—Yo habría rehusado —afirmó el aludido—, pero Elistan dio órdenes concretas de que se le admitiera. Y he de reconocer que su pócima surtió efecto. En cuanto se la administró al agonizante, los ataques cedieron. Ahora el maestro gozará de su pleno derecho a morir con serenidad.
—¿Y Dalamar?
—En la alcoba. No se ha movido ni hablado desde que se instaló, se limita a ocupar un rincón y guardar silencio. No obstante —puntualizó el clérigo—, su presencia reconforta a Elistan y permitimos que se quede.
«Me gustaría verte en el trance de sugerirle que se vaya», pensó el semielfo.
Se abrió la puerta de la estancia vecina. Los eclesiásticos alzaron la vista asaltados por un mal presagio, pero era sólo el acólito. El joven novicio había llamado mediante un suave golpeteo y, tras entreabrirse la puerta, sostuvo una conferencia particular con quien había acudido desde el otro lado. A los pocos segundos, se volvió e indicó a Tanis que se acercase.
El semielfo se introdujo en el pequeño, apenas amueblado aposento con el propósito de no armar revuelo, de avanzar sigiloso como aquellos clérigos de hábitos susurrantes y acolchadas pantuflas. Fue inúticlass="underline" su espada matraqueaba, las botas crujían y las hebillas tintineaban al entrechocar. Para sus propios oídos, el estruendo que provocaba en nada difería del de un ejército de enanos. Ardientes sus pómulos, trató de poner remedio caminando de puntillas. En aquel instante, Elistan giró la cabeza en la almohada y, pese a su ostensible debilidad, se carcajeó.
—Mi querido amigo, cualquiera que te viera deduciría que te has colado aquí para robarme —comentó el yaciente, al mismo tiempo que levantaba su mano y se la tendía en actitud afectuosa.
Tanis ensayó una sonrisa, una frustrada tentativa. Oyó cómo cerraban quedamente la puerta a su espalda y, de manera instintiva, fijó su atención en la tenebrosa figura que oscurecía una esquina. No la inspeccionó mucho rato. Prefirió centrar su interés en aquella criatura que se hallaba postrada en su último lecho. Arrodillándose junto al anciano, junto al hombre al que había rescatado de las minas de Pax Tharkas y que, merced a su benéfica influencia, había desempeñado un papel tan importante en su vida y la de Laurana, el semielfo asió la mano que le ofrecía y la estrechó con fuerza.
—¡Cuánto desearía poder enfrentarme a este enemigo en tu lugar, Elistan! —exclamó, puesta su mirada en la mano fláccida, blanquecina que encerraba la suya, firme y curtida.
—No es ningún adversario quien viene en mi busca, Tanis, sino un viejo colega. —El enfermo retiró, sin violencia, la mano para dar al semielfo unas palmadas en el hombro—. Ahora no eres capaz de entenderlo, pero te garantizo que algún día lo harás. De todos modos, mi objetivo al mandarte recado de mi situación no era abrumarte con una lastimera despedida, sino encomendarte una tarea.
Hizo un significativo gesto y el acólito, que estaba también en la habitación, dio unos pasos hacia ellos con un cofre de madera y se lo entregó a su superior. El ente de la esquina no pestañeó, se diría que se había convertido en estatua.
Tras izar la tapa del objeto, el moribundo extrajo de su interior un rollo de blanco pergamino. Alcanzó la palma de Tanis, posó el documento y cerró los dedos sobre él.
—Dale esto a Crysania —encargó a su atento oyente—. Si sobrevive, la sacerdotisa ha de ser mi sucesora como cabeza de la Iglesia. —Iba a enmudecer pero al ver la expresión dubitativa, reprobatoria que adoptó el semielfo, le aleccionó—: Amigo mío, tú mismo has recorrido las sendas de la noche. Nadie sabe de tus luchas y padecimientos más que yo, pues estuvimos a punto de perderte y esta perspectiva me apenaba inmensamente. Al fin te resististe a las tinieblas y volviste a disfrutar de la luminosidad diurna, enriquecido por el conocimiento de lo que habías ganado. En un desenlace análogo estriban mis esperanzas respecto a Crysania. Su fe es inquebrantable, su único defecto es, tú bien lo enjuiciaste, su carencia de calidez, de conmiseración y de humanidad. Tendría que aprender, presenciando la escena, las lecciones que nos ha enseñado la caída del Príncipe de los Sacerdotes. Era imprescindible infligirle heridas, Tanis, abrir en sus entrañas profundas llagas, antes de que reaccionase a los daños ajenos. Y, sobre todo, tenía que amar.
Entornó los párpados, lleno de angustia su rostro demacrado, estragado por el sufrimiento.
—De haber podido, amigo, habría elegido para ella un destino diferente —prosiguió—, la habría llevado por otros derroteros menos peligrosos. Sin embargo, ¿quién osa cuestionar los designios de los dioses? Yo no, desde luego. Aunque —admitió—, en ocasiones, me entran ganas de discrepar.
Abrió los ojos mientras así se expresaba y, al clavarlos en Tanis, éste detectó en ellos un amago de ira. El neófito se aproximó entonces con paso amortiguado. Las resonancias de su desplazamiento no pasaron inadvertidas al semielfo, pese a su sigilo y al hecho de que él estaba de espaldas.
—En cuanto creen que me excito —explicó Elistan— vienen prestos a interrumpir mi conversación. Les preocupa que los visitantes me cansen o alteren y lo cierto es que lo hacen, pero yo apuro mis energías porque pronto me repondré en un reposo eterno. —Cerró las pupilas, y sonrió—. Sí, eterno. Mi viejo colega me recogerá y andará a mi lado, guiará mi incierto deambular.
Poniéndose en pie, el semielfo consultó al acólito con un ademán. El joven meneó la cabeza y musitó:
—Ignoramos la identidad de ese «viejo colega» al que alude constantemente. Incluso se nos ocurrió que podrías ser tú…
Le interceptó la voz del patriarca, cristalina a despecho de los quiebros que le imponía la edad.
—Adiós, Tanis el Semielfo. Transmite mi cariño a Laurana. Garad y los otros —apuntó a la puerta con la barbilla— están al corriente de mi dictamen en el asunto de la sucesión, y del cometido que te he confiado. Te prestarán su apoyo en todo cuanto les sea posible. Y, ahora, adiós de nuevo y para siempre. Que Paladine te colme de bendiciones.
El héroe de la Lanza no despegó los labios. Las palabras habrían sido una pálida representación de sus emociones. Se agachó, apretujó la mano del clérigo, asintió y, volviéndose abruptamente, atravesó la estancia sin examinar a la negra figura de la esquina y salió envuelto en un mar de lágrimas.
Garad acompañó al visitante hasta el pórtico principal del Templo.
—Conozco la misión de la que tú eres responsable —anunció el clérigo—, y puedes creerme cuando te digo que anhelo fervientemente que las aspiraciones de Elistan se hagan realidad. Según se me ha comunicado, la Hija Venerable Crysania participa en un peregrinaje que acaso resulte azaroso.
—Más que eso —se atrevió a contestar el semielfo, sin extenderse en aclaraciones.
—Ojalá Paladine la acompañe —deseó Garad con un suspiro—. Todos rezamos por ella. Es una mujer fuerte y nuestra institución precisa de juventud y vitalidad si pretende crecer, propagarse. Cualquier tipo de ayuda que necesites, Tanis, no dudes en planteárnosla.
El interpelado, en su desolación, sólo atinó a interponer un cortés, escueto aserto de gratitud. Con una reverencia, Garad corrió junto al agonizante maestro mientras el semielfo hacía una pausa cerca del portalón, en un esfuerzo por recuperar el control antes de lanzarse a la calle. Se encontraba apoyado en el muro, reconsiderando las frases de Elistan, cuando llegó a sus oídos una reyerta que, habida cuenta de la intensidad sonora, tenía lugar en el mismo acceso.
—Lo siento, señor, no puedo consentir que penetren extraños en el Templo —declaró un acólito con determinación, aunque amable.
—¡Un extraño! —se encolerizó la criatura a quien iba dirigido tal rechazo—. Pero no perdamos tiempo en argumentos banales. Tengo que ver a Elistan sin demora —exigió en un tono quejumbroso y desafinado que denunciaba un carácter excéntrico.
Tanis hubo de sujetarse a la pared para no desplomarse. Aquella voz le era familiar. Los recuerdos se agolparon en su cerebro en un embate tan poderoso que, durante unos segundos, no consiguió moverse ni articular una sílaba.