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La imaginó en Silvanesti, replantando las flores, para dulcificar los sueños de los tortuosos troncos y, despacio, mediante sus pródigos cuidados, devolverlos a la vida, o visitando a Alhana Starbreeze, ahora su cuñada, que seguramente había regresado también sin Porthios, su nuevo marido. El suyo era un matrimonio de conveniencia y el semielfo se preguntó, por un breve instante, si Alhana no se refugiaba en aquellas tierras deseosa, a su vez, de eludir las conmemoraciones. La evocación del final de la contienda debía llenarla de recuerdos de Sturm Brightblade, el caballero que conquistó su corazón y que, sepultado en la Torre de los Sumos Sacerdotes, despertó asimismo la añoranza de Tanis. No se detuvo el semielfo en su recto amigo; el recuerdo de éste arrastró los de tantos otros compañeros y, sin apenas intervalo, los de sus adversarios.

Invocada al parecer por los arremolinados recuerdos, una sombra oscureció las proximidades del carruaje. El ocupante estiró el cuello por la ventanilla y, al fondo de una calleja angosta, larga y desierta, vislumbró una mancha de negrura: el Robledal de Shoikan, el bosque tras el que se escudaba de los intrusos la Torre de la Alta Hechicería, propiedad de Raistlin.

Incluso a tanta distancia, Tanis sintió la gélida brisa que surgía de aquellos árboles, un frío que congelaba el alma. Fijó la mirada en la Torre, que se erguía sobre los bellos edificios de Palanthas como una lanza de hierro forjado que hubieran clavado en el albo pecho de la metrópoli.

En su inconexo deambular, las cábalas de Tanis discurrieron hacia la carta que había motivado su presencia en Palanthas. Como aún la sostenía en la mano, se apresuró a releerla:

«Tanis el Semielfo:

Es preciso que nos entrevistemos. Se trata de una cuestión de suma importancia. Nos veremos en el Templo de Paladine, hora Postvigilia subiendo hacia el 12, cuarto día, año 356».

Aquello era todo. No había firma, ni aclaración sobre el asunto que obligaba a concertar tan inesperado encuentro. Lo único que el destinatario sabía era que se hallaba en el cuarto día y que, al recibir el mensaje la vigilia misma, hubo de recorrer el trayecto sin descanso para llegar a tiempo. La nota estaba escrita en elfo. Nada le revelaba este detalle, pues Elistan estaba rodeado de clérigos de aquella raza, por lo que nada tenía de particular que uno de ellos se hubiera encargado de transcribir sus palabras. Lo extraño era que no hubiera estampado su firma, si era él quien le mandaba la misiva. Claro que, bien pensado, ¿qué otra persona podía permitirse el lujo de citarlo libremente en el Templo de Paladine?

Encogiéndose de hombros, diciéndose que ya se había planteado en más de una ocasión tales interrogantes sin haber extraído conclusiones satisfactorias, el semielfo metió el pergamino en su bolsa y, sin proponérselo, estudió de nuevo la arcana Torre.

—Presumo que guarda alguna relación contigo, viejo amigo —murmuró, frunciendo el entrecejo y centrando sus meditaciones en Crysania y las singulares circunstancias en las que desapareció.

El vehículo volvió a detenerse, arrancando al héroe de su ensimismamiento. Atisbo el Templo, majestuoso y sugerente, en las cercanías, pero se conminó a sí mismo a esperar hasta que el lacayo le abriese la portezuela. Sonrió en su fuero interno al rememorar la época en que Laurana, sentada frente a él, solía retarlo con los ojos a que osara tocar el tirador. Tardó varios meses en corregir su antiguo e impulsivo hábito de abrir la puerta de un empellón, apartar al criado y seguir su camino sin hacer el más mínimo caso del cochero, los caballos ni ninguna otra contingencia.

Ahora se había convertido en una broma secreta, que ambos compartían. A Tanis le encantaba observar cómo su esposa arrugaba el entrecejo con fingido susto mientras él extendía el brazo en dirección al tirador. Sin embargo, consideró que no era momento de revivir tales episodios porque, si no los descartaba, sólo lograría sumirse en la melancolía. ¡La echaba tanto de menos!

¿Dónde se había metido el lacayo? Juró por los dioses que, si estaba solo, saldría a su manera e introduciría un agradable cambio en la rutina. Hubo suerte, porque, aunque la puerta giró sobre sus goznes, el servidor se enzarzó en una inusitada lucha contra el escalón que, rebelde, se negaba a desplegarse para facilitar el descenso.

—Olvídalo —le espetó Tanis, y se apeó de un salto.

Ignorando la expresión de sensibilidad ultrajada que adoptó el criado, el semielfo inhaló aire, contento por haber podido escapar, al fin, de los viciados confines del carruaje.

Escrutó su entorno, dejó que la espléndida aureola de placidez y bienestar que irradiaba del Templo de Paladine arrullara su espíritu. Ningún bosque protegía el sagrado recinto. Un vasto césped, verde y mullido cual el terciopelo, invitaba al viajero a pisarlo, sentarse, reposar. Numerosos parterres de flores multicolores deleitaban las pupilas, embriagando el aire con su fragancia, y en algunos parajes apartados unos setos meticulosamente podados proporcionaban cobijo a quienes no resistían la potente luz solar. En las fuentes, borboteaban chorros de agua fresca, pura. Los clérigos, ataviados de blanco, iban y venían en pequeños grupos a través de los jardines, juntando las cabezas en solemnes discusiones teológicas.

Entre los floridos retazos, los umbríos rincones y la alfombra de hierba, se alzaba el edificio, reverberante a los rayos del astro diurno. Construido de mármol níveo, su estructura lisa y sin ornamentos magnificaba la impresión de beatitud, de paz, que prevalecía en sus contornos.

Había puertas, pero no centinelas. Cualquiera era bienvenido y, frente a tal prueba de confianza, eran innumerables las criaturas que entraban. Aquel santo lugar era un puerto seguro para los que sufrían, los desheredados y quienes padecían privaciones o carencias de toda índole. Cuando Tanis inició su andadura por el acogedor prado, vio a numerosas personas sentadas o tendidas, que, por los rictus de abatimiento que mostraban en sus semblantes, no debían gozar a menudo de tan apacible recreo.

Tras avanzar algunas zancadas, Tanis hubo de hacer un alto, al percatarse de que no había impartido instrucciones al cochero. Pero, en el instante en que se disponía a ordenarle que aguardara, una figura surgió de una tupida pared vegetal, lindante con la mole del Templo, e inquirió:

—¿Tanis el Semielfo?

Al exponerse quien así lo interpelaba a la luminosidad, el viajero dio un respingo. Se cubría aquel ente con negras vestiduras, un sinfín de saquillos y artilugios mágicos pendían de su cinto, sendas ristras de runas bordadas en hebras de plata festoneaban mangas y capucha. «¡Raistlin!», aventuró Tanis, que había tenido al archimago presente en sus disquisiciones, unos minutos antes.

No, no lo era. El semielfo respiró al comprobar que aquel nigromante sobrepasaba por lo menos en una cabeza la estatura de su antiguo compañero. Exhibía un talle esbelto y bien formado, unos hombros musculosos y un paso juvenil, pleno de vigor. Además, ahora que le prestaba atención, reparó en que su voz destilaba firmeza, seguridad, en nada se asemejaba al ambiguo siseo de Raistlin. Y, aunque se le antojaba imposible, creyó detectar el acento propio de su raza en el timbre del desconocido.

—Soy Tanis el Semielfo, en efecto —admitió, remiso.

Aunque no distinguía los rasgos de la figura, oculta como estaba por los pliegues de su embozo, intuyó que sonreía.

—Estaba seguro de haberte reconocido me han descrito tu aspecto infinidad de veces —explicó el hechicero—. Puedes despedir a tus criados. No precisarás del vehículo durante algunos días, acaso semanas. Tu estancia en Palanthas será larga.