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Margaret Weis & Tracy Hickman

El umbral del poder

LIBRO I

1

El mazo de los dioses

Como un afilado acero, el clarín rasgó el aire otoñal, mientras los ejércitos enaniles de Thorbardin avanzaban hacia los llanos de Dergoth para enfrentarse con sus enemigos, sus hermanos. Varias centurias de odio e incomprensión entre los habitantes de las colinas y sus parientes de las montañas se vertieron, en forma de sangre, sobre la planicie. La victoria, una meta que nadie perseguía, se convirtió en algo absurdo, carente de sentido. Vengar agravios cometidos mucho tiempo atrás por los ancestros de ambos bandos, por criaturas muertas y olvidadas, era la finalidad común: matar, destruir, ése fue el objetivo de la guerra de Dwarfgate.

Fiel a su palabra, Kharas, el héroe de los enanos, batalló en defensa de su rey. Barbilampiño, inmolada su barba como símbolo de la vergüenza que le producía luchar contra quienes consideraba sus parientes, se situó a la cabeza de las tropas y sollozó, desconsolado, mientras abatía a quien se ponía al alcance de su mazo. Cada vez que asestaba un golpe mortal se repetía, sin poder evitarlo, que el término «triunfo» se había tergiversado hasta transformarse en sinónimo de aniquilamiento. Vio caer los estandartes de los dos grupos rivales, mezclarse con el fango y yacer mancillados en la llanura cuando el ansia de desquitarse, en una marea sanguinolenta, dominó a los contendientes. Comprendió que fuera quien fuese el ganador todos habían de perder, así que desechó su pertrecho, aquella portentosa herramienta confeccionada bajo los auspicios de Reorx, su dios, y abandonó el campo.

Muchas fueron las voces que lo tildaron de cobarde. Si Kharas las oyó, fingió ignorarlas. Su corazón conocía el significado de aquel acto no necesitaba escuchar a quienes calificaban su conducta sin entenderla. Derramando amargas lágrimas, limpiándose las manos de la savia vital de sus congéneres, buscó entre los cadáveres los cuerpos exánimes de los dos amados hijos del rey Duncan. Cuando los hubo encontrado, arrojó sus restos mutilados, despedazados, sobre la grupa de un caballo y se alejó de los llanos de Dergoth en dirección a Thorbardin.

Muy pronto, Kharas interpuso distancia, pero no la suficiente para que no llegaran a sus tímpanos las llamadas a la venganza, el estrépito del acero, los gritos de los moribundos. No volvió la mirada, pero sabía que aquellos sonidos retumbarían en su memoria hasta el fin de sus días.

A lomos de un segundo corcel que halló en las inmediaciones suelto, perdido su jinete, cabalgó hacia las Montañas Kharolis. En el instante en que recorría sus estribaciones, impregnó el ambiente un fantasmal zumbido, un eco ominoso que hizo piafar a su montura. El consejero detuvo el caballo y le acarició la testuz, deseoso de sosegarlo, mientras oteaba, inquieto, su entorno. ¿Qué había sido aquello? No era uno de los ruidos propios de la guerra ni, desde luego, lo había originado la naturaleza.

Ahora sí giró el rostro. El estampido procedía de las tierras de las que acababa de desertar, del paraje donde los enanos se sometían a una cruenta matanza mutua en nombre de la justicia. Aumentó la magnitud del singular fragor sus notas sordas, amenazadoras, adquirieron un volumen de pésimo augurio. El héroe se estremeció y bajó la cabeza al acercarse el temible rugido, semejante a un trueno brotado de las entrañas del mundo.

«Es Reorx quien lo provoca —aventuró, aterrorizado—. Nuestra divinidad manifiesta así su ira, nos anuncia que estamos condenados».

La onda sónica se propagó hasta agredir a Kharas como una ventolera tórrida, abrasadora y pestilente, que, en su arremetida, casi le arrancó de la silla. Nubes de arena y polvo le envolvieron, metamorfoseando el día en una noche horrible, pervertida. Los árboles se retorcieron en su derredor, los caballos relincharon espantados y a punto estuvieron de lanzarse, desbocados, a una desenfrenada carrera. En aquella barahúnda, lo único que podía hacer el consejero era mantener el control de los équidos.

Cegado por el hediondo huracán, medio asfixiado y tosiendo, el enano se cubrió la boca e intentó, como pudo en la repentina oscuridad, proteger también los ojos de los corceles. Nunca sabría cuánto tiempo pasó inmerso en aquel torbellino de cenizas, en aquella corriente ígnea cargada de presagios pero, tan súbitamente como se había iniciado, cesó su embestida.

Se asentó la polvareda. Los torturados troncos se enderezaron, los animales recobraron la calma. El ciclón se disolvió en las suaves brisas del otoño, dejando tras de sí un silencio más agobiante que el atronador estruendo.

Lleno de presentimientos, Kharas azuzó a los caballos a seguir tan deprisa como les permitían sus exhaustas patas y ascendió a las montañas, ansioso de encontrar una atalaya desde donde divisar el panorama. Al fin, la descubrió en un peñasco que se proyectaba sobre el precipicio. Ató las cabalgaduras y su lastimero fardo en un matorral cercano, se asomó a las planicies de Dergoth y, temeroso, contempló la región que se extendía a sus pies.

Sobrecogido, comprobó que no se movía una criatura viviente en el escenario de la batalla. Nada quedaba allí salvo rocas y suelos devastados.

Los ejércitos rivales parecían haber sido borrados de la faz de Krynn. Tan destructor había sido el encuentro que ni siquiera se veían cadáveres en la antes atestada planicie. Incluso el aspecto del terreno se había modificado. La mirada de Kharas se centró en el punto donde se alzara la fortaleza de Zhaman con sus torres, altas y gráciles, imponiéndose a los accidentes naturales. Se había derrumbado, aunque no del todo. Como vestigio de su existencia, se había formado, en su antiguo emplazamiento, configurado por sus mismas ruinas, un montículo que al apabullado observador se le antojó un cráneo humano que, en un rictus sarcástico, oteaba una desértica llanura de muerte.

—Reorx, padre, Gran Forjador del Universo, perdónanos —murmuró Kharas, nublada su visión por las lágrimas.

Luego, inclinando la cabeza, compungido, el héroe reemprendió la marcha hacia Thorbardin.

Los enanos creerían, porque él así se lo comunicaría, que la hecatombe de la planicie había sido decidida por la divinidad. El hacedor, en su infinita cólera, había descargado su hacha sobre el país para aplastar a sus criaturas.

Las Crónicas de Astinus, no obstante, registrarían los sucesos tal como en realidad se desarrollaron:

En la cúspide de sus poderes mágicos, Raistlin, el archimago, también conocido como Fistandantilus, y Crysania, la sacerdotisa de Paladine, investida de blanco hábito, intentaron traspasar el Portal que conduce al Abismo a fin de desafiar, una vez al otro lado, a la Reina de la Oscuridad.

Eran infames e inconfesables los crímenes que había cometido el nigromante para llegar a este punto, colofón de sus ambiciones. La túnica negra que vestía estaba manchada de sangre, la suya propia en gran parte. Sin embargo, aquel hombre conocía el corazón de los mortales y sabía cómo manipularlo, envilecerlo de tal modo que aquellos que deberían haber denostado sus acciones acabaran admirándole. Tal era el caso de Crysania, de la casa de Tarinius. Hija Venerable de la Iglesia, la dama poseía una fisura fatal en la marmórea superficie del alma. Su hendidura, su flaqueza, fue detectada por Raistlin, quien, lejos de respetarla, la ensanchó hasta abrir una brecha susceptible de dividir su ser y, al fin, engullir sus sentimientos.

La sacerdotisa, ignorante de los oscuros manejos del hechicero, lo siguió hasta el Portal. Allí invocó a Paladine, su dios, y éste escuchó sus plegarias, pues, en verdad, la mujer era su elegida. Raistlin apeló a su arte arcano y tuvo éxito, ya que ningún mago había ostentado antes el poderío de aquel joven.

El Portal se desencajó, presto a admitirles.

Comenzó el nigromante a atravesar el acceso, pero un ingenio para viajar en el tiempo, que, en aquel mismo instante, activó Caramon, su hermano gemelo, junto al kender llamado Tasslehoff Burrfoot, se interfirió en el sortilegio destinado a romper el sello de la inigualable entrada a ultratumba. El campo magnético se deshizo con consecuencias imprevistas y desastrosas.