«Por suerte, voy a morir —se alegró mentalmente—. Acuda raudo el ocaso, termine mi amarga tortura».
Concluida su oración, le llegó el momento de arrepentirse.
—Perdóname, Paladine. —No le quedaba aliento para recitar una letanía, así que respiró hondo y apostilló—: Perdóname, Raistlin.
Cántico de Crysania
9
La historia de los Portales
Tanis se hallaba en el exterior del Templo, meditando sobre los vaticinios del extravagante mago: «Hay esperanzas, pero debe triunfar el amor».
Se enjugó las lágrimas y meneó la cabeza mientras se repetía, afligido, que en esta ocasión no se cumplirían los estimulantes presagios de Fizban. El amor nunca desempeñó un papel en aquel juego. Raistlin manipuló los nobles sentimientos de Caramon, succionó toda su esencia hasta aplastarle y reducirle a una masas de mantecosos rollos y aguardiente enanil. El mármol tenía más capacidad de albergar sentimientos que Crysania, la doncella estatua y, en cuanto a Kitiara, ¿acaso alguna vez buscó relaciones que no presidiera la lujuria?
Se reconvino a sí mismo por pensar en su antigua amante. No era su intención revivir su pasado juntos, su idilio, pero bastaba que se propusiese recluir los recuerdos en un inaccesible departamento de su alma para que una luz los enfocase y brillara esplendorosa sobre ellos. Sorprendió a su mente en el acto de remontarse a su primer encuentro en la espesura próxima a Solace, donde, al descubrir el semielfo a una mujer que defendía su vida contra unos goblins, corrió a rescatarla y la dama, airada, se revolvió frente a su salvador y le acusó de estropear su pasatiempo.
Tanis quedó cautivado. Hasta entonces sus únicos galanteos fueron los que había dedicado a Laurana, una delicada muchacha elfa, pero fue un romance que sólo podía calificarse de infantil. La joven y él habían crecido juntos, después de que el padre de la Princesa —tal era el título que ostentaba la deliciosa criatura— adoptara al bastardo semielfo, por razones caritativas, al morir su madre en el alumbramiento. Se debió, en parte, a la pueril infatuación de Laurana respecto a su pretendiente, un enlace que su progenitor nunca habría aprobado, la determinación de éste de abandonar su patria y lanzarse a viajar a través del mundo en compañía del viejo Flint, el enano herrero.
Evidentemente, en su plácida adolescencia, Tanis no había conocido a nadie como Kitiara, descarada, pendenciera, embrujadora y sensual. No se esforzó la muchacha en disimular que el joven le atraía, pese a su inoportuna irrupción en lo que ella denominaba sus «pasatiempos». Una batalla lúdica entre ambos culminó en una noche de pasiones desatadas bajo las mantas de Kit y, tras este escarceo, gozaron de muchas horas en la intimidad, tanto en sus excursiones en solitario como cuando se desplazaban con sus amigos, Sturm Brightblade y los hermanastros de ella, Caramon y su frágil gemelo Raistlin.
Al oír, como si fuera ajeno, que un suspiro escapaba de su garganta, procuró contener sus ensoñaciones. Precipitó las imágenes en la celda de donde no deberían haber salido, cerrando y atrancando la puerta. Kitiara nunca le amó, no representó para aquella devoradora de hombres más que un simple entretenimiento. En cuanto se presentó la oportunidad de conseguir lo que de verdad la motivaba, el poder, le dejó sin la más leve vacilación. No obstante, y pese a nacerse todas estas reflexiones, Tanis no había terminado de girar en su cerradura la llave de su espíritu cuando, una vez más, la voz de la dignataria retumbó en sus entrañas. De nuevo profirió las frases que le dirigiera la noche en la que la Reina de la Oscuridad fue expulsada del mundo, la noche en la que la Señora del Dragón, infiel a su soberana, les había ayudado a evadirse a él y a Laurana: «Adiós… recuerda que sólo me guía el amor».
Una lóbrega figura, que más se asemejaba a la encarnación de su propia sombra, apareció al lado del semielfo. Éste dio un respingo, causado por el repentino e irracional temor de que se tratase de una ilusión de su subconsciente Pero se equivocaba. El supuesto fantasma que se había materializado de la nada le saludó lacónicamente y Tanis comprendió que era una persona, un ser de carne y hueso. Más todavía, le identificó como Dalamar. Expelió una bocanada de aire para relajarse. Le inquietaba la probabilidad de que el elfo oscuro se hubiera percatado de cuán abstraído se hallaba en sus cábalas, que hubiera adivinado incluso el objeto de su agitación. Aclarándose una inoportuna ronquera, observó al nigromante y le consultó:
—¿Acaso Elistan…?
—¿Ha muerto? —concluyó el otro al advertir su angustia—. No, aún no. Pero he presentido la intromisión de alguien cuya presencia no iba a resultarme grata y, como mis servicios no eran requeridos, he optado por retirarme.
Deteniéndose sobre el césped, por el que había echada a andar, el semielfo sometió a su oponente a un prolongado escrutinio. Dalamar no se cubría con la capucha. Sus rasgos eran plenamente visibles en el sereno anochecer.
—¿Por qué lo has hecho? —le interrogó a bocajarro.
El hechicero se detuvo también sobre sus pasos y, mirando a su acompañante con una sonrisa indefinible, le invitó a concretar:
—¿Por qué he hecho qué?
—Acudir a la cabecera de Elistan, aliviar su dolor —le explicó Tanis, y señaló la hierba circundante—. Por lo que he podido comprobar, pisar este recinto equivale, en tu caso, a subir al patíbulo de los condenados. Además —agregó, y se endureció su expresión—, me cuesta creer que a un pupilo de Raistlin le preocupe el devenir de un congénere, ni siquiera su agonía.
—Cierto —parafraseó el mago—, a un alumno del shalafi le tiene sin cuidado lo que pueda sucederle al clérigo. Desde un punto de vista personal, me es indiferente, pero eso no implica que no posea mi propio código del honor. Me enseñaron a pagar mis deudas, porque la gratitud es una forma de dependencia que siempre rechacé. ¿Concuerda, a tu juicio, esta postura con la conducta habitual del maestro?
—Sí, pero… —quiso objetar el semielfo.
—Te repito que he saldado una cuenta, eso es todo —le atajó el aprendiz.
Mientras reanudaban su paseo por aquel tramo de verdor, el héroe atisbo una contracción en el semblante de su compañero. Era ostensible que el oscuro personaje ansiaba abandonar aquellos hostiles parajes, porque aceleró tanto la marcha que el antiguo aventurero hubo de forzar su paso para no quedarse rezagado.
—Verás —le desveló Dalamar el misterio—, Elistan visitó una vez la Torre de la Alta Hechicería para ayudar al shalafi.
—¿A Raistlin? —se aseguró Tanis, tan anonadado que hizo un alto.
Pero el acólito no le imitó, por lo que hubo de apresurarse para no perderse ningún detalle.
—Sí —estaba diciendo el narrador, concentrado en su historia y sin que al parecer le importase la audiencia—, es un secreto que nadie conoce, ni aun el mismo afectado. El maestro enfermó hace poco más de un año. Cayó en estado de coma, y me asusté. Como estaba solo y soy una perfecta nulidad en dolencias, mandé aviso a Elistan.