Выбрать главу

Hizo una reverencia y se retiró, no sin antes anunciar la llegada del joven caballero Markham.

—¿Has almorzado ya, Markham? —le preguntó Amothus, dubitativo, inseguro sobre lo que sucedía a su alrededor y del todo anonadado por el hecho de que un mago, un elfo oscuro para más señas, se considerase libre de materializarse en su casa y desaparecer a su antojo—. ¿No? Entonces compartiremos la mesa con mi otro huésped. ¿Cómo prefieres los huevos?

—Quizá no es ésta una ocasión propicia para departir sobre gastronomía —insinuó el comandante, a la vez que dedicaba a Tanis una sonrisa.

El caballero observó al semielfo y, al comprobar que fruncía el entrecejo y que su desaliño y agotamiento presagiaban noticias adversas, aguardó en silencio que las expusiera. Amothus, por su parte, suspiró, resignado a no posponer más lo inevitable con conversaciones triviales. Consciente de que ambos habían centrado su atención en él, Tanis inició su relato.

—He regresado esta misma mañana de la Torre del Sumo Sacerdote.

—Ayer recibí una nota de Gunthar, mi superior —interrumpió Markham, al mismo tiempo que se acomodaba negligentemente en una butaca y se servía una moderada cantidad de coñac—. Decía que hoy se enzarzaría en una cruenta batalla con el enemigo. ¿Cómo se desarrolla el altercado?

El orador era un noble apuesto, gentil, despreocupado y rico que se había destacado en la Guerra de la Lanza, luchando bajo el liderazgo de Laurana. Como premio a su gallardía, se le había concedido un ascenso en su graduación y el honor de nombrarle Caballero de la Rosa, un privilegio que exhibía con tal donaire, que el emblema había pasado a formar parte de su apelativo. De todos modos, el semielfo recordó que su esposa, al enjuiciar al entonces capitán, le describió con los adjetivos «desenfadado, casual, incluso en sus aciertos, y poco fiable». («Siempre tuve la impresión —fueron sus palabras textuales— de que participaba en la contienda porque no se le había presentado una actividad más interesante».).

Al evocar tales apreciaciones y percibir el tono del joven, jovial y revelador de un singular distanciamiento respecto a la grave situación, Tanis se hundió en el desánimo.

—No ha habido «altercado» —negó de forma abrupta, poniendo un énfasis especial al repetir el inadecuado término que había empleado su interlocutor.

Una expresión de esperanza y de alivio, rayana en lo cómico, iluminó el rostro de Amothus, y el semielfo estuvo tentado de reírse. Se contuvo a tiempo, temeroso de caer en la histeria, y atendió al caballero, que le consultaba sin salir de su pasmo:

—¿No hay confrontación? ¿Acaso el adversario no ha hecho acto de presencia?

—Desde luego que sí —le corrigió el narrador—. Ha acudido a su cita, aunque de un modo harto peculiar. Vino, pasó entre nosotros y se fue sin rozarnos siquiera.

—No comprendo —confesó el Señor de la ciudad.

—No viajaba por tierra, sino a bordo de una ciudadela flotante —le ilustró Tanis.

—¡En nombre del Abismo! —renegó Markham, el de la Rosa, y ribeteó su exclamación con un silbido. Estuvo pensativo unos instantes, durante los cuales se alisó el elegante atuendo de montar—. No han atacado la Torre —recapituló al fin—, y vuelan por encima de las montañas, lo que significa que…

—Planean arrojar todo su contingente de tropas sobre Palanthas —concluyó Tanis.

—Continúo en la oscuridad —insistió Amothus, tan elocuentes sus desencajadas facciones que no precisaba explicarse—. ¿Por qué no les detuvieron los nuestros?

—En nuestras actuales condiciones, habría sido vana toda intentona —se anticipó el comandante, pese a su ostensible desgana, al testigo de la escena—. No existe otro medio para asaltar con éxito esos castillos aéreos que enviar una escuadra de Dragones.

—Según se especifica en el tratado de rendición firmado después de la guerra —completó Tanis el discurso del caballero—, los reptiles benévolos no atacarán a menos que se les provoque. Además, en la Torre del Sumo Sacerdote sólo hay un destacamento de animales broncíneos, un número irrisorio contra una ciudadela sin el refuerzo de batallones áureos y plateados.

Arrellanándose desidioso en su silla, Markham barruntó.

—Hay algunos grupos en la zona —aseguró—, que alzarán el vuelo en cuanto se divise a los perversos pero no basta. Quizá deberíamos mandar emisarios en busca de…

—La ciudadela no es el peor peligro que nos acecha —le atajó el semielfo, mientras, entornando los párpados, trataba de zafarse de las vertiginosas evoluciones de la sala.

«¿Qué me pasa? Me hago viejo —se contestó él mismo—, demasiado para tantos avatares».

—¿Cómo?

Amothus le instó a seguir, al borde del colapso ante este nuevo golpe, pero, fiel a su estirpe aristocrática, obstinado en no ceder a un vejatorio vahído.

—Todos los indicios señalan que Soth acompaña a Kitiara en esta expedición —fue la escueta, terrible respuesta.

—¡Un Caballero de la Muerte! —murmuró Markham en lugar del máximo mandatario de la ciudad, que había quedado sin habla.

El inconsciente joven sonrió al reparar en Amothus. Tan pálido estaba el augusto noble, que Charles, que acababa de entrar cargado de platos humeantes, los dejó a toda prisa en el suelo y corrió junto a su amo.

—Gracias por socorrerme —titubeó éste con una voz sobrenatural, que se diría surgida de ultratumba—. Quizá un sorbo de coñac.

—Un litro sería más apropiado —bromeó el representante de la Orden de la Rosa, apurando el contenido de su copa—. En el fondo, ante el acoso de un espectro de esa índole, estar sobrio resulta perjudicial. La embriaguez incita a la chanza, a las alucinaciones, nos transporta a un mundo donde hasta una legión de fantasmas se nos antoja un grato espectáculo.

—Señores, haced una pausa y alimentaos —ordenó Charles a las tres autoridades, con esa superioridad doméstica de la que se revisten los criados de toda la vida.

Ofreció el elixir a Amothus, y una sombra de color tiñó sus blanquecinos pómulos. Tanis, por su parte, se dio cuenta de que estaba hambriento. Así que no protestó cuando el servidor, en medio del ajetreo que caracteriza a la persona diligente, trasladó una mesa y distribuyó vajilla y fuentes.

—¿Alguien podría ponerme al corriente, darme detalles sobre ese ente de las tinieblas? —solicitó el anfitrión, ya algo repuesto, a la vez que desplegaba la servilleta en su regazo—. He oído historias, pues un ancestro mío por línea directa asistió al juicio al que Soth fue sometido en Palanthas. Ya muerto, si no me equivoco, fue él quien raptó a Laurana.

Calló para consultar con la mirada al esposo de la Princesa, pero éste se mostró taciturno y no despegó los labios.

—Sea como fuere —desistió el inquisitivo dignatario—, aunque sea capaz de horrendas fechorías ¿qué daño puede infligirle a una urbe?

Perduró el silencio, aunque fue lo bastante expresivo como para obviar los discursos. El noble espió de hito en hito al exhausto semielfo y al joven caballero, que sonreía con actitud, mientras, metódico, insertaba el cuchillo en los calados de los motivos florales que manos primorosas bordaran en el mantel. Se hizo la luz en su mente.

Sin probar el desayuno, tirando al suelo el paño que tenía sobre sus rodillas, Amothus se incorporó y cruzó la suntuosa sala de visitantes para dirigirse a una ventana de cristal tallada a mano, en un complicado diseño. En el centro de un gran óvalo se enmarcaba una vista de la bella ciudad. Aunque el cielo estaba cubierto por aquel encrespado océano de nubes en ebullición, la atmósfera tormentosa no hacía sino realzar la hermosura de las tranquilas calles.

El personaje se detuvo durante varios minutos junto a la ventana, apoyando la mano en la cortina de satén y absorto en la contemplación del panorama. Era día de mercado y los habitantes pasaban por delante del palacio camino de la plaza entre el bullicio que armaban el traquetear de las carretas, las madres al reprender a sus hijos o las chácharas que, hoy, versaban sobre la ominosa bóveda celeste.