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– No quiero que comprueben mi historia. No quiero involucrar a esas personas.

– Bueno, es demasiado tarde. Sabe que está metido en algo.

– ¿Cómo?

– Cuando llamó para pedirme que viniera, mencionó el expediente del caso de su madre. El expediente del asesinato. Dijo que lo encontraron en su casa. Dijo que también encontró las pruebas almacenadas del caso.

– ¿Y?

– Y me preguntó si sabía qué estaba haciendo usted con todo eso.

– Así que sí que le pidió que revelara lo que hablamos en nuestras sesiones.

– De manera indirecta.

– A mí me parece bastante directo. ¿Dijo específicamente que era el caso de mi madre?

– Sí.

– ¿Qué le dijo?

– Le dije que no disponía de libertad para discutir nada de lo que se había hablado en nuestras sesiones. Eso no le satisfizo.

– No me sorprende.

Otra nube de silencio pasó entre ambos. Los ojos de la psiquiatra vagaron por la sala. Los de Bosch permanecieron fijos en los de ella.

– Escuche, ¿qué sabe de lo que le ocurrió a Pounds?

– Muy poco.

– Irving tiene que haberle contado algo. Usted tiene que haber preguntado.

– Dijo que encontraron a Pounds en el maletero de su coche el domingo por la tarde. Supongo que llevaba tiempo allí. Quizá un día. El jefe dijo que… el cadáver mostraba signos de tortura. Una mutilación particularmente sádica, dijo. No entró en detalles. Ocurrió antes de la muerte de Pounds. Eso lo sabían. Dijo que había sufrido mucho. Quería saber si usted era la clase de persona capaz de hacer eso.

Bosch no dijo nada. Se estaba imaginando la escena del crimen. La sensación de culpa volvió a arremeter contra él y por un momento sintió arcadas.

– Por si sirve de algo, dije que no.

– ¿Qué?

– Le dije que no era usted el tipo de hombre capaz de haber hecho eso.

Bosch asintió con la cabeza, pero sus pensamientos se hallaban otra vez a una gran distancia. Lo que le había ocurrido a Pounds se estaba aclarando y Bosch cargaba con la culpa de haber puesto las cosas en movimiento. Aunque legalmente era inocente, sabía que moralmente era culpable. Pounds era un hombre al que él despreciaba, por el que sentía menos respeto que por algunos de los asesinos que había conocido. De todos modos, el peso de la culpa era insoportable. Se pasó las manos por la cara y el pelo. Sintió un escalofrío.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Hinojos.

– Sí.

Bosch sacó sus cigarrillos y empezó a encender uno con su Bic.

– Harry, mejor que no lo haga. Ésta no es mi consulta.

– No me importa. ¿Dónde lo encontraron?

– ¿Qué?

– A Pounds. ¿Dónde lo encontraron?

– No lo sé. ¿Se refiere a dónde estaba el coche? No lo sé. No lo pregunté.

Hinojos lo examinó otra vez y se fijó en que la mano que sostenía el cigarrillo estaba temblando.

– Bueno, Harry, eso es todo. ¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando?

Bosch la miró un buen rato y asintió con la cabeza.

– Vale, ¿quiere saberlo? Yo lo hice. Yo lo maté.

El rostro de ella reaccionó inmediatamente, como si hubiera visto el asesinato en primera fila, tan de cerca que le había salpicado la sangre. Era un rostro horrible. Asqueado. Y retrocedió en la silla como si necesitara unos centímetros más de separación de él.

– Usted… Quiere decir que esta historia de Florida era…

– No, no quiero decir que lo maté. No con mis manos. Me refiero a lo que he hecho, a lo que he estado haciendo. Eso lo mató. Provoqué que lo mataran.

– ¿Cómo lo sabe? No puede saber seguro que…

– Lo sé, créame. Lo sé.

Bosch apartó la mirada de la psiquiatra y la posó en una pintura que estaba encima del banco. Una escena de playa. Volvió a mirar a Hinojos.

– Es curioso… -dijo, pero no terminó. Se limitó a sacudir la cabeza.

– ¿Qué es curioso, Harry?

Bosch volvió a sentarse y la miró.

– La gente civilizada del mundo, aquellos que se ocultan detrás de la cultura y el arte y la política… e incluso la ley. Es de ésos de quienes hay que cuidarse. Tienen un disfraz perfecto. Pero son los más crueles. Es la gente más peligrosa de la tierra.

A Bosch le pareció que el día no iba a terminar nunca, que nunca iba a salir de la sala de conferencias. Después de que se fue Hinojos, llegó el turno de Irving. Entró en silencio y tomó el lugar de Brockman. Entrelazó las manos sobre la mesa pero no dijo nada. Parecía irritado. Bosch pensó que quizá había olido el humo. Eso no le preocupaba, pero el silencio era incómodo.

– ¿Qué ocurre con Brockman?

– Se ha ido. Ya ha oído que le he dicho que se lo ha cargado. Y usted también.

– ¿Cómo es eso?

– Podría haber hablado para salir de aquí. Podría haber dejado que comprobara su historia y terminar con eso. Pero tenía que ganarse otro enemigo. Tenía que ser Harry Bosch.

– En eso es en lo que diferimos, jefe. Alguna vez tendría que salir del despacho y volver a la calle. Yo no me he hecho enemigo de Brockman. Él era mi enemigo incluso antes de conocerlo. Todos lo son. Y, ¿sabe?, estoy hartándome de que todo el mundo me analice y meta las narices en mi vida. Me estoy cansando.

– Alguien tiene que hacerla. Usted no lo hace.

– No tiene ni idea de eso.

Irving despejó la pálida defensa de Bosch con el gesto de quien disipa el humo del cigarrillo.

– ¿Y ahora qué? -continuó Bosch-. ¿Por qué está aquí? ¿Va a intentar romper mi coartada? ¿Es eso? Brockman está fuera y usted dentro.

– No necesito romper su coartada. La han comprobado y parece que se sostiene. Brockman y su gente ya han recibido orden de seguir otras vías de investigación.

– ¿Qué quiere decir que se ha comprobado?

– Dénos un poco de crédito, Bosch. Los nombres estaban en su libreta.

Irving buscó en su chaqueta y sacó la libreta. Se la lanzó a Bosch por encima de la mesa.

– Esa mujer con la que pasó la noche allí me dijo lo suficiente para que la creyera. Aunque es posible que hubiera preferido llamar usted mismo. Ella ciertamente pareció confundida con mi llamada. Yo fui bastante cauto en mi explicación.

– Se lo agradezco. Entonces supongo que soy libre para irme. -Bosch se levantó.

– En sentido técnico.

– ¿Y en otros sentidos?

– Siéntese un minuto, detective.

Bosch levantó las manos. Había llegado hasta ahí. Decidió que podría llegar hasta el final y escuchado todo. Volvió a sentarse en la silla tras expresar una débil protesta.

– Me duele el culo de tanto estar sentado.

– Conocía a Jake McKittrick -dijo Irving-. Lo conocía bien. Los dos trabajamos juntos en Hollywood muchos años. Pero eso usted ya lo sabe. Por bonito que sea ponerse en contacto con un viejo colega, no puedo decir que haya disfrutado de la conversación que he tenido con mi viejo amigo Jake.

– También le ha llamado.

– Mientras estaba usted aquí con la doctora.

– Entonces, ¿qué quiere de mí? Él le contó la historia, ¿qué le falta?

Irving tamborileó la mesa con los dedos.

– ¿Qué quiero? Lo que quiero es que me diga que lo que está haciendo, que lo que ha estado haciendo, no está relacionado en modo alguno con lo que le ha ocurrido al teniente Pounds.

– No puedo, jefe. No sé lo que le ha ocurrido salvo que está muerto.

Irving estudió a Bosch un largo rato, valorando algo, decidiendo si tratado como a un igual y contarle la historia.

– Supongo que esperaba una negación inmediata. Su respuesta ya sugiere que cree que podría existir una correlación. No puedo decide lo mucho que eso me inquieta.

– Todo es posible, jefe. Deje que le pregunte esto. Ha dicho que Brockman y su equipo estaban siguiendo otras pistas, otras vías creo que ha dicho. ¿Alguna de esas vías es transitable? Me refiero a si Pounds tenía una vida secreta o están allí fuera persiguiendo las luces de sus faros.