Выбрать главу

Y así lo hizo ahora, tras un baño perfumado, y mirándose ante el espejo se cepilló el largo cabello rubio, lo trenzó como de costumbre y subió a la elevada y antigua cama como si nada fuera a suceder y aguardó, latiéndole el corazón con expectante calma que casi a su pesar era placentera. ¿Debería dormir… podría dormir? Mientras meditaba sobre ello quedó postrada sin darse cuenta. Su voz la despertó. Estaba inclinado sobre ella, con una vela encendida en la mano.

– He llamado, querida, pero no has contestado. Así que he entrado, esperando verte bella en el sueño, como lo he hecho desde hace cinco minutos. Ahora ya sé lo que el sueño hace a tu amado rostro. Casi sonreías.

Puso la palmatoria en la mesilla, se acostó junto a ella como si ya tuviera costumbre de hacerlo y deslizando su brazo derecho bajo la cabeza de la mujer la apoyó en su hombro.

– Así estamos cómodos; ¿verdad? Y somos lo que deberíamos ser, un hombre y una mujer echados uno al lado del otro con mutua confianza. No te pediré que te cases conmigo, amor mío. No sería justo para contigo. Soy demasiado viejo.

– ¿Y si yo te lo pidiera? -le preguntó, ella. Un consuelo dulce y profundo fluía por sus venas.

– Ah, ésa sería la cuestión.

Pero no, pensó Edith, nunca se lo pediría. ¿Casarse? No lo deseaba. El matrimonio le haría pensar en Arnold. ¡Tenía que explorar esta relación con Edwin libre de recuerdos!

De pronto él apartó la ropa que les cubría y se sentó a mirarla.

– ¿Qué es esta cosa tan preciosa que tienes puesta, esta prenda sutilísima, esta telaraña de plata?

– ¿Te gusta? -sonrió ante su placer y agrado.

– Mucho, pero…

Se interrumpió y ella sintió que sus manos le apartaban con destreza el encaje de los hombros, de los senos, de la cintura y los muslos, hasta que la prenda que la cubriera quedó a sus pies en suave montón.

– ¡Benditos sean nuestros cuerpos, pues son el medio por el que se expresa el amor! -suspiró Edwin.

Ella no contestó, sino que prefirió que él la condujera como quería, tratando sólo de descubrir si sentía desagrado. Pero no sintió ninguno. Nada de cuanto conociera la había preparado para su gracia, su delicadeza, la seguridad de su caricia. ¡La filosofía del amor! Le saltó la frase al pensamiento. Fuera lo que fuese, esto era algo más que físico. Luego él se quitó la bata que le cubría y volvió a tenderse a su lado.

– Ahora ya nos conocemos. A partir de esta hora jamás volveremos a ser extraños el uno para el otro.

Y así en la noche yacieron la una en brazos del otro, apasionados y sin pasión. La luna ascendió brillando por la gran ventana y ella vio el cuerpo del hombre, bello incluso a su edad, derechos los hombros, liso el pecho, las piernas delgadas y fuertes. Había cuidado respetuoso de su cuerpo y ahora recibía la recompensa. ¿Cuántas mujeres habrían amado aquel cuerpo? ¡Era imposible que una belleza mental y física tan poderosas no se hubieran combinado con frecuencia en el acto amoroso! Pero no sintió celos. Era su hora, su noche. Y era cierto que, conociéndose como se conocían, ya jamás volverían a estar separados.

– Sí -dijo con voz alta y clara.

– ¿Sí qué, amor mío?

– Sí, te amo.

El suspiró hondo y la estrechó hacia sí.

– Doy gracias a Dios. Gracias a Aquel a quien no he visto. ¡Una vez más, antes del fin, amar y ser amado! ¡Qué más puedo pedir!

Y así quedó dormido con ligero sueño. Pero ella siguió despierta, aún en sus brazos, despierta y pensando en lo extraño que era estar en brazos de Edwin, en este cuarto, en su casa. No sentía el menor remordimiento. Lo que él había dicho era cierto, estaba bien, pero aun así resultaba extraño. Y de pronto se olvidó de dónde estaba y en cambio se puso a pensar en Jared Barnow. ¿Volvería alguna vez? ¿Por qué iba a hacerlo? Y además, ahora ya no le importaba si volvía o no. A la luz lunar el perfil de Edwin era blanco como el mármol, puro y perfecto. Sintió una nueva reverencia por la hermosura de aquel cuerpo y el esplendor de sus pensamientos. Era un honor haber sido elegida por amor por aquel hombre, un hombre famoso a quien incluso ahora visitaban hombres y mujeres de todas partes del mundo. Y si su tranquilo amor era capaz de añadir un día a su vida, palabras a sus pensamientos, fuerza a su cuerpo, ¿no era acaso también aquello cierta clase de alegría?

Al día siguiente regresó a su casa del monte y esperó el fin de semana. La nieve caía y siguió cayendo noche y día, hasta que en el lado norte de la casa llegaba casi a los aleros. Sam, que traía leños, tuvo que cavar un túnel a la entrada de atrás.

– ¿Cómo podrá venir la gente a pasar el fin de semana, aunque sea a esquiar? -preguntó ella.

– Vendrán porque las carreteras estarán abiertas -le sonrió el vecino-. La gente de aquí sabe que la nieve es la que les da de comer.

Tranquilizada, esperaba el fin de semana. Entonces él vendría. Jared Barnow… pronunció para sí el nombre en voz alta y se escandalizó. ¿Cómo podía pensar en él después de lo que había sucedido con Edwin? Buscó en su corazón, en su mente, para descubrir recuerdos, no tanto de culpabilidad como de desagrado. No los había. ¿Sería posible que estuviera buscando completarse de alguna otra forma? ¿De qué forma? ¿Y qué tenía que ver Edwin con Jared? ¿Y por qué hacerse preguntas, sobre todo cuando no deseaba respuestas? ¡Que la vida la condujera donde quisiera! Se sentía flotando, pasiva, esperando algo, a alguien, no sabía qué o quién, no quería preguntar.

– No te veo en esta casa, sabes -le dijo Jared.

Había llegado el viernes por la noche, exactamente como le aguardara, cosa que había estado haciendo y no, esperando que vendría y no esperándolo a un tiempo.

– Durante el primer año más o menos tendrás que tener cuidado -le había dicho Amelia. Amelia, su amiga de la infancia, cuya casa de Filadelfia era contigua a la suya heredada de padres y que vivía allí desde su propia infancia, soltera y sola en una mansión llena de servidores heredados también. Se lo había dicho menos de una semana después de la muerte de Arnold y ella no había podido pronunciar en alta voz el nombre de su marido. Pero Amelia carecía de tacto y decía lo que le parecía en todo momento. Se hallaban en la salita de arriba, donde las dos habían recortado muñecas de papel, habían acumulado discos, habían diseñado vestidos, se habían encontrado un último instante antes de la boda y ahora volvían a encontrarse en la muerte de Arnold.

– ¿Qué quieres decir, Amelia?

– No es que hable por experiencia, claro -le había contestado Amelia levantando los hombros-, pero he oído decir a mamá que a la muerte de papá (yo tenía sólo tres años) se sentía tan sola que sentía tentaciones de casarse con el primero que se lo pidiera. Cuando hubo pasado el primer año comprendió que no quería casarse con nadie.

– Tampoco yo querré casarme -había musitado.

Por mucho que confiara en Amelia para distraerse, jamás había sido capaz de contárselo todo, sobre todo porque Amelia, que no era muy bonita y sí demasiado franca, jamás se había enamorado, que ella supiera. La crudeza de las observaciones de Amelia había permanecido en su memoria, sin embargo, y ahora, al contestar a Jared, la recordaba.

– ¿Cómo me ves?

– En alguna mansión grande y hermosa en algún sitio -repuso con presteza, como si ya hubiera pensado en ello-. Te imagino con sirvientes que te atienden. Detesto que estés aquí sola. No quiero que me hagas el desayuno. Me hago la cama porque no soporto la idea de que tengas tú que hacerla. Sólo cuando te veo ante el piano o frente a la amplia chimenea, a la luz del fuego, es cuando me parece verte de veras.

– Gracias -dijo conmovida por sus palabras-. Y no sabes cuánto me ayudas. Sabía que tendría que volver a la gran casa, pero me faltaba valor. Me marché al morir mi marido y he seguido aquí, temiendo el tener que volver sola…

– Yo estaré contigo -le interrumpió-. Lo que quiero decir es… Vendré a verte inmediatamente y pasaré por lo menos un fin de semana de vez en cuando, si me lo permites.

– Pues claro. Me siento muy conmovida y no debes por ningún motivo considerarlo necesario. Una vez que esté allí estaré bien… después de un par de días. Mi marido y yo crecimos en aquel vecindario. Tengo amistades en la casa contigua. A decir verdad, cuando nos casamos, todo fue cuestión de si viviríamos en su morada familiar o en la mía. Pero la mía estaba vacía… mi padre murió poco después de mi matrimonio y mi madre había muerto antes. Yo era hija única, así que todo quedó para mí y tengo mucho cariño a la casa.

Hablaba sin interrumpirse, tratando de explicarlo todo a la vez, sin saber muy bien qué era lo que quería explicar. El escuchaba atento hasta que terminó.

– Perfecto. Allí es donde quiero verte, en una casa de tu ambiente. ¿Esto? -Extendió el brazo hacia la austera estancia-. ¡No!

Y entonces, como si hubiera concluido una discusión, se fue bruscamente al piano y se puso a ejecutar una sonora polonesa de Chopin, en tanto que ella se hundía en la profunda butaca ante el fuego y escuchaba, arrebatada por su nueva interpretación de aquella música familiar. Con su énfasis él eliminaba toda insinuación enfermiza que pudiera subrayar la música y en lugar de ello la convertía en una triunfal afirmación de vida.