Se puso en pie, incierta, y como la casa y los jardines le resultaban intolerables, sacó el cochecito, que siempre conducía sola, dejando el coche grande al cuidado del chofer y se dirigió hacia el mar. La costa de Jersey estaba abarrotada hasta un punto imposible, así que fue hacia el norte, hacia Southampton. Pensó que quizá en algún lugar más allá de Colinas Rojas encontraría algún acantilado solitario donde poder imaginar el lugar en que se alzaría su casa. Para medianoche estaría de vuelta. Pero ¿para qué darse prisa? La muerte no esperaría y sabía que no podía acudir donde Edwin a verle morir.
…A la caída del sol halló el punto que había andado buscando. Entre dos ciudades dio con un acantilado, y en éste un hueco. Seguramente pertenecería al dueño de alguna gran propiedad, pero ella le convencería para que se lo vendiera. Supo que tenía dueño porque a un lado del acantilado, casi cubierta por árboles que caían, achicados por los vientos del mar, descubrió una estrecha escalerilla que conducía a una playita blanca entre las rocas. La escalera no se usaba a menudo pues sus peldaños se hallaban cubiertos de hojas caídas y musgo, pero podían utilizarse, aunque se resistió a hacerlo entonces, pues estaba sola y, si resbalaba, no habría nadie que pudiera ayudarla y la oscuridad iba cerniéndose con rapidez, al acortarse los días. Tenía que volver.
…Para cuando llegó a casa ya era medianoche, y Weston la aguardaba.
– El teléfono, señora. Debe usted llamar a este número, por favor. Y me ha tenido preocupado, señora, si me permite decirlo, saliendo sola en una noche tan oscura, sin luna.
– Gracias, Weston -dijo yendo al teléfono.
El sirviente hizo una inclinación y se retiró. Ella marcó el número y esperó. Al punto le contestó la voz que había oído aquella misma mañana.
– ¿La señora Chardman?
– Yo misma.
– He estado esperando. Mi padre ha muerto a las seis. Sus últimos instantes han sido muy dolorosos. Todos estábamos a su alrededor. Pero se está produciendo en él un extraño cambio, una transfiguración. Todas las arrugas de dolor están desvaneciéndose. Una hermosa paz…
La voz volvió a quebrarse.
– Era muy hermoso -contestó ella con dulzura.
– Sí… -la voz siguió con valentía-, mucho más guapo que todos sus hijos. El funeral será el jueves. ¿Vendrá usted?
– No -repuso con rapidez-. No quiero recordarle muerto. Para mí vive… para siempre.
– Gracias.
Silencio. Colgó. Aquella parte de su vida, aquel extraño interludio que nunca podría explicar a nadie ni lo haría, había concluido. Permaneció algunos minutos sentada, recordando. Por alguna razón no sentía pena. Siempre estaría agradecida por lo que Edwin le había dado. Había derramado amor, amor generoso, sin egoísmo en el vacío de su soledad, sin pedir otra cosa que el verla de vez en cuando. Se alegraba de que el amor hubiera resultado fructífero también para él, inspirándole una búsqueda filosófica que de otro modo no hubiese emprendido. Le había aportado consuelo. Abrió el cajón donde guardaba sus cartas y, eligiendo al azar, sacó la que le había llegado la semana anterior.
»Para mí, a punto de morir, quizá antes de que volvamos a vernos, amada mía, aunque Dios no lo quiera, se me ha vuelto esencial el definir el problema de la muerte antes de poder esperar a solucionarlo. ¿Tienen conciencia de algo los que murieron antes de mí? Para tal respuesta debo esperar. Y sin embargo, me atrevo a esperar, si no ¿por qué iba a sentir estos días una curiosa disposición a morir que casi es como una bienvenida a la muerte, como si quisiera librarme de este cuerpo mío, que ya ha servido su propósito final, amada, en nuestro amor? Sin amor hubiera creído que la muerte era final; con amor, mi esperanza se convierte más bien en fe. Se convierte en creencia.»
Dejó caer la carta. Alzó la cabeza, escuchó. La casa que la rodeaba guardaba silencio, pero en el silencio le pareció oír música, distante, indefinida.
SEGUNDA PARTE
– Supongo que empezó en Asia -decía Jared Barnow-, o para ser más exacto, en Vietnam del Sur, en esa horrible guerra allí centrada.
Se había dejado caer sencillamente una tarde a principios de otoño, cuando ella ya creía haberle olvidado absorta en la nueva casa. Ya tenía elegido el terreno, veinte acres sobre un acantilado, y hasta había escogido el emplazamiento de su casa, entre un grupo de cedros retorcidos por el viento. Había vuelto a casa de un humor satisfecho, ya que no alegre, pues ¿qué tenía que ver ya con la alegría en aquel punto de su vida? Y le había hallado esperándola al ocaso en la terraza. La recorría impaciente de arriba a abajo.
– Nadie sabía dónde estabas -se quejó-. Eres poco prudente. ¡Supón que te pasara algo! Estos días cualquier cosa puede suceder. ¿Dónde iba a buscarte?
Le sonrió sin decírselo.
– Me reuniré contigo en un momento.
Media hora más tarde estaban sentados a la mesa para cenar. Las velas se reflejaban en el recipiente de plata que contenía rosas de invernadero y Weston cerró el ventanal que daba a la terraza y salió.
– Nunca me habías hablado de esa parte de tu vida -dijo ella.
– No. -Comió unos momentos en silencio, que ella se guardó de interrumpir. Luego volvió a empezar-. Dudo de que te lo cuente jamás. Hay partes de la vida de cada persona que deben de dejarse cerradas, por completo, excepto cuando ellas explican el presente. Te diré…
Pero no se lo dijo y ella no le preguntó, sino que le habló de los pequeños acontecimientos de su propia vida, una nueva sonata que había empezado, sus lecciones de piano con un célebre profesor.
– Vamos a la biblioteca -dijo Jared-. No sé por qué la sala me aterra.
Cuando la puerta se hubo cerrado y quedaron a solas, volvió a tomar la palabra.
– Esto sí tengo que contarte, quizá porque me dio una dirección. Hubo un ataque con cohetes contra Saigón. La puntería enemiga nunca era muy exacta y uno de los proyectiles cayó en un pueblo justo fuera de la ciudad donde nos hallábamos estacionados. No era un ataque serio, no duró mucho, pero el condenado instrumento cayó entre un grupo de chiquillos que se peleaban en el polvo para coger unas chocolatinas que les habían echado algunos de los nuestros. Reían y gritaban cuando… -cerró los ojos, se mordió los labios y continuó-…el tipo que se las había echado quedó pulverizado. La mayoría de los críos no tuvo tanta suerte. Sólo quedaron heridos. Cogimos a los que aún vivían y los llevamos al hospital que habíamos improvisado en el pueblo. No había bastantes médicos ni enfermeras. Nunca hay.
Le temblaban las manos al tratar de encender un pitillo, tanto que tuvo que renunciar.
– No hay por qué entrar en detalles. Pero aquel día yo estuve ante una improvisada mesa de operaciones, tratando de ayudar a un cirujano que sacaba trocitos de metal del cerebro de un crío. Me sentía horrorizado… y furioso al ver las herramientas que usaba. ¡Herramientas de carpintero en una telaraña! El niño murió. Me alegré por él. ¿Qué hubiera sido ya la vida para él? Pero de alguna manera toda mi ira por lo que había pasado, por lo que estaba pasando, se centró en aquellos torpes instrumentos. ¡Aquello al menos podía mejorarse! Así, si es que puedes imaginarlo, nació una vocación a causa de una furia. Supongo que se le puede Llamar vocación. Es un impulso, una concentración, una cristalización de la finalidad de mi campo de estudios, que siempre ha sido la ciencia, pero una ciencia práctica. No soy un mero teórico. Me gusta ver las teorías puestas en práctica. Mi padre era ingeniero. Yo he heredado el instinto.
Se levantó de pronto y dirigiéndose a la ventana cerrada, permaneció de espaldas a la mujer, como si mirara al jardín que ahora se entreveía vagamente a la luz de la luna. Siguió hablando.
– No era sólo aquel niño. ¡Eran millares! Ni siquiera el Vietcong usaba napalm. Nosotros si. Pero no éramos deliberada y personalmente crueles como algunos de nuestros propios aliados vietnamitas. Vi a un oficial vietnamita… había una mujer en un villorrio helada de terror con dos niños que se asían a ella y otro en brazos… fue matando a los niños uno tras otro y luego le pegó a ella un tiro en el vientre. ¿Por qué? Era nuestro aliado… uno de ellos. Pero no era cuestión de uno o de varios. Los niños nunca podían correr bastante de prisa. Bombas, balas, minas, cañas de bambú emponzoñadas, trozos de metralla, napalm, todo. Y no sólo niños. Pero todo pareció centrarse en el pequeño cuyo cerebro vi cuando aquel condenado instrumento… lo dejó al descubierto. Estaba a punto de licenciarme. Ya había cumplido mi servicio. Una semana más tarde iba de vuelta a casa. Pero nunca lo he olvidado.
Ella le escuchaba en silencio mientras se iba revelando a sí mismo. Se revelaba y sin embargo la revelación le alejaba infinitamente de ella. Su vida había sido tan protegida, tan en paz, tan alejada del mundo que él había conocido que la muerte de Edwin, incluso la de Arnold, se transformaban en meros incidentes, inevitables y apenas dignos de lamentación. ¿Cómo iba ella a poder consolar a aquel hombre joven y abrumado? Se sintió debilitada por una sensación de inutilidad, como una oleada que disminuyera su fortaleza. No sabía qué decir, así que nada dijo y se sintió aún más inútil. Pero entonces de pronto O. pareció no necesitar consuelo. Se volvió decidido y enderezó los hombros.
– ¿Porqué te he contado todo esto? Jamás se lo había mencionado antes a nadie. Volví a casa, me puse a trabajar. ¿Quién puede decir que todo carecía de sentido? Por favor, sírveme otra taza de café.
Tendió la taza que ella le llenó y volvió a sentarse.
– Así que -dijo Edith dejando la cafetera de plata en la bandeja- ¿qué es lo que estás haciendo ahora específicamente?
La miró agradecido por encima de la taza, la dejó vacía y comenzó con su entusiasmo habituaclass="underline"
– No estoy aún listo para nada específico. Básicamente soy un físico. Esos son mis estudios. Supongo que hubiera continuado en ese campo remoto de la vida humana y cada vez más adentrado en la física nuclear de no haberme visto metido en Vietnam… del que ya nunca podré librarme, al menos emotivamente. He perdido interés por el espacio. Estoy anclado en tierra. Pero para aplicar la física necesito ingeniería, ingeniería biomédica.