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—Dalamar —murmuró amablemente—, este viaje debe de haberte extenuado. Estoy en deuda contigo por haber accedido a realizarlo, aun a sabiendas de lo mucho que había de afectarte. Pero en estas cámaras hallarás alivio. ¿Qué te apetece tomar?

—Vino —consiguió balbucear el mago a través de unas mandíbulas rígidas, cenicientas, a la vez que sus manos temblaban sobre el brazo del asiento, un detalle que no escapó a la observación de Tanis.

—Servid a nuestros invitados alimento y licor —apremió el sacerdote a su cohorte de seguidores, que, obedientes, comenzaron a desfilar hacia el exterior de la estancia, sin poder reprimir muecas reprobatorias al pasar junto al hechicero de negros ropajes—. Escoltad a Astinus hasta aquí en cuanto haga acto de presencia, y procurad que nadie nos moleste.

—¿Astinus? —repitió el semielfo—. ¿Te refieres al cronista?

—¿A quién si no? —corroboró el anciano—. La vecindad de la muerte nos inviste de una excelencia especiaclass="underline" «Formarán cola para tributo rendirte quienes en vida optaron por eludirte», sentenció el poeta. Ya ves, incluso Astinus se digna desplazarse hasta el Templo. Ahora que se ha despejado el panorama, mi buen Tanis, seamos sinceros —le conminó—. Mi tiempo se agota, dentro de unos días, semanas a lo sumo, se extinguirá la llama de mi existencia. ¿Qué significa esa consternación que leo en tu semblante? —le recriminó—. No es la primera vez que asistes a un hombre próximo a expirar y, además, te garantizo que pueden aplicarse a mi caso las sabias palabras del Señor del Bosque Oscuro. ¿Cómo decían? Vamos, ayúdame, tú mismo me las recitaste: «No lamentemos la pérdida de aquellos que mueren alcanzando su destino». He cumplido ese requisito. A lo largo de mi vida he realizado las empresas que me han sido encomendadas, unas tareas tan enriquecedoras que yo nunca habría osado concebirlas por no pecar de arrogante.

Calló y desvió los ojos hacia la ventana, hacia el espacioso césped, los jardines en floración y, en lontananza, la sombría Torre de la Alta Hechicería.

—Me fue concedido el privilegio de devolver la esperanza al mundo, semielfo —recordó con una mezcla de orgullo y gratitud—. Y se me transmitieron dotes curativas para el cuerpo y el alma. No pretendo alardear, pero ¿quién puede afirmar otro tanto de su propia experiencia? Me voy en el conocimiento de que la Iglesia ha sido firmemente instaurada, de que la configuran clérigos de todas las razas. Sí, incluso kenders. —Sonriente, retiró de su frente un mechón de cabello cano y, suspirando, confesó—: ¡Aquél fue un período de prueba, que hizo que se bamboleara mi fe! Todavía no hemos evaluado la cantidad exacta de objetos desaparecidos, ni su valor, si bien hay que admitir que son criaturas de corazón puro, voluntariosas y amenas, esta última una cualidad apreciable. Siempre que sentía languidecer mi paciencia durante su aprendizaje, me figuraba qué haría Fizban o Paladine según se nos reveló a nosotros y en especial a Tasslehoff, tu pequeño amigo, a quien profesaba una estima muy particular. Así hallaba soluciones a todos los conflictos.

El rostro del héroe se ensombreció cuando el anciano mencionó al entrañable kender. Le pareció que Dalamar levantaba un instante la cabeza desde las profundidades de la butaca, donde, abstraído, contemplaba las candentes brasas. Pero si lo hizo, a Elistan le pasó inadvertido.

—Lo que más me preocupa es no dejar a un sucesor en mi puesto, a alguien que perpetúe mi misión —gimió el moribundo, pero aún sereno, clérigo—. Garad es un hombre bondadoso, quizá demasiado. Posee las virtudes de un Príncipe de los Sacerdotes, pero al igual que nuestros ancestros en el cargo, no comprende que hay que mantener el equilibrio y contar con la aportación de todos para que el mundo no sucumba. ¿No opinas lo mismo, Dalamar? —consultó al elfo oscuro.

Con gran sorpresa de Tanis, el aludido significó su asentimiento mediante una leve inclinación de la barbilla. Se había desprendido del embozo para beber con más comodidad unos sorbos del vino tinto que los servidores le habían ofrecido. Tenía los pómulos sonrosados y las extremidades ya no le temblaban.

—Eres prudente, Elistan —ensalzó al dignatario—. Ojalá otros gozaran de tu clarividencia, de tu erudición.

—Más lo primero que lo segundo —puntualizó el sacerdote—. No se trata de atesorar cultura, sino de juzgar los asuntos desde todos los ángulos, en lugar de ceñirse a prejuicios que estrechan los ángulos de mira. Y tú, Tanis —abordó a su otro oyente—, ¿has aprovechado para explorar tu entorno, para analizar el paisaje y detectar ciertas irregularidades?

Señaló con el índice hacia el ventanal, en cuyo marco se perfilaba, nítida sobre el intenso azul del cielo, la Torre de la Alta Hechicería.

—No estoy seguro de haber captado tu mensaje —se excusó el semielfo, quien, dado su pudoroso talante, detestaba manifestar sus emociones, rehuía compartirlas.

—No te muestres esquivo —le reconvino su interlocutor, con una energía insólita en un enfermo—. Pasaste revista a la estructura de la Torre, luego a la del Templo, y decidiste que era muy adecuado que se irguieran una frente a otro. Fueron muchos los que se opusieron a construir el santuario en este lugar a Garad le pareció un emplazamiento desafortunado y, ¡cómo no!, también a Crysania.

Al oír aquel nombre, Dalamar, parco hasta entonces en palabras y ademanes, se atragantó, sufrió un repentino ataque de tos y se vio obligado a posar la copa en la mesa auxiliar a fin de no derramar su contenido. Tanis, por su parte, comenzó a caminar desazonado de un lado a otro del aposento, según su arraigada costumbre, hasta que cayó en la cuenta de que podía importunar al yaciente y volvió a sentarse, moviéndose luego, inquieto, en tan opresiva postura.

—¿Se han recibido noticias de la Hija Venerable? —inquirió en voz baja.

—Perdóname, Tanis —se disculpó Elistan—, no era mi intención trastornarte. Te aconsejo que deseches esos reproches con los que tú mismo te atormentas. Lo que hizo Crysania fue seguir los dictados de su albedrío y, si te sirve de consuelo, agregaré que ni siquiera yo podría haber influido en su determinación. Nunca la habrías detenido, ni tampoco rescatado de lo que su sino le haya deparado. No, no han llegado hasta mí nuevas acerca de su paradero.

—Pero hasta mí sí —se interpuso el mago, tan contundente e impersonal que, al instante, captó la atención de sus dos contertulios—. Ése es uno de los motivos por los que os he congregado hoy aquí.

—¿Cómo? —vociferó el semielfo, a la vez que se ponía de nuevo en pie—. ¿Eres tú quien nos ha convocado? Estaba persuadido de que la iniciativa fue de Elistan. ¿Se oculta tu shalafi detrás de todo esto? ¿Es él el responsable de la desaparición de la dama? —Avanzó un paso, sonrojada la faz detrás de la barba pelirroja. Dalamar se incorporó, mostrando un peligroso centelleo en los iris de sus ojos y deslizando la mano de modo casi imperceptible hacia una de las bolsas que colgaban de su cinto—. Porque, si le ha hecho el menor daño, pongo a los dioses por testigos de que le retorceré su dorado cuello.

—Astinus de Palanthas —anunció un clérigo, muy oportunamente, desde el umbral.

El historiador se situó en el marco de la puerta. Su rostro atemporal no exhibió ninguna expresión mientras sus ojos estudiaban la alcoba y registraban los pormenores de muebles y seres vivos para, después de clasificarlos, registrarlos en el libro que regía su existencia. En sus sensibles retinas se grabaron el semblante enrojecido, iracundo de Tanis, la altivez y el desafío que alteraban las cinceladas facciones del elfo oscuro, los surcos dejados por el agotamiento en el rostro del moribundo eclesiástico.

—Dejad que adivine —pidió a los presentes al mismo tiempo que, imperturbable, penetraba en la sala.

Una vez en el centro de la estancia, depositó el enorme ejemplar que siempre llevaba consigo sobre una mesa escritorio, tomó asiento, abrió el tomo por una página en blanco, sacó una pluma de un adornado estuche, inspeccionó la punta y, alzando la vista, ordenó al clérigo que le había acompañado que le trajese tinta. Éste, sobresaltado, no atinó a moverse hasta que Elistan le hizo una señal, momento en el que abandonó a toda prisa la habitación.