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– Querrá usted lavarse. Ese es el cuarto de mi esposo y su baño…, lo era, quiero decir. No… vive.

El joven fue allá sin decir palabra y ella añadió otras dos chuletas al horno y preparó otro cubierto en la mesa.

– … no suelo tener muchas vacaciones -decía él una hora más tarde.

Si se había fijado que ella se había puesto un vestido de lana de color rojo oscuro, sin mangas pero hasta los tobillos y de cuello alto, no dio muestras de ello. Comía con apetito concentrado.

– Usted se ha educado en un internado -comentó ella.

– ¿Cómo lo sabe? -alzó la vista.

– No tiene aire de estar deprimido -sonrió-, pero tiene que comer a toda prisa, antes de que los demás le quiten la comida. Y ello sólo significa otros chicos.

– ¿No puede haber sido en el ejército?

– No lo creo. Tengo un hijo y lo sé.

– Tiene razón -rió-. Internado. Luego colegio superior. Terminé a los veinte años.

Ya estaba acostumbrada a jóvenes taciturnos, pero éste no era tanto taciturno como absorto en sí mismo. Hombre de ideas fijas, adivinó, con una meta. Observó que tenía manos hermosas y bien cuidadas aunque no en exceso, manos masculinas, de dedos fuertes y palma hábil. Parecía lo bastante joven como para ser su hijo… ¡y no es que quisiera más hijos!

– ¿A qué se dedica?

– ¿Para ganarme la vida o para divertirme? -preguntó él apartando el plato.

– Las dos cosas.

– Tengo suerte. Me gano la vida con aquello que me divierte.

– ¿Y es?

– Supongo que no sabrá usted nada de electrónica.

– Conozco la palabra. Mi padre era físico.

– ¡No! -despertó al punto-. ¿Cómo se llamaba?

– Mansfield. Raymond Mansfield.

– No, él

– Sí.

– ¡Caramba! -dejó caer la servilleta-. ¡Qué suerte tan increíble! ¡Doy con una casa y resulta que encuentro a la hija de Raymond Mansfield!

– Pero usted es demasiado joven para haberle conocido.

– He estudiado sus libros. ¡Dios, ojalá siguiera vivo! El sabría lo que quiero hacer.

– ¿Qué?

– ¿Cómo sé que me va a entender? -dijo mirándole con timidez y astucia a un tiempo.

– Tal vez le entienda.

– Verá, soy ingeniero, una especie de superingeniero, supongo. Pero…, mi verdadero trabajo es inventar. Tengo cosas que he inventado.

– ¿Qué clase de cosas?

– Pues… -la miró y se detuvo con brusquedad-. No le interesaría. No interesaría a ninguna mujer.

– Quizá yo sea diferente.

– Sí, supongo…

Levantándose se acercó a la chimenea y se quedó contemplando la caverna ardiente.

– ¿Le importaría echar un leño? -le llamó ella-. El cajón está en ese rincón.

– ¿Eso es un cajón para madera? Creía que era una especie de armario.

– Se burla de mí. Bueno, lo admito, tengo manía de grandezas.

El buscó un tronco, el más largo y pesado y lo echó al fuego.

Se alzó una fuente de chispas.

– Pues usted no es muy grande. ¿Quién toca el piano?

– Yo.

– Y yo.

Ocupó el asiento y sin esfuerzo ejecutó un movimiento de una sonata de Beethoven. A medio camino entre la mesa y la fregadera, con las manos llenas de platos, la mujer escuchó sorprendida. ¡Un músico, un músico de verdad, que tocaba como no había oído tocar a ningún hombre desde que muriera su padre, con precisión, elegancia y profundidad! Nadie comprendía de verdad la música como no fuera un científico, había declarado su padre, y no cualquier científico, oh, no, sólo los auténticos, los teóricos cuyo lenguaje eran las matemáticas. Ella no había comprendido las matemáticas hasta que su padre le había explicado que eran el lenguaje simbólico de las relaciones.

– Y las relaciones contienen el sentido esencial de la vida.

Con cuidado dejó los platos y de puntillas se dirigió a una silla. El joven tocó hasta el último movimiento antes del final. Luego se detuvo en seco y se volvió a ella.

– No toco el final. No encaja. Beethoven jamás sabía cómo terminar la gran música y o bien se repite hasta desaparecer o concluye con un súbito estallido. De alguna forma tenía que terminar.

– Es usted un blasfemo -rió-, pero tiene razón. Es lo que yo había pensado muchas veces sin atreverme a decirlo.

El se había puesto a dar vueltas por la estancia inquieto y ahora se acercó a la ventana. El borde de la luna relucía en el horizonte.

– ¿Vive usted aquí todo el año?

– No… sólo desde la muerte de mi marido.

– ¿Sola?

– Sí.

– ¿Y los hijos?

– Ambos casados y viviendo su propia vida…, ¡gracias a Dios!

– ¿No le gustan sus hijos?

– Les quiero mucho, pero cualquier mujer que se respete quiere ver a sus hijos ya independientes. Así sabe que ha ejecutado un buen trabajo.

– No tiene aspecto… maternal.

– ¿Vive su madre? -preguntó evadiendo el comentario anterior.

– No, ni mi padre. No les recuerdo. A decir verdad, jamás les conocí. -Se paró junto al piano y repitió algunos compases de la sonata, volvió a detenerse, se acercó al fuego y se quedó mirando las altas llamas que lamían la chimenea-. Me he criado con un tío, un viejo solterón que siempre parece sorprendido de verme en su casa, por mucho tiempo que lleve allí.

– ¿Qué hace?

– Está retirado…, desde que yo recuerdo. Amable y confuso…, escribe libros sobre poesía clásica francesa que nadie publica, pero no parece importarle. Ha sido buenísimo conmigo, sobre todo puesto que jamás ha tenido la menor idea de lo que me interesa. Mi madre era su hermana.

Musitaba distraído, como si hablara de algún otro.

– ¿Está usted casado?

– No, pero pienso en ello…, de vez en cuando.

– ¿Ya ha elegido a una chica?

– Bueno, más bien diría que ella me ha elegido a mí. Ella volvió a reír. Como vivía sola, reír era lo que más deseaba.

– ¿Eso es lo que hacen ahora?

– Y es cosa buena -añadió él sin sonreír-. Dudo de que yo tuviera tiempo de elegir por mí mismo. La clase de trabajo que hago me ocupa todos los pensamientos.

– Y el corazón…

El miró el reloj.

– Oiga, ¿le importaría que me fuera a la cama? Voy a levantarme temprano para salir pronto hacia el monte…, ¿no altera sus planes? Me prepararé mi propio desayuno. ¿Echo otro tronco?

– No, y también yo madrugo.

Se separaron con una inclinación de cabeza y una sonrisa y una vez que ella hubo levantado la mesa y lavado los platos, se sentó ante el piano y tocó bajo hasta que el fuego se consumió en cenizas.

… Y más tarde, una vez acabado su ritual del baño y cepillado del largo cabello rubio, echada ya en la amplia cama de su dormitorio, mientras el fuego ardía en la chimenea de piedra, cumplió con la misión final del día, tomó el teléfono y marcó siete números y luego esperó hasta escuchar la suave voz del anciano.

– ¿Eres tú, querida mía? -preguntó la voz.

– Yo soy.

– He estado esperándote…, una velada larga, esperando.

– ¿Estás solo?

– Si. Henry tenía que hacer un recado en el pueblo. He vuelto a leer mi ensayo sobre el mito en la mente abarrotada. La frontera entre el mito y la realidad es muy delicada. El mito es el sueño, la esperanza, la fe, la visión de una posibilidad que crece con naturalidad hasta cuajar en un plan, por lo que la posibilidad está en verdad muy cerca de la realidad, hasta puede incluso convertirse en realidad en cualquier instante, y en eso consiste su inefable magia, su atrayente encanto. ¿Te aburro, amor mío? Me temo que ya sólo puedo ser compañía para mí mismo, y, sin embargo, nunca sabrás aquello que eres capaz de darme… El rey David y su Betsabé… ¡dudo mucho de que hablaran, sabes! Yo imagino que era sólo el calor del cuerpo joven de ella contra el de él…, no tenían necesidad de hablar. A falta de lo cual, yo hablo…

Se interrumpió para soltar una suave risa y ella rió con él.

– ¿Te ríes de mí? -preguntó el hombre-. No me importa, niña querida, con tal de hacerte reír.

– No me río de ti. Pensaba en lo que me va alegrar llegar a ser tan vieja que pueda también yo decir cuanto se me ocurra. ¿Has tomado tu medicina hoy?

– Oh, sí… Henry se cuida de ello.

– ¿Dónde estás en este momento?

– Si quieres saberlo, mujer curiosa, acabo de salir de la bañera y estoy envuelto en una gran toalla, mojando el suelo de gotas.

– Oh, Edwin, eres incorregible. ¡Sí, si que lo eres, hablándome mientras te enfrías! Ponte ahora mismo el pijama y vete a la cama. ¿Estás usando el de franela?

– Sí, querida. Henry ha guardado los de verano. Los guardó el primer día de octubre, como de costumbre, y luego empezó a hacer calor, el veranillo de San Martin, ya sabes, pero no quiso volver a sacarlos, así que me he estado asando hasta que ha empezado a nevar. Pero ya sabes todo eso. ¿No te habrás olvidado de que mañana es mi cumpleaños?

– ¡Se me ha olvidado tu edad, si eso es lo que te preocupa!

– Setenta y seis, amor mío, y todavía siento un estremecimiento en mis entrañas cuando oigo tu voz.

– ¡Edwin!

– ¿Me reprochas?

– Buenas noches, buenas noches, y repito…, ¡eres incorregible!

– ¡Que Dios te bendiga, adorada! ¿Cuándo vendrás a verme?

– Pronto…, muy pronto.

Dejó el auricular y se echó en la almohada, sonriendo. ¿Cómo poder explicar a nadie el consuelo de saber que era el centro del amable corazón de un anciano filósofo? Aquello era lo que más había echado de menos al morir Arnold. Había dejado de ser lo primordial para nadie, es decir lo primordial para un hombre, siendo como era heterosexual. Si bien Edwin Steadley no le hacía estremecerse en sus entrañas, le permitía que la amara, aunque no podía saber qué es lo que componía el amor a tal edad. Quizá no fuera sino una fórmula, palabras a las que se había acostumbrado tanto durante los treinta años de feliz matrimonio con Eloísa, su esposa, fallecida hacía veinticuatro, que las había convertido en un hábito. El tiempo podía medirlo contra su propia existencia, pues a la muerte de Eloísa ella era una jovencita de dieciocho años que suplicaba a su madre que le dejara cortarse el pelo. Aún entonces había considerado a Edwin como un anciano, aunque en realidad estaba en el cenit de su carrera de famoso filósofo y ella era una de sus alumnas en la escuela superior.