—¡Pero era tanto lo que podía ganar! —argumentó la mujer, haciendo un esfuerzo para que su acento no desentonara del de su interlocutor y, a la vez, arrebujándose en un pellejo que yacía extendido en su lecho a modo de colcha—. Los hechiceros le ofrecieron el liderazgo de los Túnicas Negras, y él mismo me aseguró que nadie sería capaz de arrebatarle el puesto de Par-Salian como mandatario de cónclave, como cabeza suprema del arte arcano en Krynn.
«Habrías obtenido también otras recompensas, elfo oscuro» añadió en su pensamiento, y llenó su copa de vino tinto.
Luego agregó en voz alta:
—En cuanto haya derrotado a mi trastocado hermano, ¿quién quedará en el mundo capaz de detenernos? ¿Qué ha sido de nuestro proyecto de gobernar juntos, tú con la vara y yo con la espada? Sería magnífico obligar a hincar la rodilla a los Caballeros de Solamnia y expulsar de su patria, ¡tu patria!, a los elfos, de tal manera que regresaras triunfante y yo, querido, cabalgase a tu lado.
El tallado recipiente donde escanciara el licor se deslizó de su mano y, aunque intentó atraparlo, su movimiento fue demasiado precipitado y apretó más fuerte de lo debido. El frágil cristal se hizo añicos, que traspasaron su carne. La sangre se confundió con el vino al gotear sobre el mullido suelo.
Las cicatrices de guerra sembraban de recuerdos el cuerpo de Kitiara, tan abundantes como las intangibles huellas que dejaran sus amantes. Hasta ahora había soportado las heridas sin un pestañeo, pero el liviano incidente de la rotura de la copa convocó un torrente de lágrimas en sus pupilas, manifestaciones de un dolor que parecía insostenible.
Había en la sala una jofaina. La sacerdotisa introdujo la mano en el agua, sin cesar de morderse el labio para reprimir un inminente grito. El cristalino líquido se tornó rojo al instante.
—¡Manda a buscar a uno de los clérigos! —ordenó a Soth, que, impertérrito, permanecía erguido en su proximidad y la estudiaba con las fluctuantes chispas de fuego que sustituían a los globos oculares.
Obediente, el caballero espectral llamó a un criado y le impartió instrucciones. Éste abandonó la escena sin tardanza y Kitiara, profiriendo maldiciones y parpadeando para contener su llanto, se hizo con un retazo de lino y se vendó la mano lastimada. Cuando al fin llegó el clérigo, a trompicones a causa de la prisa, el fino tejido estaba empapado y la tez de la mujer se adivinaba cenicienta bajo el perenne bronceado.
El medallón con el Dragón de las Cinco Cabezas que portaba el sacerdote rozó la palma de Kit al inclinarse éste sobre ella, absorto en musitar plegarias a la Reina de la Oscuridad. Unos segundos más tarde, se contuvo la hemorragia y la carne se cerró, unida por unos invisibles puntos de sutura.
—Los cortes no eran hondos. Las molestias desaparecerán pronto —dictaminó el clérigo con afabilidad.
—¡Más te vale! —le amenazó la dignataria, que aún se debatía contra el irrazonable desmayo que la arrastraba a otras esferas—. Es la mano de la espada.
—Blandirás el acero con la facilidad y destreza acostumbradas, señora —le garantizó el mágico curandero—. ¿Hay algo más que pueda…?
—No, sal de mi alcoba.
—Como quieras —se sometió el aludido con una reverencia—. Adiós —saludó también a Soth y, humilde, partió.
Reticente a la idea de enfrentarse al flamígero examen de su acompañante, la dama mantuvo la cabeza ladeada mientras refunfuñaba contra la Orden que representaba aquella criatura en retirada, aquel sacerdote de negro hábito inmerso en el crujir de sus ropajes.
—¡Ineptos! Detesto que merodeen a mi alrededor —les insultó—. Sin embargo, en momentos excepcionales reconozco que resultan útiles —rectificó al observar su mano, que, aunque resentida, estaba completamente curada—. Y bien —se dirigió a su fantasmal esbirro—, ¿qué propones que haga con el elfo oscuro?
Antes de que el espectro respondiera, Kitiara se incorporó y reclamó la presencia de un sirviente.
—Recoge los fragmentos y arregla un poco este desorden —ordenó cuando el criado se hubo presentado—. Luego tráeme otra copa —agregó, propinando una sonora bofetada al amilanado personaje—, una de oro. ¡Te he repetido un sinfín de veces que aborrezco estas bagatelas de factura elfa! ¡Quita todo el juego de mi vista, tíralo!
—¡Tirarlo! —se aventuró a protestar el subordinado—. Estas piezas son muy valiosas, señora, proceden de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y fueron obsequiadas por…
—¡He dicho que las destruyas! O, mejor todavía, lo haré yo.
Tomada esta resolución, la impulsiva mujer agarró las copas una tras otra y las arrojó contra la pared del dormitorio. El criado esquivó los proyectiles que, tras sobrevolar su cráneo, se estrellaban en la piedra, y aguardó hasta que hubo concluido la dignataria, la cual, desahogado su ímpetu, se desplomó en una silla situada en un rincón y cayó en un obstinado mutismo.
El sirviente se apresuró a recoger los cristales rotos, vaciar la jofaina y renovar el agua. Se ausentó unos minutos y, cuando volvió con más vino y los recipientes que solicitara la Dama Oscura, ni ésta ni Soth habían mudado sus posturas. El Caballero de la Muerte continuaba enhiesto en el centro de la habitación, refulgentes sus iris en la creciente penumbra que convocaba el crepúsculo.
—¿Enciendo los candelabros, señora? —inquirió el discreto camarero, mientras depositaba la bandeja en una mesita destinada a tal efecto.
—Vete —lo despachó Kitiara con la boca reseca.
Retiróse raudo aquel infeliz, cerrando la puerta tras él. Con pasos inaudibles, el caballero atravesó la alcoba y, tras detenerse junto a la extraviada mujer, posó la mano en su hombro. Ella, pese a flotar en sus divagaciones, se encogió al recibir el contacto de aquellos dedos, cuyo frío congelaba las entrañas. Pero no reculó ni hizo ademán de evitarlo.
—Y bien —consultó de nuevo al fantasma, estudiando el entorno que, ahora, sólo iluminaban sus flamígeros ojos—, ¿cómo interceptaremos a esos insensatos de Dalamar y Raistlin? ¿De qué forma impediremos que la Reina nos aniquile a todos?
—Debes atacar Palanthas —le recomendó Soth.
—Creo que puede hacerse —masculló Kitiara, tamborileando con la empuñadura de la daga sobre su muslo.
—Tu plan es realmente ingenioso, señora —la felicitó el primer oficial de sus tropas, impregnada su voz de una admiración que no trató de disimular.
Aquel individuo, un humano entrado en la cuarentena, había escalado los peldaños de la carrera militar hasta ocupar su actual dignidad sin reparar en intrigas, traiciones y asesinatos para lograrlo. Así, tenaz y poco escrupuloso a la hora de plasmar sus ambiciones, se había ganado el nombramiento de general del ejército de los Dragones. Encorvado, carente de apostura y desfigurado por una cicatriz que le surcaba el rostro, nunca había degustado los favores que su adalid prodigaba entre sus capitanes más apuestos, pero no había perdido la esperanza. Al espiar la reacción que producía su halago, advirtió que en la habitualmente fría y severa faz de la dama prendía la luz de la complacencia. Incluso se dignó sonreirle y separar los labios en aquella ambigua mueca que tan bien sabía utilizar y que hizo que se acelerase el pulso masculino.
—Me alegra comprobar que la falta de práctica no ha anquilosado ese sexto sentido —la alabó también Soth, y su voz incorpórea se difundió en mil ecos por la sala de cartografía.
El oficial se estremeció. A pesar de haber combatido junto al Caballero de la Muerte y sus guerreros de ultratumba en defensa de la Reina Oscura, de haber librado innumerables batallas en el mismo bando, era incapaz de mostrarse indiferente ante la gélida aureola de eternidad que le circundaba, que le envolvía, tan amorosa como la capa guardaba la abollada armadura donde se dibujaba el emblema de su hermandad.
«¿Cómo le resiste ella? —se escandalizó para sus adentros—. Se rumorea que hasta tiene libre entrada en sus aposentos privados». Tal ocurrencia tuvo el don de normalizar los latidos de su corazón. Quizá, después de todo, las mujeres esclavas no eran tan terribles. Al menos, cuando uno estaba solo con ellas en la noche poseía la certeza de que nadie le acechaba.