—¡Raistlin, basta ya! Me estás lastimando.
El aludido se inmovilizó. Aquel timbre era el de la sacerdotisa y, al aguzar la vista para cerciorarse, advirtió que era su brazo el que oprimía. Avergonzado, redujo al instante la presión pero recobró la compostura en un santiamén y atrajo aquel cuerpo hacia sí, inconmovible frente a sus intentos de liberarse.
—¿Crysania? —la interrogó, examinándola con suma atención.
—Por supuesto —titubeó la mujer, sin saber a qué atenerse—. Algo anda mal. Te suplico que me expliques de qué se trata. Desde hace unos minutos, no oigo más que desatinos.
El archimago oprimió de nuevo el brazo de su presa, que emitió un grito. El dolor que distorsionaba sus facciones era real, su miedo también. Satisfecho de la prueba, el humano la estrechó contra su pecho y se dejó embriagar por la tibieza de su carne, su aroma, el palpito de su corazón y, en definitiva, la vida que emanaba de ella.
—¡Oh, Raistlin! —gimió la sacerdotisa, acurrucada en el cálido nido—. El pánico se apoderó de mí al creerme sola en esta desolación.
La mano del hechicero se enredó en la negra melena. La suavidad y la fragancia de aquella criatura le intoxicaban, le incitaban a una pasión irrefrenable, y su embrujo no hizo sino intensificarse al arquear ella la cintura y echar la cabeza hacia atrás. Sus labios eran sensuales, ansiaban el placer del beso. Raistlin asió su mentón a fin de admirar el exquisito rostro, y se encontró con unas cuencas oculares en las que ardían infernales llamas.
—¡Al fin has venido a casa, mago!
Unas carcajadas estentóreas, acordes con la inflamada mirada, abrasaron sus entrañas, al mismo tiempo que la esbelta figura femenina se contorsionaba y se desvanecía hasta que se halló unido al cuello de un dragón de cinco cabezas. Las comisuras despedían ácidos corrosivos sobre él, el fuego rugía en su derredor, le asfixiaban vapores sulfurosos. Serpenteante, el monstruo puso la cabeza a su altura y se aprestó al ataque.
Desesperado, el archimago invocó su arte. Pero, mientras se ordenaban en su mente los versículos que componían el hechizo defensivo, le fustigó la punzada de la duda. ¡Quizá su magia no surtiría efecto! «Estoy débil, el viaje a través del Portal ha mermado mi energía». El pavor, cortante cual una daga, penetró en su espíritu, y las frases del sortilegio se diluyeron en la nada. «¡Es la Reina quien me tiende esta emboscada! —comprendió—. Ast takar ist… ¡No, he cometido un error!».
Resonaron en sus tímpanos nuevas risotadas. Era el modo con el que la soberana exteriorizaba su victoria. Cegó al cautivo una luz blanca, radiante, y se precipitó en una espiral interminable, que llevaba de la oscuridad al día.
Al abrir los párpados, Raistlin distinguió el rostro de Crysania.
Era, en efecto, su semblante, pero no el que él recordaba. Estaba avejentado, el sello de la muerte había marchitado los últimos vestigios de juventud. Aferraba en su palma el Medallón de Platino de Paladine, cuyos prístinos destellos refulgían en el fantasmagórico ambiente.
El archimago cerró los ojos para ocultar la visión de aquel rostro en pleno ocaso. Y ayudó a su fantasía con ensoñaciones, en las que se lo representaba delicado, hermoso, iluminado por el amor que él le inspiraba y provisto de sus anteriores atributos.
—Poco ha faltado para que te perdiera.
Fue la mujer quien profirió esta frase, con tono frío y sosegado. El nigromante, a tientas porque le aterrorizaba la idea de afrontar unos hechos que intuía, la agarró por los brazos y, zarandeándola, preguntó bruscamente:
—¿Cuál es ahora mi apariencia? Se ha obrado en mí una mutación, ¿no es cierto?
—Eres igual que cuando nos entrevistamos por vez primera en la Gran Biblioteca —repuso Crysania, correcta y mesurada, quizá en demasía, ya que la tensión se hacía aún más ostensible bajo la gélida capa de su aplomo.
«Me lo temía —se dijo Raistlin—. Eso significa que he regresado al presente».
Tomó conciencia de su antigua fragilidad, del perenne malestar de sus pulmones y, con él, de la ronquera que provocaban los espasmos de la tos, como si unas puntiagudas agujas tejieran una telaraña en sus vías respiratorias. No tenía más que hacer acopio de valor, salir de su voluntaria ceguera y, frente a un espejo, contemplar la tez dorada, el cabello cano, las pupilas en forma de relojes de arena…
Apartando de un empellón a la Hija Venerable, se arrojó al suelo y se revolcó sobre su estómago, sin cesar de propinar puntapiés y abandonado a un delirio en el que los arranques de cólera se sumaban a los plañidos de desaliento.
—¿Qué sucede? —inquirió la sacerdotisa, asustada, sin molestarse ya en fingir—. ¿Dónde hemos venido a parar, Raistlin? ¿Hemos fracasado?
—No, hemos triunfado —rectificó él—. Estamos en el Abismo. Todo se ha cumplido según mis designios —apostilló, aunque su actitud anunciaba perspectivas menos halagüeñas.
Crysania se alarmó, tanto por los resquemores que suscitaba el equívoco comentario como por la forma en que el mago la observaba. Ella ignoraba que la veía en un proceso senil, de degeneración. Tras un momento de balbuceo, no obstante, se impuso la confianza, y la sacerdotisa despegó los labios para manifestarla. Pero antes de que acertara a hablar, el hechicero se le anticipó.
—Mi magia se ha evaporado.
Sobresaltada por tan asombrosa revelación, la sacerdotisa nada dijo. Tuvieron que pasar unos segundos para que, algo recuperada, pidiera a su compañero una aclaración.
—No entiendo a qué te refieres.
—Es muy sencillo. ¡Mis poderes se han desvanecido! ¡Estoy tan indefenso como cualquier mortal! —le espetó el archimago, como si fuera ella la culpable de semejante catástrofe—. Soy un hombrecillo vulnerable, en un reino de gigantes.
Se percató de pronto de que su adversaria podía estar escuchando, espiando, regodeándose, y entonces enmudeció. Sus voces se extinguieron en el esputo que, espumeante y sanguinolento, afloró a su boca.
—Sin embargo —murmuró—, todavía no me ha derrotado.
Cerró los dedos en torno al Bastón de Mago, que yacía a su lado, y se apoyó en él para incorporarse. Crysania corrió a prestarle el soporte de su brazo, ya que el bastón se le antojó insuficiente.
—No me engañarás, no ha de serme difícil averiguar dónde te agazapas —retó Raistlin a Su Oscura Majestad, mientras, con la mirada, recorría la vasta planicie y el no menos inconmensurable cielo—. Ahora adivino tu paradero. Estás en la Morada de los Dioses y, gracias a las errabundas divagaciones del Kender, conozco el terreno en el que me muevo. Las esferas inferiores reflejan cual un espejo los planos de arriba. Así que emprenderé tu búsqueda, aunque el viaje sea prolongado y traicionero.
»Sí —prosiguió, acechante—, noto cómo hurgas en mi cerebro, cómo interpretas mis intenciones y prevés todos mis actos, mis expresiones verbales. Estás convencida de que abatirme será un juego de niños. Pero también yo poseo una cierta dosis de perspicacia, que me permite evaluar tu honda confusión. Me acompaña alguien cuya mente no puedes sondear, alguien que me protegerá de ti. ¿No es verdad, Crysania?
—Así ha de ser —ratificó la mujer, leal a su ídolo.
El nigromante dio un paso al frente, luego otro, respaldado por el cayado y por la sacerdotisa. Cada paso le costaba un gran esfuerzo, cada inhalación quemaba sus órganos y, al contemplar el universo, no hallaba sino vacuidad, una vacuidad que se aposentó en su alma ahora que el arte arcano le había abandonado.
Raistlin tropezó. Para evitar su caída, la sacerdotisa le sujetó con fuerza, anegados los ojos en lágrimas.
Las carcajadas se alejaban en punzantes ecos. Y era tan insufrible oírlas, que Raistlin estuvo tentado de desistir. «Me siento cansado —meditó, deprimido—, exhausto. ¿Qué soy sin mi magia? Nada, un insecto torpe y desvalido».
3
Maquinaciones al descubierto