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—El afrentado soy yo —afirmó—, tu caballo me ha pisado. Flint no se equivocaba al evitar a esas bestias estúpidas.

Los otros cuadrúpedos, que presentían la inminente contienda y afectados por el nerviosismo de sus amos, por la contagiosa tensión que presidía la espera, irguieron las orejas y relincharon ruidosamente. Uno incluso se salió de la hilera, sin que un inmediato tirón de las bridas le restituyera a su lugar.

—¿Acaso no sois capaces ni de dominar a vuestros caballos? —rugió Tanis—. ¿Qué ocurre ahí atrás?

—¡Dejadme pasar! Apartaos de mi camino y no me importunéis. ¿Es tuya esta daga? Sin duda ha resbalado hasta el suelo. Tienes suerte de que yo, por pura casualidad —prosiguió el personaje de pretendida candidez—, haya reparado en ella.

Fuera, en la Ciudad Nueva, volvió a elevarse la voz del caballero espectral augurando la muerte de todos sus rivales. Casi al unísono, a unos pasos del semielfo, el intruso se dio a conocer:

—Soy yo, Tanis, Tasslehoff.

El héroe de la Lanza se sintió al borde del desmayo. No habría podido discernir, en aquel preciso instante, cuál de las dos voces le aterrorizaba más. Sin embargo, no había tiempo para reflexionar ni desentrañar sus emociones: por encima del hombro, el adalid advirtió que la puerta se tornaba de hielo y comenzaba a resquebrajarse.

—¡Tanis! —le invocó alguien, colgado de su brazo—. ¡Oh, Tanis, cuánto me alegro de encontrarte! —persistió aquel ser en aturdirle, en vapulearle—. ¡Tienes que acompañarme y salvar a Caramon! Se dirige en solitario al Robledal de Shoikan ¡hemos de socorrerle sin tardanza!

«¡Caramon ha muerto! —fue el primer pensamiento del semielfo, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta, porque según sus noticias, también el kender había expirado—. ¿Tanto me enajena el pánico que veo visiones?».

Alguien gritó y, al mirar con aire ausente a sus seguidores, Tanis observó que sus rostros se demudaban bajo los yelmos y asumían una lividez cadavérica. Comprendió que Soth y sus huestes habían atravesado el umbral de la Ciudad, y regresó a la realidad.

—¡Montad! —mandó a los suyos a la vez que, en un frenesí, forcejeaba para desembarazarse de las garras del tenaz hombrecillo—. Escucha, amigo, no es ésta ocasión propicia para distraerme. ¡Vete, maldita sea! —le imprecó al fin.

—¿Distraerte? —se soliviantó Tasslehoff—. Te comunico que Caramon va a morir y eso es lo único que se te ocurre decir, ¡una bonita manera de reaccionar!

—Nuestro compañero ya ha muerto —repuso el aludido con evidente impaciencia.

Khirsah aterrizó a su lado, lanzando un belicoso bramido. Bondadosos y perversos, en ese punto todos coincidían, los otros dragones le imitaron antes de, en una auténtica exhibición de fiereza, abalanzarse contra los rivales más cercanos con las zarpas extendidas. La refriega había estallado, la atmósfera se impregnó de llamaradas y de ácidos malolientes. En la ciudadela flotante los clarines proclamaron el zafarrancho y, entre vítores de entusiasmo, los draconianos iniciaron sus descensos sobre la ciudad, desplegadas sus correosas alas para amortiguar la caída.

El Caballero de la Rosa Negra, envuelto en los efluvios de muerte que despedía su ser descarnado, avanzaba implacable hacia el interior de la bella Palanthas.

A pesar de sus denodados afanes, el semielfo no conseguía desprenderse de su eventual aprehensor. Al rato, renegando entre dientes, pasó a la contraofensiva: asió al kender por la cintura y, tan rabioso que casi se asfixió él mismo, lo arrojó cual un proyectil a una calleja vecina.

—¡Y haz el favor de quedarte ahí! —vociferó.

—¡No vayas! —suplicó el otro—. ¡Sé de buena tinta que no sobrevivirás!

Tras examinar por última vez al impertinente Tas, sin plantearse la posibilidad de prestar oídos a todos aquellos despropósitos, el héroe giró sobre sus talones y echó a correr, mientras repetía el nombre de Ígneo Resplandor. El reptil, que durante la reyerta particular de los viejos compañeros había volado para conducir a su escuadra, acudió raudo. En un santiamén, se posó en la calle.

—¡Tanis, no puedes encararte con Soth sin el brazalete! —le avisó el astuto hombrecillo.

2

Caramon, su misión y el Robledal

¡El brazalete! Tanis miró su muñeca y constató que, en efecto, la alhaja había desaparecido. Ágil de reflejos, el semielfo se volvió y arremetió contra el kender, pero éste, no menos veloz, había emprendido la fuga. El hombrecillo corría calle abajo como si en ello le fuera la vida y, en realidad, cualquier espectador que pudiera atisbar la faz del héroe concluiría que tal manera de expresarse nada tenía de metafórica.

Cuando se disponía a perseguir al huido, una llamada de Markham detuvo al semielfo. Centró unos minutos su atención en el paraje donde aguardaban las tropas y contempló al caballero Soth a lomos de su pesadilla, enmarcado por los ajustados bloques de piedra que, antes de desintegrarse las puertas, las circundaban. Al entrar en la fabulosa ciudad de Palanthas, el espectro fijó sus llameantes pupilas en Tanis y le forzó a sostener aquella mirada indefinible. Incluso a tanta distancia como aún les separaba, el héroe sintió que su alma se retorcía en el halo de pavor que siempre destilan los muertos errantes.

¿Qué podía hacer? Le habían arrebatado su amuleto, sin él estaba indefenso. No tenía ninguna probabilidad de éxito. «Gracias a los dioses —pensó en la fracción de segundo de que disponía—, no soy un Caballero de Solamnia y, por consiguiente, no he jurado morir con honor».

—¡Escapad! —ordenó a través de unos labios tan resecos, de unos músculos tan rígidos, que apenas podía articular los sonidos—. Batíos en retirada, nunca venceríais a semejante ejército. ¡Recordad vuestra solemne promesa de obedecerme! —insistió frente a la reticencia de sus hombres—. Sacrificad vuestras vidas, si así lo queréis, luchando contra criaturas de carne y hueso.

Mientras aleccionaba a las tropas, un draconiano tomó tierra delante de él, desfigurada su ya horrenda faz por la sed de sangre. Conminándose a no ensartar la espada en aquel engendro inmundo cuyo cuerpo, al convertirse en piedra, atenazaría el filo sin darle opción a desincrustarlo, acometió su rostro con la empuñadura, le propinó una lluvia de puntapiés en el estómago y saltó sobre él en cuanto se derrumbó.

Oyó a su espalda, después de rematar a su agresor, un gran estrépito de cascos y relinchos de pánico. Confiaba en que los caballeros cumplirían la palabra que habían empeñado, sobre todo en su propio beneficio pero no podía quedarse para comprobarlo. Quizá todavía no era demasiado tarde. Si atrapaba a Tasslehoff y recuperaba el brazalete mágico se enfrentaría a su portentoso contrincante hasta derrotarlo o sucumbir.

—¡El kender! —urgió al dragón, a la vez que señalaba con el dedo a una figura en movimiento que parecía tener alas en los pies.

Khirsah comprendió la indicación y partió sin demora, tan rasante su vuelo que las puntas de sus alas rozaron los edificios y provocaron un verdadero alud de piedras y ladrillos en la avenida. El semielfo le siguió a la carrera, esquivando los escombros y sin volver la vista atrás. Por otra parte, no era necesario presenciar la escena, ya que los alaridos agónicos, los gemidos de angustia, le revelaban lo que estaba sucediendo.

Aquella mañana, la muerte cabalgó a placer por las calles de Palanthas. Bajo el caudillaje de Soth, las huestes de ultratumba traspasaron el umbral cual una glacial ventolera y marchitaron todo cuanto interceptaba su avance.

Cuando el semielfo les alcanzó, Ígneo Resplandor sujetaba a Tasslehoff entre sus dientes. Después de morder la parte trasera de sus calzones azules, el reptil le alzó en posición invertida y comenzó a zarandearlo a la manera de los más eficientes celadores, quienes, antes de encerrar a los prisioneros, solían registrarles de arriba abajo. Se abrieron los recién «requisados» saquillos de la víctima y brotó de su interior un curioso amasijo de anillos, cucharas y otras bagatelas, así como un servilletero de elegante talla y, junto a él, medio queso.