuenta de que era algo que probablemente veía todos los días de su vida.
– ¿Cuándo se fue de Los Ángeles?
– Hace veintiún años. Cumplí con mis veinte y adiós. Puede guardarse Los Ángeles, Bosch. Mierda, estuve allí en el terremoto de Sylmar en el setenta y uno. Derribó un hospital y un par de autovías. Entonces vivíamos en Tujunga, a pocos kilómetros del epicentro. Ése nunca lo olvidaré. Era como un combate entre Dios y el diablo y tú estabas allí con ellos haciendo de árbitro. Maldita sea… Bueno, ¿qué tiene que ver el terremoto con todo esto?
– Verá, es un fenómeno bastante extraño, pero el índice de asesinatos ha caído. La gente se ha vuelto más cívica, supongo. Nosotros…
– Quizá ya no queda nada por lo que merezca la pena matar.
– Puede ser. El caso es que normalmente tenemos entre setenta y ochenta asesinatos al año en la división. No sé cómo era cuando usted…
– Teníamos menos de la mitad. Fácil.
– Bueno, este año estamos por debajo de la media. Eso nos ha dado tiempo para revisar algunos de los casos antiguos. A cada uno le ha tocado una parte. Uno de los que me han tocado a mí tenía su nombre. Supongo que sabe que su compañero de entonces falleció y…
– ¿Eno está muerto? Maldición, no lo sabía. Pensé que me habría enterado. No es que hubiera importado demasiado.
– Sí, está muerto. Su mujer recibe los cheques de la pensión. Lamento que no lo supiera.
– No pasa nada. Eno y yo…, bueno, éramos compañeros. Nada más.
– El caso es que estoy aquí porque usted está vivo y él no.
– ¿Cuál es el caso?
– Marjorie Lowe. -Bosch esperó la reacción del rostro de McKittrick, pero no percibió ninguna-. ¿Lo recuerda? La encontraron en el cubo de basura de un callejón cerca de…
– Cerca de Vista. Detrás de Hollywood Boulevard, entre Vista y Gower. Los recuerdo todos, Bosch. Resueltos o no, recuerdo todos y cada uno de ellos.
«Pero no me recuerda a mí», pensó Bosch, aunque no lo dijo.
– Sí, es ése. Entre Vista y Gower.
– ¿Qué pasa?
– Nunca se resolvió.
– Ya lo sé -dijo McKittrick, levantando la voz-. Trabajé en sesenta y tres casos en los siete años que pasé en homicidios. Trabajé en Hollywood, Wilshire y en robos y homicidios. Resolví cincuenta y seis. A ver quién lo supera. Hoy en día tienen suerte si resuelven la mitad. Apostaría a ciegas contra usted.
– Y ganaría. Es un buen récord. No se trata de usted, Jake. Se trata del caso.
– No me llame Jake. No le conozco. No le he visto en mi vida. Yo… Espere un momento.
Bosch lo miró, asombrado de que pudiera haberse acordado de la piscina de McClaren. Pero entonces se dio cuenta de que McKittrick se había detenido porque su mujer se aproximaba por el muelle con una nevera de plástico en la mano. McKittrick aguardó en silencio hasta que la mujer dejó la nevera en el suelo cerca del barco y él la subió a bordo.
– Ah, detective Bosch, va a pasar mucho calor vestido así -dijo la señora McKittrick-. ¿Quiere que vaya a casa y le baje unos shorts de Jake y una camiseta?
Bosch miró a McKittrick y después a la mujer.
– No, gracias, señora.
– Va a ir a pescar, ¿no?
– Bueno, no me han invitado y…
– Oh, Jake, invítalo a pescar. Siempre estás buscando a alguien que te acompañe. Además, así podrás ponerte al día de todas esas historias truculentas que tanto te gustaban en Hollywood.
McKittrick levantó la cabeza para mirar a su mujer, y Bosch vio que pugnaba por no perder los nervios. Consiguió controlarse.
– Mary, gracias por los sándwiches -dijo McKittrick con calma-. Ahora, ¿puedes subir a casa y dejarnos solos?
Ella lo miró con ceño y sacudió la cabeza como si McKittrick fuera un niño malcriado. La mujer regresó por donde había venido sin decir una palabra más. Los dos hombres que quedaron en el barco dejaron pasar unos segundos antes de que Bosch hablara y tratara de reconducir la situación.