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Debilitado por el esfuerzo, su tullida pierna volvió a quebrarse. Esta vez, sin embargo, no intentó mantener el equilibrio y se desmoronó, resignado, en el cieno. Sentado en el desbroce que fuera su vivienda, aferró el martillo y estalló en llanto.

Tas respetó su desahogo. Incluso desvió los ojos, por considerar que la consternación de su amigo era demasiado sagrada, demasiada íntima, para que él se entrometiera testimoniándola. Ignoró el hombrecillo sus propias lágrimas, que formaban riachuelos en los pómulos, y procuró distraerse en el examen de su malhadado entorno. Nunca antes se había sentido tan desvalido, tan solo. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había fallado? Tenía que haber una clave, una respuesta.

—Si no me necesitas daré un paseo —avisó al guerrero, quien ni siquiera le oyó.

Se alejó despacio, con dificultad. Ahora sabía, sin ningún género de dudas, dónde habían ido a parar, ya no podía apoyarse en su obstinación. La casa de Caramon, cuando aún se erguía en el valle, estaba en el centro del burgo, cerca de la posada, y la ruta que eligió el kender fue la calzada que unía ambas construcciones y que, en un tiempo, fue una calle flanqueada por sendas hileras de habitáculos. Aunque nada confirmaba que allí hubiera prosperado una ciudad, ni avenida, ni hogares, ni los vallenwoods que les servían de soporte, recordaba la exacta localización de todo. Hubiera deseado que no fuera así, pero aquellas ramas que se abrían paso en el barrizal le traían nostálgicas asociaciones de las que le habría gustado zafarse. No se discernían puntos de referencia, edificaciones sólidas, salvo…

—¡Caramon! —El nombre de su compañero brotó de su garganta con un timbre exultante, fruto de la alegría que le inspiraba tener ante sí algo que merecía la pena rastrear y que, así lo esperaba, arrancaría al luchador de su ensimismamiento—. Caramon, creo que deberías venir a ver esto.

El interpelado no le prestó atención, de manera que Tasslehoff tuvo que acercarse sin él al hallazgo que acababa de hacer. Al final de la calle, en lo que fuera un pequeño jardín, se elevaba un obelisco de piedra. El parquecillo le era más que familiar, y estaba seguro de que nunca hubo un monolito en su recinto. Cuando abandonó Solace, sólo había allí plantas y flores.

Alto, toscamente tallado, el monumento había sobrevivido al acoso de las llamas, los vientos y las tormentas. Su superficie, al igual que todo lo demás, había sufrido menoscabo, pero ello no obstaba para que pudiera leerse la leyenda esculpida en la pared frontal, o así se lo pareció al kender, en cuanto hubiese limpiado el hollín y el moho.

Realizada esta operación, libres las letras de los últimos restos de suciedad, Tas las escudriñó largamente y, al fin, llamó de nuevo a Caramon.

Aunque ahora no emitió sino un quedo susurro, la extraña nota en la que fue pronunciado penetró la aureola de desaliento tras la que se parapetaba el hombretón. Vislumbrando el singular obelisco, y percatándose de la repentina seriedad de Tas, el guerrero se izó como mejor pudo y acudió a su lado.

—¿Qué es esto? —le consultó.

El kender fue incapaz de responder tuvo que conformarse con menear la cabeza y señalar la mole.

Erecto, quieto, Caramon obedeció a la muda indicación de su acompañante y revisó las líneas que, en lengua común, se ordenaban frente a él en una especie de epitafio.

A Tika Waylan Majere, Heroína de la Lanza.

Fallecida en el año 358.

El árbol de tu vida fue precozmente talado.

Temo que en mis manos el hacha se encuentre.

—Estoy desolado —acertó a titubear Tas, deslizando una mano entre los entumecidos, fláccidos dedos de Caramon.

Éste bajó la cabeza y, posando la palma en el obelisco, acarició la fría y empapada roca que tan luctuoso mensaje le transmitía. Mecidas por la pertinaz brisa, las gotas de lluvia se estrellaban contra la inscripción.

—Murió sola —gimió y, trocado en furia su pesar, en indignación contra sí mismo, cerró el puño y propinó al desgastado muro un golpe que surcó su carne de arañazos—. ¡La dejé a sus auspicios, me fui y ni siquiera la velé en tan temible trance! Debería haberme quedado. ¡Maldita sea, hice mal en partir!

Se estremecieron sus hombros al ritmo del llanto. El kender, al advertir que los nubarrones no cejaban en su avance y que pronto les alcanzarían, estrechó la manaza del guerrero y ensayó una arenga.

—No podrías haberla ayudado de haber estado junto a ella, Caramon…

Se interrumpió, de modo tan brusco que casi se mordió la lengua. Retirando la mano con la que sujetaba al guerrero, un movimiento en el que éste ni siquiera reparó, se arrodilló en el viscoso suelo. Con su aguda vista, había detectado un fulgor, como si algo compacto reverberase bajo los enfermizos rayos del sol. Estiró el brazo en actitud incierta y, a toda prisa, comenzó a apartar los blandos terrones que escondían el destellante objeto.

—¡En nombre de los dioses! —renegó, abrumado por el asombro—. Caramon, no te atormentes más. ¡Estuviste aquí!

—¿Cómo? —rugió el otro. El kender le conminó a mirar y el guerrero, receloso, obedeció. A sus pies, yacía su propio cadáver.

4

Un error de cálculo

Al menos, aquel cadáver se asemejaba a la figura de Caramon. Vestía la armadura adquirida en Solamnia, la que había lucido en las guerras de Dwarfgate y cuando Tasslehoff y él salieron catapultados de la fortaleza de Zhaman. La armadura con la que ahora se cubría.

Por lo demás, no había nada específico que permitiera identificarlo. A diferencia de los cuerpos que descubriera el kender, preservados gracias al fango de las inclemencias del tiempo, sus restos se hallaban sepultados relativamente cerca de la superficie y, debido a tal circunstancia, se habían descompuesto. No quedaba en la base del obelisco sino el esqueleto del que fuera un humano colosal. Una de sus manos, apretada en torno a un cincel, reposaba debajo del pétreo monumento, como si su postrera acción hubiera sido tallar las frases del epitafio.

No había rastro susceptible de ilustrarles sobre la causa de su repentina muerte.

—¿Qué es lo que ocurre? —inquirió Tas con voz entrecortada—. Si de verdad eres tú y has perecido, ¿cómo puedes estar aquí ahora mismo? ¡Oh, no! —exclamó, víctima de una idea tan súbita como poco halagüeña—. A lo peor quien se yergue ante mí no eres tú, sino una réplica fraguada por mi imaginación. —Agarró las hebras colgantes de su cabello y empezó a ensortijarlas en sus dedos—. ¿Te he concebido yo? Nunca creí poseer una fantasía tan exacerbada, tu aspecto no puede ser más real. —Alargó una mano a fin de tocar a su amigo, y agregó—: La textura de tu piel parece auténtica y, disculpa mi impertinencia, tus efluvios todavía más. Caramon, voy a volverme loco —se desesperó—. Si continúo desvariando, no tardaré en asemejarme a los enanos oscuros de Thorbardin.

—Cálmate, Tas —le suplicó el hombretón—. Todo esto es verdadero yo diría que demasiado. —Miró de hito en hito al corrompido yaciente y al monumento, que comenzaba a desdibujarse en la exigua luz del atardecer—. Y, por otra parte, presiento que estoy a punto de desentrañar el enigma. Si pudiera… —Hizo una pausa, durante la cual escrutó el monolito—. ¡Claro, ya lo entiendo! Fíjate en esa fecha.

Con reticencia, el kender levantó la vista.

—358 —leyó con monótono acento—. ¿358? —repitió, desorbitados ahora sus ojos—. ¡Caramon, corría el año 356 cuando partimos de Solace!

—En efecto —corroboró el guerrero—. Nos hemos extralimitado en nuestro viaje. Nos hallamos en el futuro.

Las nubes, que se habían arremolinado en el horizonte cual un ejército que se reorganizara para el ataque, iniciaron su arremetida justo antes del crepúsculo, camuflando en un alarde de benignidad los últimos momentos de existencia del vencido sol.

La tempestad se desató con una furia indescriptible. Una ráfaga de aire caliente, la avanzadilla, elevó a Tas hacia las alturas e, incapaz de arrastrar también al más pesado Caramon, lo lanzó contra el obelisco. Irrumpió luego en escena la lluvia, la caballería. Una cortina de gruesas gotas que, similares a lenguas de plomo, tamborilearon sobre los cráneos de las dos criaturas. Y escoltó al aguacero una descarga de granizo, de sólidas armas arrojadizas dispuestas a magullar la carne de quienes a ellas se expusieran.