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– Mire, no he venido por ninguna otra razón que no sea la de plantearle algunas preguntas sobre el caso. No estoy tratando de sugerir que hubiera nada malo con la forma en que se llevó. Sólo estoy echando otro vistazo, eso es todo.

– Se le olvida algo.

– ¿Qué?

– Que es un mentiroso.

Bosch sintió que esta vez era él quien tenía que contenerse. Estaba enfadado por el hecho de que aquel hombre le cuestionara sus motivos, por más que tuviera el derecho de hacerlo. Estuvo a punto de quitarse el disfraz de chico bueno y saltar a por él, pero sabía que no le convenía. Sabía que si McKittrick actuaba así tenía que ser por algún motivo. Algo del viejo caso era como una piedra en el zapato. La había apartado a un lado, donde no le molestaba, pero seguía allí. Bosch tenía que lograr que deseara quitársela. Se tragó su propia rabia y trató de contenerse.

– ¿Por qué soy mentiroso? -dijo.

McKittrick le daba la espalda. El ex policía estaba buscando debajo del timón. Bosch no podía ver qué era lo que trataba de hacer, pero supuso que tal vez estaba buscando las llaves del barco.

– ¿Por qué es un mentiroso? -respondió McKittrick al darse la vuelta-. Le diré por qué. Porque viene aquí sacando esa placa de mierda cuando los dos sabemos que no tiene placa.

McKittrick estaba apuntando a Bosch con una Beretta de calibre veintidós. Era pequeña, pero serviría a esa distancia y Bosch tenía que asumir que McKittrick sabía usarla.

– Joder, tío, ¿qué te pasa?

– No tenía ningún problema hasta que has aparecido tú.

Bosch levantó las manos a la altura del pecho, adoptando una posición no amenazadora.

– Cálmate.

– Cálmate tú. Baja las manos, joder. Quiero volver a ver esa placa. Sácala y tírala aquí. Despacio.

Bosch obedeció, tratando permanentemente de mirar por los muelles sin girar el cuello más de unos centímetros. No vio a nadie. Estaba solo. Y desarmado. Tiró la cartera de la placa en cubierta, cerca de los pies de McKittrick.

– Ahora quiero que rodees el puente hasta la proa. Apóyate en la barandilla de proa, donde pueda verte. Sabía que algún día alguien querría joderme. Te has equivocado de persona y de día.

Bosch hizo lo que le ordenaron y se acercó a la proa. Se agarró de la barandilla para mantener el equilibrio y se volvió para enfrentarse a su captor. Sin apartar la mirada de Bosch, McKittrick se dobló y recogió la cartera. Después fue al puente de mando y dejó la pistola encima de la consola. Bosch sabía que si intentaba algún movimiento, McKittrick llegaría antes. Éste se agachó para accionar algo y el motor arrancó.

– ¿Qué estás haciendo, McKittrick?

– Ah, ahora es McKittrick. ¿Qué ha pasado con el amistoso Jake? Bueno, vamos a ir a pescar. Querías pescar, eso es lo que haremos. Si tratas de saltar te dispararé en el agua. N o me importa.

– No voy a ninguna parte. Cálmate.

– Ahora, agáchate y desata el cabo de esa cornamusa. Tírala al muelle.

Cuando Bosch hubo terminado de cumplir la orden, McKittrick levantó la pistola y retrocedió tres pasos hacia la popa. Desató el otro cabo y desatracó el barco. Volvió al timón y puso suavemente el barco en marcha atrás. El yate se alejó del amarre. McKittrick viró y empezaron a moverse a través de la ensenada hacia la boca del canal. Bosch sentía que la cálida brisa salina le secaba el sudor en la piel. Decidió que saltaría en cuanto llegaran a mar abierto, o donde hubiera otros barcos con gente a bordo.

– Me sorprende que no vayas armado. ¿Qué clase de tipo dice que es un poli y luego va desarmado?

– Soy poli, McKittrick. Deja que me explique.

– No hace falta que lo hagas, muchacho, ya lo sé. Lo sé todo de ti.

McKittrick abrió la cartera con la placa y Bosch vio que examinaba la tarjeta de identificación y la placa dorada de teniente. La lanzó a la consola.

– ¿Qué sabes de mí, McKittrick?

– No te preocupes, todavía me quedan algunos dientes, Bosch, y también me quedan algunos amigos en el departamento. Después de que me avisó mi mujer hice una llamada. A uno de mis amigos. Te conoce. Estás de baja, Bosch. Involuntaria. Así que no sé a qué viene esa historia sobre terremotos que me has soltado. Me hace pensar que has cogido un trabajo por libre mientras estás de baja.

– Te equivocas.

– Sí, bueno, ya lo veremos. Cuando estemos en mar abierto vas a decirme quién te ha mandado o serás comida para los peces. Tú eliges.

– Nadie me ha enviado. He venido solo.

McKittrick golpeó con la palma la bola roja de la palanca del acelerador y el barco saltó hacia adelante. La proa se levantó y Bosch se agarró a la barandilla para no perder el equilibrio.

– ¡Mentira! -gritó McKittrick por encima del ruido del motor-. Eres un farsante. Has mentido antes y mientes ahora.

– Escúchame -gritó Bosch-. Dices que lo recuerdas todo del caso.

– Lo hago, maldita sea. No puedo olvidado.

– Para el motor.

McKittrick tiró hacia sí de la palanca. El barco se niveló y el ruido se redujo.

– En el caso de Marjorie Lowe te tocó el trabajo sucio. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas a qué llamamos el trabajo sucio? Tenías que avisar al familiar más próximo. Tuviste que decírselo al niño. En McClaren.

– Eso estaba en los informes, Bosch, así que…

Se detuvo y miró a Bosch durante un largo momento. Entonces abrió la cartera de la placa y leyó el nombre. Volvió a mirar a Bosch.

– Recuerdo ese nombre. La piscina. Tú eres el niño.

– Yo soy el niño.

McKittrick dejó que el barco fuera a la deriva por los bajíos de Little Sarasota Bay mientras Bosch le contaba la historia. El ex policía no formuló ninguna pregunta. Se limitó a escuchar. En un momento en que Bosch hizo una pausa, abrió la nevera que su mujer le había preparado y sacó dos cervezas. Le pasó una a Bosch. La lata estaba helada.

Bosch no abrió la lata hasta que terminó de contar la historia. Le había relatado a McKittrick todo lo que sabía, incluso la parte no esencial de su disputa con Pounds. Tenía una corazonada, basada en la rabia y en el comportamiento extraño de McKittrick, de que se había equivocado con el policía retirado. Había viajado a Florida creyendo que iba a encontrarse a un poli corrupto o estúpido, y no estaba seguro de qué le desagradaría más. Sin embargo, McKittrick era un hombre atormentado por los recuerdos y por los demonios de elecciones mal hechas hacía muchos años. Bosch pensó que la piedrecita todavía tenía que salir del zapato y que su propia honradez era la mejor forma de sacarla.

– Bueno, ésta es mi historia -dijo al final-. Espero que tu mujer haya puesto más de dos cervezas.

Abrió la lata y se bebió más de la tercera parte de un trago. Sentida resbalar por la garganta en el sol de la tarde era una sensación deliciosa.

– Ah, hay muchas más -replicó McKittrick-. ¿Quieres un sándwich?

– Todavía no.

– No, ahora lo que quieres es mi historia.

– Para eso he venido.

– Bueno, vamos a pescar.

McKittrick volvió a poner en marcha el motor y siguieron un sendero de boyas a través de la bahía en dirección sur. Al final, Bosch recordó que tenía gafas de sol en el bolsillo de la americana y se las puso.

El viento le golpeaba desde todas las direcciones y ocasionalmente su calidez se veía interrumpida por una brisa fría que se levantaba de la superficie del agua. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Bosch había salido en barco o incluso desde que había ido a pescar. Teniendo en cuenta que veinte minutos antes había estado encañonado por un arma, se sentía bastante bien.

Cuando la bahía se estrechaba hasta convertirse en un canal, McKittrick volvió a tirar hacia sí de la palanca del acelerador y moderó la velocidad. Saludó a un hombre que estaba en el puente de un yate gigante anclado a un restaurante de la orilla. Bosch no podía saber si conocía al hombre o se trataba de un saludo de buena vecindad.